Nadie puede ser feliz sin participar en la felicidad pública,
nadie puede ser libre sin la experiencia de la libertad pública,
y nadie, finalmente, puede ser feliz o libre sin implicarse
y formar parte del poder político.
Hannah Arendt
La realidad está subcontada. Algunos andamos en el mundo como quien rema en una balsa sobre una bahía, sin sospechar todo lo que ocurre bajo el agua. Otros viven en un crucero de lujo atravesando el Atlántico inmersos en ese monstruo de acero que ofrece banquetes, entretenimiento, descanso y placer, mientras debajo un reino desconocido por muchos vive y sobrevive con especies que se conectan entre sí en recovecos oscuros y profundos bajo el manto de la superficie. Una profundidad que pocos conocemos. Grupos dominantes y depredadores, especies que se comen unas a otras, espacios inexplorados que existen aunque no lo sepamos.
Así, mientras usted está aquí, leyendo este artículo, debajo de la línea de realidad sobre la que hacemos nuestra vida también hay grupos de poder que acuerdan transacciones para sus intereses particulares con dinero nuestro; estructuras criminales que están corrompiendo a jefes policiacos para operar; casas de tortura y muerte escondidas o camuflajeadas entre zonas residenciales en las ciudades; maletas con miles de billetes pasándose de un automóvil a otro y cuyos entregadores y receptores festejan un pacto para su beneficio sin importarles que involucre el bienestar de la sociedad.
A la par que usted lee estas líneas alguien está muriendo por omisiones o negligencias de quienes deberían cuidarnos, algún agente está intentando borrar cualquier registro de una masacre que involucró al Estado, o un funcionario transfiere millones de pesos que eran del erario a cuentas en paraísos fiscales para protegerse.
Mientras toma con sus manos esta revista o sigue párrafo a párrafo su versión en línea, amigos de un presidente o gobernador están en alguna comida festejando los negocios inmobiliarios que han hecho bajo el amparo de la impunidad, sin importarles si sus construcciones son seguras y podrían caer después y generar muertes. Otros empresarios quizás sacan cuentas de cómo lograron ahorrar con materiales más baratos y de mala calidad la ejecución de alguna obra pública, sin remordimientos sobre la posibilidad de que podría desvanecerse después.
Ese telón que hay detrás del espectáculo diario de nuestra cotidianidad y nuestros asuntos personales es el que devela el periodismo de investigación. Desnudar la madeja de cables tras el metal que cubre a la maquinaria para entender por qué estamos como estamos y descubrir quiénes son los responsables es la tarea del periodista que indaga. Y, una vez que se está envenenado de ese impulso por revelar la realidad, difícilmente hay cura.
Lo que preocupa y ocupa ahora, y es por ello que escribo este texto, son las amenazas que enfrenta en nuestros días este tipo de periodismo. Como un animal en alerta por posible peligro de extinción.
Por ello es importante entender la relevancia de que una sociedad cuente con buenos reporteros y medios de comunicación que indaguen, cuestionen, contrapongan versiones y descubran lo que grupos de poder (políticos, empresariales, criminales, sindicales, y otros) nos querían ocultar.
“Hay que dormirse arriba en la luz. Hay que estar despierto abajo en la oscuridad”, escribió la filósofa María Zambrano.
Y hablando de filósofas y filósofos, me permito citar a uno de los estudiosos de la macrohistoria, Yuval Noah Harari, quien en Sapiens explica perfectamente cómo esta especie logró evolucionar y en cierto sentido estar en la cima de los demás animales gracias al lenguaje sofisticado. Comunicar lo que ocurre a los miembros de la comunidad permitió estar preparados para organizarse, encontrar mejores condiciones de vida y desarrollar sistemas y procesos que derivarían en conocimiento para los avances científicos y tecnológicos que ahora gozamos. “La cooperación social es nuestra clave para la supervivencia y la reproducción”, señala.
Es nuestra capacidad de comunicarnos e intercambiar información detallada lo que genera pensamientos sofisticados. El pensamiento aún es el gran motor que mueve a las sociedades. Ahí es donde entra la labor del periodista: encontrar la verdad para exponerla al conocimiento de una gran comunidad que gracias a ella toma mejores decisiones.
El periodismo como arma de combate contra la ignorancia. El periodismo como iluminador de las zonas sombrías. El periodismo como abono a la democracia.
