Era Rafael Tovar y de Teresa un amigo extraordinario. Al enterarme de su muerte (tristĆsima, prematura, injusta) vinieron a mi mente sus actos de generosidad. Un dĆa, conversando sobre mĆŗsica clĆ”sica (su pasiĆ³n rectora), me preguntĆ³ cĆ³mo la escuchaba. “En CDs, en la radio”, respondĆ. “Pues yo tengo cerca de cien mil discos y CDs capturados en el iPod āme dijoā, si quieres mĆ”ndame uno con la capacidad suficiente y te lo transfiero completo”. Dicho y hecho. No solo recibĆ el aparato con ese tesoro que me acompaƱa en las tardes sino un inmenso catĆ”logo con el registro de cada autor, composiciĆ³n, intĆ©rprete, etc. Esos actos eran caracterĆsticos de Rafael.
MĆ”s que un funcionario cultural fue un servidor pĆŗblico de la cultura, el mĆ”s sobresaliente desde Jaime Torres Bodet. Rafael poseĆa una sĆ³lida formaciĆ³n clĆ”sica y una cultura vastĆsima en las artes y las humanidades, y supo aplicarlas a mil iniciativas (conciertos, exposiciones, ediciones, festivales) con sentido de oportunidad y buen gusto. Su divisa no era hacer muchas cosas sino hacer las necesarias, siempre bajo un criterio de excelencia. TenĆa una curiosidad alegre e insaciable, un notable equilibrio de juicio, un trato finĆsimo y la prudencia necesaria para navegar por las aguas turbulentas de nuestro medio cultural. Rafael, en una palabra, se llevaba bien con todos (o casi con todos) no porque les diese a todos por su lado sino porque sabĆa reconocer la valĆa de cada quien. AristĆ³crata del espĆritu, naciĆ³ inmune a la envidia. Celebraba el bien ajeno, lo veĆa como propio.
Igual que su hermano Guillermo (que se fue como Ć©l, antes de tiempo, dejando un hueco inmenso) Rafael sintiĆ³ su linaje como el llamado a la preservaciĆ³n de la memoria. EscribiĆ³ libros muy apreciables sobre don Porfirio cuya posteridad, con razĆ³n, le parecĆa injusta. Al acercarse el bicentenario en 2010 acariciĆ³ la idea de encabezar un esfuerzo nacional que fuese digno de las Fiestas del Centenario de 1910. El Gobierno no lo apoyĆ³ pero Rafael vertiĆ³ aquella modesta utopĆa suya en un libro de homenaje a ese momento estelar de la Ć©poca porfiriana.
Cuando un amigo se va uno quiere retener lo especĆfico suyo, un retrato Ćntimo que perdure. Cierro los ojos y lo veo saliendo de la National Portrait Gallery en Londres. Fue un encuentro fortuito. Iba vestido impecablemente, como siempre, con su inconfundible Tweed (gusto que compartĆa con Guillermo), camisa de rayas, fina corbata, pantalĆ³n beige, mocasines de color marrĆ³n, un gran abrigo y bufanda. Solo dejaba a la intemperie su rasgo insignia, su hermosa cabellera plateada. “No te pierdas la exposiciĆ³n de Sargent”, me dijo, con esa autoridad de quien ha visto todos los museos y colecciones y detecta lo Ćŗnico e imprescindible. Esa noche fuimos con Mariana, su mujer, a Covent Garden. No recuerdo quĆ© escuchamos pero sĆ los sutiles comentarios de Rafael: ecos, versiones, pasajes.
He llegado a creer que la muerte de Guillermo fue el origen de la suya propia. Sin ser gemelos y siendo tan distintos (volcĆ”nico aquel, sereno Ć©ste) los unĆa un cordĆ³n existencial que, al cortar la vida de uno, podĆa llevarse la del otro. Rafael fue mĆ”s gregario que Guillermo. Supo viajar (como Embajador en Italia hizo un papel sobresaliente) y hacer suyas las capitales del mundo (Roma antes que ninguna otra). Y fue un hombre de familia. Recuerdo la ternura con que orientaba las lecturas de sus hijas pequeƱas cuando lo visitaban en su oficina de la calle de Arenal. Pero habĆa una melancolĆa insondable en el rostro de los dos hermanos. La pĆ©rdida de un reino. El choque de una realidad brutal con el platĆ³nico mundo de su sensibilidad y su cultura. VivĆan como en un 1910 eterno. Eran sobrevivientes de otra era.
“Ćnimo, Rafa”, le decĆa yo, mientras le recomendaba sillas ergonĆ³micas o ejercicios que sirvieran a su mermada salud. Quise pensar que su mal no era tan grave porque Ć©l āahora me doy cuentaā lo ocultĆ³ al mundo con un pudor heroico. “Lo fundamental es no desfallecer, tener proyectos, conservar la fortaleza”, me decĆa, como consolĆ”ndome preventivamente de su partida.
Veo su foto, la nobleza de su rostro. Releo sus mensajes, donde me refiere su Ćŗltima lectura: CronologĆa del progreso, de Gabriel Zaid: “No creo que en MĆ©xico se haya escrito un libro mĆ”s universal”. Voy al velatorio: nunca vi mĆ”s arreglos florales. Algo muy bueno de MĆ©xico se ha ido con Ć©l: la decencia personificada al servicio de la cultura. Lo evocarĆ© con su mĆŗsica, cada tarde.
Publicado previamente en el periĆ³dico Reforma
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial ClĆo.