Mineros, tomates de playa y un pueblo que quita las ganas de vivir

La historia de un pueblo de tomateros y mineros y de una playa abandonada donde acampó mi padre.
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Un verano, recién divorciado de su primera mujer, mi padre viajó con sus cuatro hijos de entonces en una furgoneta. No sé cómo cupieron en ella, ni cuál fue su ruta, pero sé que acamparon en la playa de Parazuelos. Está entre Mazarrón y Águilas, en la provincia de Murcia. La carretera, por entonces, hace más de 30 años, no estaba asfaltada. En las casas de la zona no había agua corriente ni luz. Mi padre conserva una foto de la playa salvaje llena de cactus y chumberas: se ve la furgoneta color burdeos, una tienda de campaña y unas casas blancas junto a un camino polvoriento que transcurre en paralelo al mar. Una era una tienda de ultramarinos, otras dos eran viviendas, otra un horno de pan. Eran de los Cevera, una familia de tomateros. En la terraza de su casa en Cañada de Gallego, un horrible pueblo a cinco kilómetros de la playa que vive de exportar tomate, hay un toldo en el que pone en letras grandes “Paco Cevera”, como si fuera una tienda. Son la pequeña burguesía de un pueblo que quita las ganas de vivir.

Mi padre volvió varias veces a Parazuelos. Al principio quería comprar solo una casa, pero acabó comprando la finca entera: la tienda se convirtió en una vivienda, el horno en un trastero. Una de las casas la reformó, aunque aún conserva la chimenea en la cocina, y la otra se quedó abandonada varios años (antes de reformarla y convertirse en nuestra casa familiar en 2004 era “la casa del gitano”; la cochinera pasó a ser mi habitación). Las primeras veces que vino, ya con mi madre, todavía no había luz, pero no tardó en llegar. La gente de la zona dice que el cable del teléfono lo trajo Felipe González, que pasó un verano en la Casa Colorada, una mansión a unos quinientos metros de la finca y a la orilla del mar.

La playa sigue abandonada. Siempre lo ha estado, aunque ahora atrae a muchos domingueros. Hace unos años, en la orilla había raíles de hierro de una antigua línea de ferrocarril que llegaba hasta el mar y entraba incluso en el agua. Se inauguró en 1888 y conectaba las minas de Morata, a unos 10 kilómetros, con Parazuelos. Transportaba alumbre y hierro, que a veces se almacenaban en depósitos que todavía se conservan. Toda la infraestructura (puentes, hornos, raíles), abandonada en 1930, está ahora perfectamente integrada en la naturaleza. Es un escenario ideal para jugar de niño, aunque también peligroso. Tras leer El Señor de los Anillos, imaginaba que las minas eran Moria y Minas Tirith. Una higuera y dos árboles sin hojas eran el Bosque Viejo. En una de las cuevas en el monte, hay un agujero profundísimo que llega hasta el mar. Está tapado con una piedra grande y rodeado de muchas pequeñas. A veces lo abría, para escuchar el oleaje que subía. Una vez lo dejé abierto y, al volver otro día, lo encontré de nuevo cerrado.

Con 12 años hice un trabajo sobre las minas de la zona. Los cronistas del XIX que describían la región hablaban de que el alumbre de estas minas calentaba a toda España. Para el trabajo usé un libro aburridísimo sobre minería en Murcia que no es más que un largo compendio notarial de los cambios accionariales de las empresas mineras y el tipo de carbón, azufre y hierro que extraían. El libro reproduce escrituras de constitución de las empresas del XIX. Una, de 1840, comienza así: “El bien del país, y no el anhelo de enriquecerse, ha excitado a todos los que suscriben para procurar el establecimiento de una sociedad que arrancando a la tierra los copiosos tesoros que abriga, facilite su circulación para común provecho.” Pero en ellas trabajaban niños y los adultos lo hacían en alpargatas y vestidos únicamente con una especie de bermudas.

Las minas llevan décadas cerradas. Ahora gobierna el tomate. En Cañada de Gallego hay varias empresas que exportan a toda Europa. Una vez vimos un camión de Méndez, una de las empresas del pueblo, en una carretera de Polonia. A la entrada de Cañada de Gallego hay varias vallas publicitarias de productos de agricultura y tomate. No parece que anuncien lo que anuncian. “Sólo para ganadores. Kardia-Arnold-Dohkko. ¿Cuál es tu portainjertos? Portainjertos de Syngenta y tú, la combinación ganadora”. Otro parece una proposición indecente: “¿Quieres calibre? Jacaranda”, y una imagen de un tomate rojo enorme. Otro: “Patriarca. Soy el verde. Patriarca, el verde líder”. En otro una mano sale de la tierra con un injerto de tomate en la mano: “La revolución nematicida”. Parece un cultivo muy tecnificado, pero sigue necesitando tomateros. Muchos de mis compañeros del instituto de Mazarrón trabajan en el tomate. Es un trabajo muy duro, pero cobran muy bien (al menos para el nivel de vida del pueblo).

El camino de Cañada de Gallego a Parazuelos es feo y desolador. La carretera está llena de baches, a los lados solo hay invernaderos. Una vez presencié un accidente de coche y de los lados de la carretera aparecieron varias personas para ayudar. Cuando enderezaron el coche, que se había salido de la carretera, volvieron de donde habían venido. Entre los invernaderos hay casas donde viven temporeros. Casi todos son inmigrantes ilegales. Muchos se quedaron en paro tras el cierre de una de las mayores empresas de tomate de la zona. Cañada de Gallego tiene ahora dos carnicerías halal y una pequeña mezquita oculta en un edificio todavía en obras. Se llena mucho más que la iglesia católica, que recibe solo a tres o cuatro fieles. En la zona no hay apenas cobertura, y a veces se pilla radio en árabe. Hace años vimos el mundial de fútbol en el canal Al-Arabiya. El otro día, el localizador GPS de mi móvil indicaba que estaba en Mers el-Kebir, en español Mazalquivir, en Argelia.

La zona ha ido cambiando, y una parte de mí desea que se quede como está. Otra piensa que quizá es un poco injusto y algo condescendiente y una actitud parecida a la de los occidentales que desean preservar Cuba en su pobreza exótica para que puedan visitarla. Hacen falta mejores carreteras, mejor y más empleo y al menos una línea de autobús a Mazarrón. Quizá para cuando vuelva Felipe González.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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