Existe una propensión natural del ser humano de intentar beneficiarse a sí mismo y a los suyos, olvidando la colectividad. Eso es lo que los periodistas hacemos, hacemos en términos más silvestres: recordar que hay un bien común con materias primas comunes que forjar.
El problema radica en que a esos estos grupos no les gusta esa labor; el problema es que en México existen todas las condiciones de impunidad para que haya violencia hacia quienes ejercemos este oficio; el problema también es que la industria de los medios masivos de comunicación está en deterioro, los recursos son escasos y la sociedad está dejando de valorar este trabajo; y el problema además es que desde la academia tampoco existe un sostén que lo defienda.
¿Qué pasará con el periodismo de investigación en nuestro país ante estos cuatro problemas que yo llamaría las cuatro amenazas?
En las dos décadas que tengo en esta profesión nunca había visto confluir estos cuatro factores de manera tan determinante. He pasado por la formación como reportera en diarios impresos, luego electrónicos, televisión tradicional, y el gigante espacio digital. Del reporteo de la nota diaria a la elaboración de reportajes de profundidad basados en metodología para descubrir cosas, y a la coordinación de equipos de investigación con proyectos de largo aliento. Confieso algo: cada vez es más difícil.
Algo que comenzó como anécdotas “aisladas” se convirtió en episodios frecuentes desde hace poco menos de diez años. En agosto de 2013, mientras trabajaba como jefa de información en el programa de reportajes Punto de Partida, conducido por Denise Maerker, en Televisa, nos enfrentamos a una situación inesperada. Una de las reporteras del equipo recibió la invitación de un grupo de empresarios de Michoacán para que visitara la zona donde no había autodefensas en ese estado. Estábamos en ese periodo en el que civiles se levantaron en armas en regiones enteras.
El argumento de ellos era que no necesitaban más civiles armados para tener paz. Después de investigar a esos empresarios –que, por cierto, ya habían estado en el Senado y habían dado varias entrevistas– se decidió que era buena oportunidad conocer “el otro lado de las cosas”. Se decía que Servando Gómez, “la Tuta”, entonces líder del cártel de los Caballeros Templarios, se escondía en esas cercanías, pero no hubo ningún viso de ello en lo que llamamos “pre-reporteo” y revisión de condiciones para realizar un viaje.
La reportera y el camarógrafo acudieron al pueblo llamado Tumbiscatío y hablaron con los habitantes sobre esa relativa tranquilidad. Yo tenía, entre otras responsabilidades, el deber de monitorear a nuestro equipo mientras estaba en campo, especialmente en zonas hostiles.
El primer día transcurrió con normalidad, entre grabaciones a líderes del pueblo y dueños de los pequeños negocios, hasta que en la plaza apareció “la Tuta”. El hombre de apariencia desparpajada, vestimenta informal y caminar lento llegó entregando dinero a la gente. Luego se fue. Las imágenes quedaron en la lente de nuestro realizador y la decisión fue abandonar el sitio al otro día.
Pero en la madrugada un grupo de hombres entró al hotel donde dormía el equipo de Punto de Partida y tocó la puerta de la reportera. Le pidió entrevistar a “la Tuta” y, sin espacio a mediación, le dio unos minutos para que se vistiera y se subiera a la camioneta con el realizador que portaba la cámara. El misterioso grupo se los llevó por carretera hasta una zona boscosa a donde llegó “la Tuta” y dio su versión de la llamada guerra contra el narcotráfico, habló de lo que llamaba sus enemigos, lo que él consideraba su deber para ayudar a la gente y la supuesta desinformación que se presentaba en las televisoras. En la imagen aparecía vestido de pantalón de mezclilla, sudadera negra y gorra. Detrás de él, al menos siete hombres embozados y con metralletas. ¿Qué hacer frente a criminales armados que casi obligan a entrevistar a un capo en un territorio controlado por ellos? Al considerar que no hubo igualdad de circunstancias para el equipo de periodistas se decidió no publicar esa charla (misma que, luego, la gente de “la Tuta” subió a YouTube dado que la grabaron ellos mismos también).
Por fortuna, reportera y camarógrafo pudieron regresar a Ciudad de México a salvo, pero con el temor de posibles represalias por no pasar al aire la charla con el delincuente, en ese momento uno de los más buscados por el gobierno federal. Finalmente en febrero de 2015 el líder criminal fue detenido.
