Las multitudes

Una acaba el colegio con la esperanza de no tener que volver a sentir eso y que nadie dé por hecho que pertenece a nada y resulta que don Gregario te espera sonriente a la vuelta de cualquier esquina.
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Una noticia captó mi interés: la expulsión de un grupo de niños de 10 años del tren en el que viajaban, a cargo de dos profesores, desde Barcelona hasta León. Por lo visto los niños, que iban de excursión una semana, se estaban portando fatal, y después de que los otros viajeros se quejasen y de que los revisores los reconvinieran varias veces fueron obligados a bajarse del tren en Palencia, donde los esperaban algunos policías nacionales, personal de seguridad de Renfe y hasta el subdelegado del Gobierno, supongo que todos sorprendidos de verse formar parte de tan curioso comité de bienvenida. 

Por supuesto, los hechos desencadenaron una reacción en twitter —también contada en la noticia hasta el punto de ocupar la mitad del texto, a su vez enlazado desde multitud de cuentas, como corresponde a esta pescadilla de mundo en que vivimos—, donde los padres se quejaron de que a unos niños los dejaran “abandonados en Palencia”, complemento chistoso, aunque Renfe ofreció ponerles un autobús que los sacase de allí y los trasladase hasta León libres de cometer sus fechorías en el circuito cerrado de un vehículo solo para ellos, a lo largo de cien kilómetros largos. Una madre se preguntaba “¿Qué delito cometieron aparte de…?”, demostrando la pervivencia del teatro barroco en nuestra vida cotidiana y lo imperecedero y universal del genio de Calderón. Qué tiene usted que decir contra Palencia, podría haber reaccionado el subdelegado para azuzar la escalada de acusaciones.

Supongo que los sobreexcitados niños y los nunca bien pagados profesores conseguirían llegar hasta León y continuar allí sus aventuras, no sé con qué ánimo. Pocos días antes se había publicado otra noticia similar, con la diferencia de que los protagonistas eran mayores de edad y por tanto tenían otras responsabilidades civiles. En este caso, un grupo de treintañeros se dirigía en un tren de Madrid a Málaga para celebrar una despedida de soltero. Aunque uno de ellos explica a un periodista que solo estaban disfrazados de romanos y algunas mujeres habían llevado un hula hoop, la oposición activa de los viajeros que no iban a ninguna despedida de soltero —provisionalmente los bárbaros—a las expansiones festivas del grupo de enfrente generó una bronca en el tren con la consecuencia de que los romanos fueron conminados a apearse en la estación de Córdoba, Palencia meridional, lo que provocó a su vez un retraso de 23 minutos con respecto a la hora prevista de llegada del tren a su destino final y la deuda por parte de Renfe de la rítmica cifra de 7.676 euros a los demás viajeros, a los que debía compensar. 

Me llama la atención la cifra y parece pedirme que la combine de alguna manera. Si se divide 7.676 entre 23 da como resultado 333,7, aire de tercio, que si se multiplica por tres da 1.001, un bonito capicúa. 

Los adultos expulsados del tren han sido ahora condenados a pagar esa cantidad, mientras que a los niños se les proporcionó otra manera de continuar el viaje, lo cual es natural porque los niños no manejan dinero que les permita improvisar cuando se enfrentan a un imprevisto, y además quizá también porque los trenes que no son de alta velocidad, como los que circulan por esa parte de España, no resarcen a los viajeros en el caso de que lleguen tarde, pero los dos casos tienen similitudes evidentes. Una de ellas es la concurrencia del gregarismo, ese tenebroso acechador de los grupos humanos despistados. No tengo mucha experiencia en despedidas de soltero, pero cualquiera sabe lo que es verse de pronto en mitad de un grupo que se descontrola y que desdibuja las individualidades, y al leer sobre los niños recordé la desagradable sensación, una especie de agorafobia moral, que aflora ya en la infancia cada vez que, estando en grupo, algo se despierta e impulsa a unos supuestos iguales tuyos que se ponen a actuar en masa, deciden por ti, adoptan unas actitudes que a saber dónde han aprendido que se les suponen al grupo al que pertenecen, renuncian a su individualidad, imponen a todos un comportamiento y una situación abochornantes y dirigen y emborronan el sentimiento. Una acaba el colegio con la esperanza de no tener que volver a sentir eso y que nadie dé por hecho que pertenece a nada y resulta que don Gregario te espera sonriente a la vuelta de cualquier esquina. Parece estar detrás del caso también reciente de los universitarios del colegio mayor que se pusieron de acuerdo para gritar todos a la vez las consignas que habían preparado. Me suena que fue Leopardi quien escribió que al amante de la humanidad había que buscarlo entre los solitarios. Desde luego no lo encontré entre las asombrosas masas que circulaban por las calles del centro de Madrid un reciente domingo, anteayer en concreto. Con una sensación de amenaza constante, tratando de esquivar a toda aquella gente que me parecía no saber a dónde iba, y tratando a mi vez de recordar a dónde iba yo, me pregunté cómo no me había dado cuenta hasta entonces de que estos barrios se han convertido en intransitables, aunque por la noche, mientras cenaba con unos amigos porque a pesar de vivir todos hacinados nos queda aún el gusto por reunirnos y la curiosidad por nuestros semejantes, resultó que todos se habían fijado en eso, en lo abigarradas que estaban las calles estos días, y también pensamos en los pobrecillos chicos que han muerto aplastados en una avalancha en Seúl, y en aquello que es masivo por fuera, y que se ve en las ciudades cada vez más raras y destinadas a recibir a multitudes, y en lo que es masivo por dentro y nos lleva a vivir como dormidos, y en el papel que va a tener todo eso en un mundo que no sabemos si ha comenzado. 

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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