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Uno de los mejores cuentos de Rodolfo Walsh (y Walsh escribió varios cuentos extraordinarios) se titula “Fotos”. Publicado en 1965, cuenta la historia de dos amigos de un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Se conocen desde niños, pero provienen de cunas diferentes: uno de ellos, Jacinto, el narrador, es hijo de una familia acomodada, mientras que la procedencia de Mauricio, el otro, es más humilde. El primero sigue el mandato paterno y va a la universidad para estudiar abogacía. El otro lleva una vida errante, trabaja como camionero, prueba suerte en el boxeo, gana y pierde a los naipes, hasta que encuentra su vocación: la fotografía. “Pero vos, ¿sabés sacar?”, le pregunta su amigo cuando se entera. “Ella sabe —responde el otro señalando la cámara—. Apretás el disparador y chau”.
“Mauricio apretó el disparador y chau, salí yo, con un costado de la cara en estado gaseoso y los ojos como de vidrio aterrado —relata Jacinto—. Esto, en el nuevo lenguaje de Mauricio, era un ‘efecto’. Me consta que algunos de sus efectos evaporaron las más notorias y robustas personalidades locales”.
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Medio siglo más tarde, los “efectos” ya no forman parte solamente del vocabulario de los fotógrafos profesionales. Casi todos llevamos una cámara en el bolsillo y vamos haciendo fotos acá y allá, y somos millones los que sabemos cómo un Ludwig, un Mayfair o un X-Pro II pueden hacer que en las redes sociales guste más nuestra foto y, en consecuencia, que nos sintamos mejor. (Hay una explicación científica al respecto: los likes activan las mismas zonas del cerebro que se ponen en marcha cuando uno come algo que le gusta, gana dinero o se masturba.)
Las cámaras en los teléfonos y las redes sociales han propiciado, como todos sabemos, el fenómeno de las selfies. A mí no me termina de quedar claro si la gente que publica selfies todos los días tiene la autoestima demasiado alta o demasiado baja. Supongo que los hay de ambos casos: quienes sienten que son tan guapos (o que salen tan bien en las fotos) que quieren compartir su belleza con el mundo, y quienes en su inseguridad necesitan, como la madrastra de Blancanieves, que cada día el espejito virtual les diga lo lindos que son.
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Un poco más novedoso es hablar de otro fenómeno: el de la muerte por selfie. Es decir, personas que encuentran la muerte en el afán de hacerse una selfie original. En un artículo de junio de 2016, la web Priceonomics informaba que en los dos años anteriores habían muerto de esa manera 49 personas. El promedio de edad era de 21 años y tres de cada cuatro eran varones. El país con más casos, por buena diferencia, era la India: 19 muertes; cuatro habían ocurrido en España y uno en México, el único país latinoamericano incluido en la lista.
El mismo reportaje destacaba una clasificación de accidentes en función de la cifra de muertes que habían causado. La pasión por las selfies estaba igualada con el skateboarding: 28 víctimas fatales cada uno. Más que las causadas por escalar el Everest (17), jugar al fútbol americano (12), ser atacado por tiburones (8) y usar máquinas expendedoras de productos (2), pero menos que las debidas a picaduras de avispas o abejas (58), accidentes de avión (513) y la asfixia erótica, la práctica de evitar la respiración para aumentar el placer sexual (625 —sí: 625—).
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El exhibicionismo, la vanidad y la baja autoestima existen desde siempre, por supuesto. Lo que las redes sociales vinieron a proporcionar es un nuevo nivel para el ejercicio de los dos primeros y la búsqueda de una solución para la tercera, como tan bien nos lo mostró “Caída en picado”, el tremendo primer capítulo de la temporada 3 de Black Mirror. “La autofoto ha pasado a formar parte de nuestra vida. Y de nuestra muerte”, afirma un artículo de El País, de Madrid, sobre la muerte por selfie. “Vivimos por y para el postureo. Parece lógico pues que muramos también por él”.
Desde hace más de tres décadas, los Premios Darwin “condecoran” de manera póstuma a personas que mueren de formas absurdas sin haber dejado descendencia. De esta manera, según lógica irónica del galardón, la humanidad mejora a nivel genético, en el mismo sentido en que lo hace gracias a la evolución de las especies, según la teoría del científico a quien el premio homenajea. Es probable que la gran mayoría de las muertes por selfie cumplan con los requisitos necesarios para hacerse con la distinción. Caer desde lo alto del Taj Mahal o de puentes altísimos, ser arrollado por un auto o electrocutarse en el techo de un tren parecen un precio demasiado elevado por obtener una foto bonita u original. Aunque quizá para algunos valga la pena correr esos riesgos.
Hay quienes incluso se han disparado a sí mismos en su intento de obtener una buena selfie. ¿Acaso no tendré muchos me gusta si con una mano me saco una foto mientras con la otra me apunto con una pistola? El mexicano Óscar Otero Aguilar, de 21 años, murió de esa forma en 2014. Al estadounidense Deleon Alonso Smith, de 19, le pasó lo mismo un año después. Y también a una chica rusa de 21 años, que no murió pero fue hospitalizada en estado crítico; no encuentro noticias que expliquen qué pasó con ella después.
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En el cuento de Rodolfo Walsh, Mauricio, el fotógrafo, acaba mal. Frustrado, desorientado, su vida se va a pique (como la de la protagonista del capítulo de Black Mirror) y el muchacho decide ponerle fin. Lo encuentran en la orilla de la laguna del pueblo, “con un agujero en la cabeza y un revólver en la mano”. A un lado, “atenta y fija sobre sus tres patas de metal”, la cámara de fotos apunta hacia la laguna. Jacinto, su amigo, relata después:
“Lo que no sé, Mauricio, es por qué te estás riendo y qué hacés con el revólver; por qué le has puesto un hilo atado del gatillo que viene hasta el disparador de la cámara donde trato de meterme para ver qué estás haciendo y qué es eso que te borra un costado de la sien. El laboratorio dice que el negativo es defectuoso y que no se pudo mejorar la copia. Pero yo pienso que vos buscaste ese efecto y que por algo te tomaste ese trabajo del piolín que da la vuelta a un poste y dispara al mismo tiempo las dos cosas. Un truco vulgar, aunque a vos te cause gracia”.
Quizá Mauricio, si hubiese vivido algunas décadas después, habría intentado aliviar el vacío de sus días subiendo compulsivamente a Facebook y a Instagram fotos de sí mismo o de su gato o de lo que comía o de los lugares que visitaba. Quién sabe. Fue un adelantado a su tiempo: se suicidó a la vez que se hacía una selfie, con efecto fotográfico incluido. Quizá por eso se reía. Jacinto, su odioso amigo, está claro que no lo entendió.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.