El peligro que quedó descubierto con esta anécdota alertó en los años venideros del clima difuso en México entre buenos y malos, y la desconfianza o cautela que hay que tener frente a las fuentes. Si bien los periodistas estuvieron a salvo, se dejó ver el poder de un grupo criminal que, frente a la protección de la policía y la impunidad, logró subir a una camioneta con hombres armados a los reporteros, y horas antes se placeaba en un pueblo sin ser detenidos.
Es esa maldición llamada impunidad la que ha dañado tanto al gremio en estas dos décadas.
Según la organización Artículo 19, en los últimos veintidós años se han registrado 153 asesinatos de periodistas en el país, 47 en el mandato del anterior presidente Enrique Peña Nieto y 33 en el actual de Andrés Manuel López Obrador. La misma organización dio a conocer que, durante el primer semestre del año pasado, contabilizó 362 agresiones contra la prensa, de las cuales 193 fueron por coberturas de política y corrupción. La Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) en México tiene registro de 3 mil 419 investigaciones por agresiones a periodistas y comunicadores en el periodo entre 2010 y 2021, de las cuales solo veintiocho casos han tenido sentencia, es decir el 1%.
En México se hostiga a un periodista, se agrede, se le secuestra o se le asesina porque sale barato. Porque es bastante improbable que los verdaderos responsables toquen la cárcel. Y es ese clima de desprotección el que se va heredando año con año en distintas regiones, como este caso que cito de Michoacán donde en 2022 han sido ultimados dos reporteros.
En Sonora, donde en 2005 “desapareció” el periodista Alfredo Jiménez Mota, el miedo imperó en el gremio al grado que se logró lo que los criminales querían: que se perpetuara el silencio. El joven reportero del periódico El Imparcial investigaba las relaciones entre el narcotráfico y el poder cuando un día simplemente no contestó más el teléfono. Algunas investigaciones apuntan a que fue secuestrado por una célula del Cártel de Sinaloa cuando empezó a incomodar con sus indagatorias. El caso generó tanto dolor y temor entre los reporteros de la zona que a la fecha no hay un solo medio que realmente haga periodismo de investigación relacionado al crimen organizado. Hay una laguna inmensa sobre qué ocurre en ese estado –que cuenta, ahora, con uno de los municipios más violentos del mundo, Cajeme– y la historia algún día reclamará ese vacío. Generaciones enteras de estudiantes y recién egresados ven como tema tabú el escribir sobre el narcotráfico porque todos saben lo que le pasó a Alfredo y por tanto evitan tocar ciertos nombres o dar detalles de la violencia que azota el estado.
Trabajar en estas condiciones no es normal.
Óscar Balderas, colaborador de la revista digital de investigación Emeequis, la cual me honro en dirigir, vive escoltado permanentemente luego de recibir varias amenazas del crimen organizado. En mi caso, debo moverme con seguridad desde hace tres años después de que publiqué en coautoría con mis compañeros Antonio Nieto y David Fuentes el libro Narco CDMX, en Penguin Random House, con sus previsibles consecuencias y amenazas. La vida ciertamente me ha cambiado. La privacidad es poca y el estado de alerta, constante. Trabajar así no debería ser normal.
Aunque en México existe el Mecanismo de Protección a Periodistas, manejado por la Secretaría de Gobernación en consejo con organizaciones autónomas, no es suficiente. Este nació como presión al Estado para garantizar la integridad de los activistas y periodistas, pero es como tener vendas para las heridas generadas por agresores que no deberían existir. Según datos oficiales, al menos 510 periodistas solicitaron medidas de protección de julio de 2010 a diciembre de 2021, entre las que se encuentran rondines domiciliarios, botón de pánico, chalecos antibalas y guardias.
Si en el país hubiera un Estado de derecho y seguridad integral para todos y bajos índices de impunidad, no sería necesario ni vivir con escoltas ni atenerse a un mecanismo de protección. Hay quienes sostienen: los periodistas tienen la culpa por meterse en temas peligrosos. Pero dejar de lado esos “temas peligrosos” es una irresponsabilidad para con la sociedad dado que estaríamos dejando de retratar una parte de la realidad. Y eso no es justo para nadie.
