Bob Dylan me ha dado muchas horas de felicidad y el Premio Nobel me alegra irracionalmente, como cuando a un atleta que te gusta le dan el premio al mejor vestido. Las canciones de Dylan han revolucionado la música pop. Introdujo sofisticación, humor y libertad: gracias a él, se hizo más adulta. Es un icono. Ha influido y fascinado a músicos, cineastas, escritores y adolescentes de varias generaciones.
Yo fui uno de ellos. Uno de los primeros libros que compré fue una edición bilingüe de letras de sus canciones, en la librería Antígona de Zaragoza. A los quince años escribía cuentos y poemas que intentaban copiar la atmósfera alucinada de Highway 61 Revisited y recuerdo lo que me alegró que al protagonista de El buda de los suburbios le gustara la misma canción que a mí. Leía biografías y traduje algunas de las canciones que no estaban en ese libro.
Me gustaba que hubiera sabido escapar a las presiones de sus seguidores. Su leyenda es la leyenda de una serie de huidas: del paso del folk comprometido al folk-rock, del trayecto entre las letras ácidas y alucinadas a la sencillez del country, de la irreverencia a la religiosidad, de las versiones que a veces cambian por completo una canción. Pese a la asociación inicial con la canción comprometida y un puñado de inolvidables canciones de amor, el desdén (a veces cruel) es el tema de algunas de sus mejores composiciones. Ahora da una sensación de libertad y casi atemporalidad.
Aunque ha publicado una buena autobiografía, su música ha evolucionado más que sus palabras. Tiene algunas grandes letras (y otras vulgares): Andrea Martínez Baracs ha analizado con brillantez algunas de las mejores. Sus textos funcionan mejor con su música y su interpretación. En Annie Hall, el personaje de Woody Allen escucha, sin compartir la fascinación de la recitadora, unos versos de “Just Like a Woman” que resultan banales sin la música. Esto no es un demérito sino un indicio obvio de su pericia: Dylan hace canciones. Woody Allen ha dado muestras de un gran talento literario, y Dylan también, pero los dos han privilegiado otras formas de expresión, donde su labor ha sido reconocida.
Hay autores peores que Bob Dylan que han obtenido el Premio Nobel. Y, como todo el mundo sabe, hay grandes autores que no lo recibieron. Pocos han tenido un impacto cultural equivalente al de Dylan. Es posible que la música popular tenga mejores escritores, pero ninguno posee su magnetismo.
El galardón tiene aspectos discutibles y despierta la sospecha de que la búsqueda de notoriedad está por encima de la excelencia. Premiar a un famoso es eficaz: desde el punto de vista publicitario, ha sido un éxito para los organizadores del premio. No sé si para la literatura, como ha escrito Alberto Olmos.
Decir, como se ha dicho, que la cultura popular necesita legitimación o presencia equivale a haber estado despistado unas cuantas décadas. Prácticamente ya no hay otra cosa. A lo que queda de “alta cultura” -un término impreciso pero peyorativo- se le pide constantemente que muestre menos arrogancia, que sea un poco menos ella misma. En el mundo editorial se habla de “novelas literarias”: no es una tautología, sino, como ha escrito Gonzalo Torné, una especie de estigma. Una película donde unos adolescentes provocan una matanza alerta de un problema social; que un adolescente lea un libro en una película es una pedantería inverosímil, incluso para críticos que posiblemente dedicaron más tiempo de su adolescencia a leer libros que a organizar matanzas.
El Premio Nobel a Bob Dylan no descubre a un autor, no va a hacer que se lean más libros y tampoco reconoce la labor a menudo ignorada de un escritor. Sin embargo, puede anunciar algo bueno: quizá a partir de ahora los escritores puedan aspirar al Grammy. O, quién sabe, incluso a Eurovisión.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).