Foto: Cammenina42, CC BY-SA 3.0 , via Wikimedia Commons

Las letras son para los letrados

En el cine se gastan muchos millones de dólares para que todo sea como “en la realidad”. El cinéfilo se ríe si al platillo volador se le ven los hilos, cuando en el teatro es lo más común y aceptado.
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Alguien me preguntó hace unos días que qué opinaba sobre el hecho de que una actriz negra interpretara a Ana Bolena en no sé qué película. Quienes me conocen sabrán lo que respondí: que el cine me importa un bledo.

Luego leí una columna de Javier Marías en la que habla de los criterios bolcheviques de Hollywood e informa que solo podrán optar a mejor película aquellas en las que “al menos un protagonista no sea blanco; al menos un 30% de personajes secundarios sean mujeres, minorías, LGTBIQ o discapacitados; o el tema principal trate sobre uno de estos grupos infrarrepresentados en pantalla”.

Los nuevos criterios hollywoodenses han incomodado a mucha gente porque el cine ha adiestrado a sus espectadores para no imaginar. Mucho maquillaje, muchos efectos especiales, muchos millones de dólares para que todo sea como “en la realidad”. El cinéfilo se ríe si al platillo volador se le ven los hilos, cuando en el teatro es lo más común y aceptado.

Yo aconsejaría a los cinedependientes que vieran y escucharan un poco de ópera. Ningún melómano se inquieta porque Lawrence Brownlee haga el papel del conde de Almaviva o de príncipe enamorado de la Cenicienta.

Leontyne Price cantó en los principales escenarios del mundo tomando roles de monja francesa, dama española y adolescente japonesa, entre muchos otros, sin que nadie se fijara en su piel sino en su voz y actuación.

Danielle de Niese, con padres de Sri Lanka, hace una admirable y sensual Poppea nacida en Pompeya. ¿Y quién se pone a pensar en orígenes nacionales cuando ella canta: Signor, deh non partire, sostien che queste braccia ti circondino il collo, come le tue bellezze circondano il cor mio?

Son bienvenidos los roles de hombres que hacen mujeres y viceversa. En más de dos siglos a nadie le ha incomodado que el papel de Cherubino lo cante una mujer. Y desde que no hay castrati, puede ser una mujer quien haga de Julio César o de Nerón.

¿Monserrat Caballé daba el tipo para representar a Isabel de Valois? Esa pregunta ni siquiera se hace.

¿Con edad avanzada, sin ser especialmente guapos, pueden los tenores hacerla de galanes? Por supuesto que sí, aun si están panzones.

Pero eso ocurre porque la ópera camina por la vereda del arte, no del espectáculo comercial que busca engatusar a la masa, y lo que desde siempre hizo la ópera de manera natural, ahora quiere hacerlo el cine por razones de taquilla.

Hay quienes hacen burla de Violetta, porque tuberculosa y moribunda canta con sumo vigor “Cessarono gli spasmi del dolore. In me rinasce… m’agita insolito vigore! Ah! io ritorno a vivere”, para luego clamar “Oh gioia!” y morir. Esa gente entiende poco. Que vaya al cine.

Y no puedo imaginar escena más incompatible con la razón o el realismo y, sin embargo, perfecta en la ópera, que cuando Rosina, Fígaro y Almaviva deben huir rápidamente y en silencio por la escalera del balcón. Pero no huyen, ni mucho menos guardan silencio, porque han de cantar. “Zitti, zitti, piano, piano, non facciamo confusione, per la scala del balcone, presto andiamo via di qua”.

Javier Marías termina su artículo preguntando qué ocurriría si le obligaran a incluir en sus novelas un “30% de intersexuales, o de negros, magrebíes, anoréxicos o gordos”.

De tal despropósito estamos a salvo los escritores, pues, a diferencia del cine, y por obvio que suene, la literatura es sólo para gente letrada.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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