Periodistas golpeadores. Periodistas mercenarios. Periodistas “fifís”. Periodistas conservadores. Periodistas manejados por los adversarios. Periodistas con intereses… y la lista podría continuar. Para alguien que no conozca el contexto mexicano y lea esta descripción le parecería difícil concebir que todas estas expresiones han sido pronunciadas por el presidente hacia la prensa, una y otra vez, desde hace tres años, en sus conferencias matutinas.
En el Twitter Space organizado el pasado 10 de febrero por @SocCivilMx para hablar de las agresiones verbales e invasión a la privacidad hacia el periodista Carlos Loret de Mola –quien difundió el reportaje que muestra los lujos con los que vive el hijo del presidente–, destaqué el riesgo de que estos señalamientos queden también marcados en las nuevas generaciones de periodistas en formación. Los medios de comunicación dedicados al periodismo de investigación no consiguen becarios porque estos temen ser agredidos.
Recientemente viví una situación en la que una egresada de la universidad se desempeñaba como aprendiz en el equipo que dirijo, pero de un día a otro renunció a su trabajo por temor a que le pasara algo o la acosaran desde el poder político por “sacar los trapos al sol” de los políticos. Es decir, estas agresiones verbales desde presidencia pueden afectar a los próximos periodistas que ven cómo la hostilidad se vuelve el terreno de vida en este oficio.
Y el desprecio, la denostación y el linchamiento que ha mostrado López Obrador hacia quienes ejercemos este oficio han ido en curva ascendente, al grado que desde junio de 2021 lanzó una sección llamada “Quién es quién en las mentiras”, en un supuesto ejercicio de “derecho de réplica” sobre notas o reportajes en el que, más que mostrar evidencias de lo contrario a lo que se publicó, el gobierno simplemente niega todo y critica a quienes publicaron. Evitar dar señales de debilidad es señal de debilidad, escribió el ensayista Nassim Nicholas Taleb.
Una vez más: el riesgo es que el ataque se va contra el mensajero en lugar de atender el mensaje.
En mi caso he sido expuesta personalmente, con fotografía y nombre, en la pantalla de la conferencia para señalarme como integrante de una supuesta red de periodistas que son pagados para retuitear fake news contra Presidencia. Algo totalmente falso. La investigación que hemos dado a conocer en el portal Emeequis sobre el fraude de los ventiladores para pacientes covid, supuestamente creación de Conacyt con sobrecostos e inservibles, también fue descalificada desde la tribuna de Palacio Nacional. Solo negaciones y nada de evidencia, y, por supuesto, descalificaciones a nuestro medio de comunicación. Lo mismo ha hecho con otras investigaciones basadas en datos oficiales, documentos y testimonios con nombre y apellido. Para el presidente no es importante atender los casos de corrupción o incompetencia expuestos, para él ha sido más urgente lanzar una estaca contra el equipo que se atrevió a indagar y dar a conocer esa realidad.
Lo que quiero destacar con esto es que al final la denostación de boca del líder máximo político de un país sí importa. Las palabras tienen peso. Y ese peso puede generar acciones contra un gremio de por sí amenazado por el crimen y la impunidad. La tolerancia a la crítica es mínima. En octubre del año pasado, cuando asumí la dirección de Emeequis, publiqué un reportaje en coautoría con mi colega Santiago Alamilla, en el que demostramos cómo los eventos de Presidencia se estaban facturando en millones de pesos a empresas visiblemente fantasmas y cuyos prestanombres estaban vinculados a Morena. El reportaje titulado “El checador detrás de las empresas fantasma de los eventos de AMLO” duró apenas unas horas en nuestro sitio web, cuando de pronto la plataforma sufrió un ataque y dejó de funcionar. Un hacker logró borrar nuestra información y tumbar la publicación, así como demás archivos anteriores. Aunque pudimos recuperarnos en unas horas, quedó demostrado que la revelación incomodó al grado de que se contrataron criminales cibernéticos para callarnos. Ya decía Voltaire que “es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado”.
Hace unas semanas López Obrador señaló en su conferencia que no estaba de acuerdo con el periodismo que se basaba en señalar lo malo, que el periodismo bueno es el que hace propuestas, no el que habla de lo que está mal hecho. El problema de esa postura, que refleja una posición oficial sobre esta profesión, es que se olvida que el periodista no es un activista. Al periodista le toca, le guste o no, fiscalizar al poder, es ese “perro guardián” que vela por los intereses de la comunidad para no permitir que se vayan hacia los particulares.
