Un amigo para la orgía del fin del mundo

Como bien lo ha dicho Carlos Velázquez, la literatura de Bruciaga prospera fuera de las instituciones y antologías, las becas y las listas que visibilizan la aparente literatura mexicana oficial.
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Wenceslao Bruciaga, como Philip K Dick, uno de sus autores formativos, –además de Ballard, Welsh y Camus– se siente un paria. Se sabe un paria y se defiende en sus textos, de ficción y no ficción, como un paria contra la (hetero y homo)normatividad. Él es una loca que gusta de las chick flicks y Diana Ross, un macho de mosh pit. Es un melómano sentimental y un escritor con poca vergüenza para narrar lo que más le interesa: el sexo, la homofobia, la música. Un solitario que lo mismo encuentra ideología en Public Image Limited que en Juan Gabriel. Tiene un tatuaje de Wittgenstein y otro de Sonic Youth, llora en público y ni bajo el efecto de todos los poppers de todas las orgías de la Ciudad de México, marcharía por el matrimonio igualitario, porque está en contra de “limosnear aceptación”. Lo suyo es dignificar la diferencia y su lucha, más que por la tolerancia, es por las preguntas que nos salvan de disciplinar el pensamiento.

Como bien lo ha dicho Carlos Velázquez, la literatura de Bruciaga prospera fuera de las instituciones y antologías, las becas y las listas que visibilizan la aparente literatura mexicana oficial. Un amigo para la orgía del fin del mundo, editado por una disquera independiente, Discos Cuchillo, y no por una editorial, recopila un montón de los textos de El nuevo orden, la columna semanales de Bruciaga en el periódico Milenio hace ya diez años. Y contando.

No es el tipo de columnista que defiende cada semana una causa distinta, a régimen con la polémica del momento; ni publica opiniones caprichosamente provocadoras para acarrear atención. Y no es que Bruciaga tenga o no la razón, más bien no se rinde a la complejidad de los problemas que una mayoría cegatona simplifica. Es una persona que se retuerce un poco en el asiento y te devuelve una respuesta de esas que a su manera funcionan como otra pregunta.

Aunque no creo que Wenceslao llame a la policía un día de estos para confesar que es un androide, como sí lo hizo Dick, el escepticismo sobre sí mismo, sobre los demás y nuestra sociedad, persiste y asusta. Un amigo para la orgía del fin del mundo convoca a un lector dispuesto al desequilibrio, a la sospecha sistemática de las intenciones propias, pues recupera la distancia entre lo que creemos que somos y lo que queremos ser. Y el que cree que está a salvo de sí mismo, se equivoca.

 

 

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