Foto: Chabe01 [CC BY-SA 4.0 (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0)]

Lenguaje inclusivo: invitación al debate

Ridiculizar el lenguaje incluyente no es difícil, basta un poco de ingenio y conservadurismo. Lo interesante es hablar de qué hay detrás de las ideas que tenemos sobre el lenguaje y sobre la manera que éste tiene de adaptarse a los cambios sociales.
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El instructor de la clase de yoga a la que a veces voy se dirige a los participantes de la sesión en femenino, aunque entre nosotras siempre hay unos cuantos hombres: “Todas de pie, por favor”, “Para lo siguiente, busquen una compañera”. Un buen día –tenía que pasar– un señor lo cuestionó al respecto. Él hizo un breve cálculo y lo contestó: “En ese salón hay quince mujeres y tres hombres, así que tiene mucho más sentido hacerlo así”. Y siguió su clase.

Claro que hay muchas razones para oponerse a medidas como ésta. Para empezar, que atenta contra la economía del lenguaje y la simplicidad que tan útil resulta en documentos oficiales (leyes, oficios, etc). Además, en términos prácticos, hay grupos en los que sería imposible contar la cantidad de mujeres y hombres como para decidir qué género aplicar. A estos asuntos le dedica Ricardo Ancira su columna “Les nueve regles. Gramática militante”, publicada en la revista Este País, en la que cuestiona la pertinencia del lenguaje inclusivo bajo una serie de argumentos que me parecieron interesantes y disparadores de diálogo.

Ancira empieza el texto con una frase, “le transformacién que sufriría le españole si le poblacién adoptara le lenguaje incluyente, tante en le hable cotidiane comx en le diccionarie de le Real Academie de le Lengüe”, que funciona bien como ejemplo del efecto que tendría sobre el castellano la aplicación de la –e como terminación neutra. De entrada, el resultado es un poco difícil de leer, pero nada demasiado distinto a lo que me imagino que debe haber pasado con otras transformaciones que ha sufrido nuestra lengua, incluyendo las derivadas de la introducción de ciertas plataformas tecnológicas y la economía del lenguaje que de esto deriva (para la filóloga y lingüista Concepción Company Company, miembro de El Colegio Nacional, estos cambios se pueden comparar con el uso que hacían los escribanos en el siglo XVI de abreviaturas inventadas, para tomar notas con mayor velocidad).

No es mi intención abogar por la transformación del castellano en este sentido, sino señalar simplemente que ridiculizar el lenguaje incluyente no es difícil, basta un poco de ingenio y conservadurismo. Lo interesante es hablar de qué hay detrás de las ideas que tenemos sobre el lenguaje y sobre la manera que éste tiene de adaptarse a los cambios sociales, como la cosa viva que es. El purismo gramatical que Ancira pregona deja de lado que el lenguaje inclusivo va mucho más allá de tapizar un texto con @ y x hasta volverlo ilegible: se trata más bien de abrir el lenguaje para que en él quepamos todos, eliminando expresiones sexistas que, más allá de la gramática, perpetúan patrones de comportamiento, refuerzan la desigualdad y, a la larga, contribuyen a justificar la violencia contra las mujeres, que es un ataque frontal a la vida. Reducir estos esfuerzos al ridículo cancela debates esenciales.

Si bien el lenguaje es nuestra principal herramienta de comunicación, para muchos también ha sido fuente de violencia simbólica, perpetuada por estereotipos de género.  Bajo la premisa de que “lo que no se nombra no existe”, propuesta por George Steiner, invisibilizar a las mujeres y a minorías de todo tipo desde el lenguaje equivale a un acto discriminatorio. Ante esto, la controversial corrección política ha hecho un llamado a tomar ciertas medidas como usar nombres abstractos (“la coordinación” en vez de “los coordinadores” o “la niñez” en vez de “los niños”, por ejemplo”), sustantivos colectivos (“la humanidad” en lugar de “los hombres”),  incluir ambos artículos (“los y las mexicanas”, que Ancira califica de barroquismo) y, cuando la oración lo permita, omitir el sujeto (“Quienes no presenten la tarea” en vez de “Los estudiante que no presente la tarea…”). Medidas sutiles como éstas no representan amenaza alguna para la identidad de nuestra lengua. Al contrario: garantizan su capacidad de adaptarse a las transformaciones que –por fortuna– vivimos. El lenguaje no es responsable, por supuesto, de la forma cómo se han organizado históricamente las sociedades. Es más bien resultado de estas dinámicas y buen campo de observación para detectar –y provocar– cambios en ellas.

Hace poco, en una conversación sobre poesía y traducción, hablando sobre los retos que representa el lenguaje inclusivo y las nuevas (¿?) identidades sexuales, la poeta puertorriqueña Raquel Salas Rivera dijo algo que suscribo completamente: si el papel del poeta es innovar, abrir el lenguaje, es un poco absurdo que la supuesta complejidad del lenguaje inclusivo lo paralice o lo rebase. Y no sólo al poeta: al hablante promedio que navega entre arrobas y amigues, las insistentes advertencias de los puristas de la lengua pueden hacer que transformaciones completamente necesarias se sientan como un peligro.  ¿Y si pensamos en soluciones más imaginativas, que nos permitan visibilizar sin abotargar el lenguaje y entorpecer la comunicación? A fin de cuentas, las posibilidades son infinitas: por suerte, las palabras son pura flexibilidad.

Si bien el lenguaje inclusivo no garantiza automáticamente la equidad de derechos para hombres y mujeres (si no van acompañadas con esfuerzos reales por lograr la equidad, estas fórmulas sólo sirven para darles una condescendiente palmadita en la espalda a las mujeres), éste no debería ser visto como una restricción ni una amenaza. Al contrario: la consideración hacia las experiencias del otro a través de intervenciones en el lenguaje es un asunto político en tanto nos permite conectar con un mayor número de gente ­(mujeres, pero también homosexuales, personas intersex, transgénero y un largo etcétera). Esa posibilidad de visibilización sólo puede ser buena.

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(Ciudad de México, 1984). Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for Social Research, en Nueva York. Es cofundadora de Ediciones Antílope y autora de los libros Las noches son así (Broken English, 2018), Alberca vacía (Argonáutica, 2019) y Una ballena es un país (Almadía, 2019).


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