Y aunque la sociedad organizada ha tenido logros, como un sistema de acceso a la información pública y la constitución de organismos autónomos como el INAI (Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales), se debe señalar que en este sexenio las quejas por falta de transparencia han subido 3000%, al comparar la primera mitad del sexenio de AMLO con el mismo periodo de Peña Nieto: 54 mil 570 contra 7 mil 340.
Hay una tendencia a esconder datos en esta administración federal que también amenaza al quehacer periodístico, además de un constante hostigamiento hacia estos organismos que velan por que tengamos acceso a expedientes e información que debería ser pública, porque no es del gobierno, es de todos.
Así lo destacó en un artículo publicado en la web de Letras Libres la periodista Galia García Palafox: el periodismo es la literatura de la vida cívica, según la cual la función del periodista es contar el mundo mientras la historia sucede y ayudar a los lectores a comprenderlo. “Si usted ve el fraude y no dice fraude, usted es un fraude”, diría Nassim Nicholas Taleb en Antifragile. Pero, lamentablemente, si los sujetos obligados esconden la información y el líder político de una nación denuesta y ataca periodistas, difícilmente se podrá lograr.
El periodismo y los medios de comunicación enfrentan un ambiente adverso en temas económicos a nivel global. Sin embargo, el panorama latinoamericano es aún más complejo. En una sociedad que no está acostumbrada a pagar por lo que lee (solo el 17% ha pagado por contenidos noticiosos según el Digital News Report 2020) los ingresos son cada vez más difíciles de obtener.
En México los medios apostaron durante décadas por un modelo de negocio, hoy caduco, que dependía de los convenios de publicidad y propaganda con el gobierno en turno, lo que también limitó la libertad de expresión. En los últimos años el presupuesto para publicidad oficial es cada vez menor, y el número de medios cada vez mayor, gracias a la posibilidad que el mundo virtual ofrece para abrir nuevos proyectos nativos digitales.
El pastel, antes liderado por unos cuantos periódicos, televisoras y radiodifusoras, ahora está hiperfragmentado al grado de que a algunos les tocan apenas rebanadas del tamaño de un jamón. Todos pelean por audiencias, todos pelean por posicionarse en redes sociales, todos pelean por ser los más vistos, lo cierto es que ya nadie es el rey. El internet es el rey, pero nadie quiere pagar por él.
Esto ha generado que las ganancias incluso por publicidad sean menores porque las audiencias están repartidas entre influencers, pequeños proyectos digitales, grandes medios tradicionales y periodistas independientes.
Un estudio publicado este mes por la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) en el que participaron 350 medios de veintitrés países reveló que el 45% de los proyectos registraron caídas en ingresos por publicidad, el 44% no sabe cómo monetizar su contenido y el 43% no tiene recursos para invertir. También arrojó que el 24% de los encuestados ve posible que sus empresas cierren pronto ante este panorama económico adverso. Sin duda, esto se refleja en los salarios a los reporteros, editores y demás integrantes del equipo, a quienes la sociedad exige compromiso, riesgo y responsabilidad, pero tienen apenas unos pesos para alimentar a sus familias.
El discurso desde Presidencia de que los periodistas ganan más que el presidente es totalmente falso, si acaso existen excepciones de comunicadores con fama y trayectoria, sobre todo en medios electrónicos, el grueso de la tropa percibe salarios injustos para lo que hacen. Y he ahí el dilema: el huevo o la gallina. O se invierte más en ellos, aunque la mayoría de las empresas no cuentan con el dinero –la mayoría, he dicho, pues algunas sí y de manera mezquina lo esconden– para generar mejores contenidos, o se mantiene la tendencia de la reducción de salarios y presupuestos para proyectos de investigación y coberturas.
Lo cierto es que no existe un modelo de negocio exitoso que contrarreste esta picada económica en la que se encuentra inmersa el periodismo. En ese mismo estudio, el 49% de los entrevistados dijo que su medio cuenta con lectores leales, pero esa lealtad no se ve reflejada en suscripciones o donativos. En México, el lanzamiento de la plataforma Opinión 51 (opinion51.com), de la que soy cofundadora a invitación de Pamela Cerdeira y Stephanie Lewis, ha sido un parteaguas en cuanto a un caso de sostenibilidad como modelo de negocio gracias al apoyo de suscriptoras y suscriptores. Este medio que reúne 103 plumas brillantes de mano de mujeres expertas en sus sectores está registrando un crecimiento sostenido a seis meses de su lanzamiento, quizás porque el nicho y objetivo social es muy claro: dar espacio a las mujeres especialistas en sus ámbitos –periodistas, académicas, difusoras culturales– para que den su opinión en temas diversos que atañen a la conversación pública nacional.
