La guerra de las estatuas

Observando el debate público sobre las estatuas, a veces parece que hay quien cree que los museos son lugares donde guardar cosas que ya no quieres pero que tampoco puedes tirar a la basura.
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Los romanos tenían muchas maneras de tratar con las estatuas de aquellos a quienes ya no querían honrar. Destruían algunas (otras las destruían sus enemigos): la cabeza del emperador Claudio hallada en el río cerca de de Colchester pudo ser víctima de la rebelión de Boudica; la cabeza de Augusto que se encontró en Meroe (en el actual Sudán), ahora en el Museo Británico, fue casi sin duda separada de una estatua, destruida en un ataque a la provincia romana de Egipto; y en escritores antiguos hay muchas referencias a las estatuas de los efímeros aspirantes a emperadores de las guerras de los años 68-69 d C. que eran derribadas en cuanto otro emperador muy transitorio llegaba a la escena.

Pero los romanos eran mucho más imaginativos que eso. Era una práctica habitual dar un nuevo aspecto a una cabeza de mármol y cambiar la imagen de un emperador que no te gustaba por la de otro que sí (o, por decirlo de otra manera, ahorrar dinero reciclando al anterior en el nuevo). Y a veces podías transformar un dios en otro cambiando el nombre de la estatua.

¿Dónde deja esto las actuales guerras de estatuas? Voy a ofrecer unas observaciones.

  1. No hay nadie (o casi nadie) que piense que no hay exclusiones en cuanto a las estatuas que pueden estar en el espacio público. Habría, imagino, muy poco debate sobre el derribo de una estatua de Goebbels o Jimmy Savile. Pero se parece un poco a la Libertad de expresión. Nadie quiere que sea totalmente libre, pero estamos en desacuerdo sobre el lugar en el que trazaríamos la línea. Para mí, Colston estaba en el lado Goebbels de la divisoria y me gustó bastante ver que se marchaba, en una pieza de arte performativo bastante emocionante, pero puedo entender los argumentos en el otro lado. (Debería añadir que pienso, y ya lo he dicho antes, que la iconoclastia puede ser una forma de arte, y me gustó que Banksy lo mostrase en su propuesta para sustituir la estatua de Colston.) Pensaría lo mismo que en el caso de Colston con respecto a las controvertidas estatuas confederadas de Estados Unidos, que se colocaron años más tarde en defensa de la causa de la supremacía blanca. (Aquí hay una poderosa formulación de los argumentos en su contra.) Pero el conjunto es un poco más complicado.

  2. No hace falta decir que uno puede deplorar las acciones de la persona retratada en la estatua y a la vez no desear que se aparte el objeto de la vista del público. El hecho de que yo no crea en “Rhodes debe caer” no significa (a pesar de que buena parte de Twitter parece pensar lo contrario) que condone sus políticas y cosmovisión. No lo hago. También espero entender (o intentarlo) la ira y agravio que algunas personas sienten en cuanto lo ven. Pero la cuestión se convierte en algo mucho más matizado sobre el propósito de la estatuaria y sobre cómo afrontar nuestra historia.

  3. Una parte demasiado grande de este debate partía de una visión de la historia que la divide en buenos y malos. Ha vigilado el pasado y le ha echado una buena bronca, según nuestros valores actuales. Es difícil saber dónde parar. Pensemos, por ejemplo, en Gladstone, un reformista político y social a quien debemos mucho, pero que también se benefició de la esclavitud (como le reprochó el radical John Bright). O pensemos en los beneficiarios de la Royal African Company, cuyo CEO, en nuestros términos actuales, era Colston. Entre ellos estaban el filósofo John Locke y Samuel Pepys. ¿Queremos eliminarlos de los registros públicos, de la presencia pública y la referencia pública, o pensar mejor sobre cómo llegaron a pensar como pensaban y después criticarlo? La verdad es que no existe esa versión simple de la historia: la gente que hace el bien también hace el mal (y al revés) y en su momento a nuestros héroes y heroínas se les encontrarán carencias (o cosas peores). Quizá el problema sea el acto de crear héroes, y no los individuos inevitablemente defectuosos en sí. Pero sin duda nos devuelve el foco a nosotros mismos. En el caso de Rhodes, todavía no veo cómo podemos seguir utilizando su dinero y todo el trabajo excelente que hace el Rhodes Trust y a la vez planear arrojar su imagen al Támesis (¿quizá solo una nueva placa con una explicación sería una buena idea?).

  4. Buena parte del debate tiene que ver con nuestra idea de la función de las estatuas públicas, y espero que, cuando la nueva comisión de Sadiq Khan para estudiar la diversidad de las estatuas de Londres empiece funcionar no solo valore quién debe ser conmemorado, sino para qué sirve la escultura pública. Sin duda, en el momento en que se encarga la obra el objetivo es la celebración del individuo al que concierne. Pero a lo largo de los decenios y siglos eso cambia. En la longue durée, las estatuas ofrecen distintos desafíos a nuestra visión de la historia: nos exigen que pensemos sobre lo que nos separa de los héroes del pasado, cómo nos enfrentamos a ellos (en realidad estos tipos solo son montones de piedra) y cómo nos recuerdan nuestra propia fragilidad ante el juicio del futuro. Y en el caso de aquellos como Rhodes, nos hacen ver el lado incómodo de los orígenes del dinero con el que ahora hacemos cosas buenas (y eso es aplicable a una gran parte de la filantropía antigua y moderna).

  5. Finalmente, me irritan un poco las reiteradas sugerencias de que esas estatuas deben estar en un museo. Por supuesto, creo que los museos son una fuente de discusión y debate sobre el pasado y el presente. Pero sospecho que quienes sugieren que esas estatuas deberían trasladarse allí piensan que los museos son un buen sitio para acumular cosas que no quieres, pero que te parece que tampoco puedes tirar a la basura.

¿Hasta dónde puedes equivocarte?

 

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en el TLS.

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(Shropshire, 1955) es escritora, catedrática de estudios clásicos en Cambridge y editora de The Times Literary Supplement.


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