Foto: Archivo-FSP - Own work, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=2942596

La fuga de la memoria editorial

Una editorial es un proyecto intelectual. Los títulos que edita son una brújula de su tiempo, y su archivo recoge discusiones editoriales de distinto alcance. Es válido preguntar por el destino de ese trozo de memoria colectiva cuando las editoriales cambian de manos.
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Pensando en Vicente Rojo, tan editor como artista plástico;
y en Andrés León Quintanar, tan publisher como editor.

 

“Nuestras editoriales son un desastre, han desaparecido todos los archivos”, dice Jaime Salinas en Cuando editar era una fiesta: Correspondencia privada, un libro publicado en 2020 que reúne sus memorias y cuya edición estuvo a cargo de Enric Bou. Salinas sabía de qué hablaba: editor de Seix Barral (de 1955 a 1964), de Alianza Editorial (entre 1965 y 1976), de Alfaguara (1976-1983) y de Aguilar (1985-1991), se desempeñó también, entre 1983 y 1985, como titular de la dirección general del Libro y Bibliotecas, que dependía del Ministerio de Cultura de España, y estuvo a cargo de los archivos de la Residencia de Estudiantes de Madrid entre 1991 y 1998.

Tres años antes, en 2017, un editor al que conozco y admiro desde 1980, cuando me incorporé al mundo del libro, me había dicho: “Cuando vendimos la editorial a un grupo español entregamos todo: los archivos con los contratos y la correspondencia, los ‘testimonios’ de la historia editorial, los negativos… meses después, una de mis excolaboradoras –que se había quedado a trabajar con el grupo– se topó con unas cajas en el basurero: era mucho del archivo de nuestra editorial. Nunca pensé en resguardarlo. Se perdió allí la historia de una empresa de cincuenta años”.

Al hablar del tema con Joaquín Díez-Canedo, le pregunté por el archivo de Joaquín Mortiz: “algo tenemos en la familia”, me dijo. “La correspondencia de mi padre, probablemente, pero de los contratos firmados, estoy seguro que nada”. Joaquín y yo coincidimos en el Fondo de Cultura Económica, y comentamos en innumerables ocasiones nuestro asombro por la Biblioteca Gonzalo Rojas, que se localiza en las oficinas principales de la editorial del Estado mexicano. Gracias a la iniciativa de Julia de la Fuente, se pueden encontrar allí casi todos los ejemplares editados a lo largo de una historia de más de ochenta años, sus sucesivas reimpresiones, los textos de los que se tradujo un libro (en su caso), o los originales entregados por el autor. Un tesoro inmenso para la industria de la memoria.

Una editorial es, parafraseo a Roger Chartier, un proyecto intelectual, estético, ideológico y –añado– también un actor político: su catálogo es la cartografía de lo que quiere hacer público, lo que quiere divulgar, la conversación (como ha dicho Gabriel Zaid) que quiere provocar; los títulos que edita son una brújula de su tiempo, y su archivo, la memoria de discusiones editoriales que tienen como propósito llegar a un acuerdo sobre un título, negociar cambios en el texto, afinar detalles del contrato, de pagos de anticipos y regalías, del alcance de la distribución.

A finales del año pasado, debido al covid-19, murió Andrés León Quintanar, uno de los grandes editores mexicanos, director de Grijalbo y de Océano, socio fundador de Cal y Arena. Fue el primer editor de los libros de Ángeles Mastretta y de una generación de escritoras que son ahora grandes figuras en el mundo del libro de la patria de la ñ. Relanzó los textos de autores como José Fuentes Mares y Alfonso Taracena, y junto a Carmen Gaitán-Rojo se dio a la tarea de persuadir a los periodistas Manuel Buendía y Miguel Ángel Granados Chapa para que se convirtieran en autores de libros, más allá de la columna diaria que por entonces escribían. Andrés León Quintanar participó en la fundación de La Jornada y auspició la investigación y la escritura del Diccionario Enciclopédico de Humberto Musacchio, del que fue su primer editor. Fuimos amigos muy cercanos, lo creí eterno, y nunca le pregunté por su archivo, por su correspondencia. Lo entrevisté para la tesis doctoral que concluí hace unos meses en la Universidad de Cambridge, en donde me entregó documentos y datos con una acuciosidad solo concebible en alguien que se formó como contador. Desconozco el destino de su archivo, pero no tengo duda alguna de su valor para la historia de la edición y para la sociología de la cultura.

En marzo de 2021 murió también el artista plástico Vicente Rojo, cofundador de la Editorial Era. Desconozco igualmente si existe un archivo que albergue su correspondencia y obra, pero su pertenencia al Colegio Nacional y la meticulosidad que lo caracterizaba me permiten albergar ilusiones de que todo está preservado y en orden. Ojalá sea posible conocerlo y consultarlo muy pronto en línea.

Un mes antes, en febrero, se anunció la venta de Siglo XXI Editores, uno de los proyectos editoriales más originales e inteligentes de nuestro idioma, con cerca de dos mil títulos publicados en casi cincuenta años. De la riqueza de su archivo nos podemos percatar, de manera somera, con la edición que la propia editorial ha realizado de los intercambios epistolares de su fundador, Arnaldo Orfila Reynal, con Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Alfonso Reyes, Octavio Paz y Carlos Fuentes. Ese ejercicio de etnografía es invaluable para el mundo de la edición y del libro, y es válido preguntar, entonces, por el destino de los archivos de la editorial; por sus negativos, respaldos electrónicos, correspondencia, por los ejemplares –las primeras ediciones– editados a lo largo de los años. Es cierto que la compra-venta es la operación de una empresa privada, pero también es cierto que esa empresa es la propietaria de un bien público: la memoria colectiva.

La memoria, uso una frase de Borges, es un laberinto roto. Y es frágil, muy frágil.


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