Pero, y lo escribo con tristeza, en realidad son escasos los proyectos que no registran números rojos y que han podido sostenerse con independencia y apoyo de la audiencia. Según el estudio Digital News Report 2020, los consumidores mexicanos confían menos en medios de comunicación, con el 39% de la confianza, once puntos menos con respecto al año pasado, debido a una polarización política en el país, según Reuters Institute.
Y la realidad es que si queremos un periodismo independiente, más alejado del poder y más cercano a los ciudadanos, estos mismos son quienes deberían apoyarlo e impulsarlo. No hay democracia sin buen periodismo y no hay periodismo sin democracia.
En México, de acuerdo con el Instituto Mexicano para la Competitividad, hay más de 300 mil personas graduadas en comunicación y periodismo y aproximadamente 73 mil estudiantes inscritos en la disciplina. La profesión está en el puesto 17º entre las carreras con mayor cantidad de personas matriculadas. Alrededor de quinientas instituciones educativas de México imparten la carrera. Sin embargo, solo el 17.2% de los egresados está en medios de comunicación. No hay datos de cuántos periodistas de investigación hay en México.
Hace unos días platicaba con un maestro que da clases en una universidad del norte del país y me refería lo caduco de los planes de estudio: aún hay materias que se llaman “periodismo impreso”, cuando la tendencia es a que desaparezca, y ningún programa estudiado por él en la región noroeste incluye materias como podcast, redes sociales o alguna otra afín a las nuevas tendencias de consumo de las audiencias.
Revisando el plan de estudios de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, la única institución educativa especializada en la materia en la capital del país y de la que han surgido importantes periodistas, encontré que las asignaturas aún se dividen en los formatos tradicionales (radio, prensa escrita, televisión) y no hay nada sobre análisis de audiencias en redes sociales o plataformas digitales, menos en estrategias de impacto en la conversación digital de los temas que publican los medios.
Es decir: el periodismo de investigación, para que sea relevante y llegue a las audiencias, debe ir acompañado por estrategias de difusión que incluyan todos los canales: televisión, video, texto en digital, animaciones, ilustraciones, podcasts… Hace mucho que en la vida real el periodismo no se divide por canal de distribución, sino por si es relevante o no la historia que se cuenta y cómo se cuenta, con qué medios se hace alianza para su difusión, qué hashtags se preparan y con qué estrategia de horario, lenguaje y campaña en social media, entre otros factores que abonan a que realmente se consuma una noticia o reportaje.
Mientras las universidades tarden tanto en actualizar sus planes de estudio y exista una ausencia de bibliografía –algunos maestros con los que platiqué me refirieron que aún se basan en el icónico libro Manual de periodismo de Carlos Marín y Vicente Leñero, editado en 1986– difícilmente se avanzará en este polo de la academia.
Aparte del Premio Nacional de Periodismo que, por fortuna, es dictaminado por una red de universidades de México que analizan y votan por lo mejor publicado en un año, no existen colegios u organizaciones que realmente estén unidos y hayan salido a levantar la voz para que el buen periodismo, y especialmente el periodismo de investigación, sea apoyado, fondeado e inculcado con herramientas actualizadas.
No veo que las universidades estén preocupadas por el ambiente hostil de violencia, acoso, denostación presidencial y crisis económica que enfrenta el periodismo. Nadie en México está hablando de ello. Y, nos duela, nos guste o no, la realidad está subcontada. Si desde estos cuatro polos no se hace algo, en unión y alianza, seguiremos remando sobre aguas desconocidas que otros nos quieren ocultar para su beneficio propio y contra el bienestar colectivo. Y esa sí será una tragedia mayor para la vida pública. ~
es periodista de investigación. Es coautora del
libro Narco CDMX. El monstruo que nadie quiere ver (Grijalbo, 2019),
al lado de Antonio Nieto y David Fuentes, y directora editorial de
Emeequis y Opinión 51