Miserias de la mente literal

La ventaja de las humanidades es que, como no afectan mucho a nadie, te puedes ganar la vida con ellas aunque no cumplas los requisitos mínimos: alguien con problemas de comprensión lectora puede hacerse pasar por crítico literario.
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En una ocasión, George Orwell le dijo a Arthur Koestler: “Cuando estoy en la bañera por la mañana, que es el mejor momento del día, imagino torturas para mis enemigos”. Koestler le contestó: “Es gracioso, yo imagino torturas para mí”.

Recordé el intercambio hace unos días, al leer el artículo de Richard Morgan que publicó el Washington Post sobre Woody Allen: debe de ser una forma peculiar de tortura pasar años estudiando los archivos de uno de los grandes cómicos del siglo XX cuando eres una persona desprovista de sentido del humor. Y, como decía Martin Amis, al decir que alguien carece de humor lo que se impugna, antes que nada, es su seriedad.

De Woody Allen se pueden aprender muchas cosas. En sus mejores tiempos, fue el Chéjov del cine. Muy pocos directores han hecho tantas películas buenas como él, y muy pocos han dado tantas horas de felicidad a sus espectadores. Todavía hoy, con Wonder Wheel, sabe explicar de manera sencilla, sabia y conmovedora un tejido complicado de sentimientos y frustraciones. Se puede aprender lo inesperado: que Vicky, Cristina, Barcelona sea tan mala es, dice David Trueba, la demostración de que hacer cine español es muy difícil.

Richard Morgan, que decía haber dedicado años a leer los archivos del director de Maridos y mujeres, pretendía demostrar que Allen es un misógino y un tipo detestable, a quien le gusta poblar sus ficciones de mujeres guapas y jóvenes. Lo que es más grave: parece que siempre ha sido así. “Sus 56 cajas de archivos están llenas de meditaciones misóginas y lujuriosas”, decía el subtítulo. Al parecer, todas las películas de Woody Allen -de Toma el dinero y corre a Delitos y faltas, pasando por Septiembre, Annie Hall y Zelig– tratan de lo mismo: “una mujer es objetificada por un hombre”, y con esa pobre idea ha ido recorriendo mundo. El texto está lleno de mala fe. Por ejemplo, cuando dice que las cajas del autor están en Princeton pone entre paréntesis que Allen no asistió a ella… pero quienes conocemos a Allen ya lo sabemos. Fue a la universidad de New York, pero lo echaron por copiar en el examen de metafísica: miró el alma del chico que se sentaba a su lado.

Entre las acusaciones Morgan empleaba frases de sus cuentos. Por ejemplo,

“De todos los hombres famosos que he vivido, el que más me habría gustado ser es Sócrates. No solo porque fuera un gran pensador, porque yo he tenido ideas razonablemente profundas, aunque las mías giran invariablemente en torno a dos camareras de cóctel de dieciocho años y unas esposas” (En la versión publicada, el objeto del deseo se ha convertido en una azafata cuya edad se omite.) En otro borrador, titulado “Mi discurso a los graduados”, se queja de que “la ciencia nos ha fallado. Cierto, ha conquistado muchas enfermedades, descubierto el código genético e incluso llevado a humanos a la luna. Y sin embargo cuando un hombre de ochenta años se queda en una habitación con dos camareras de cóctel de dieciocho años, no pasa nada”. Un borrador de “El cuento del lunático” contiene una larga sección sobre un hombre que engaña a su mujer con una “modelo de fotógrafo” antes de concluir que “la cuestión es que mis necesidades requerían lo mejor de dos mujeres”.

Esos chistes indicaban, sostenía el autor, una inclinación. El artículo quiere denunciar a Humbert Humbert pero acaba siendo una versión desmañada de Pálido fuego, con un comentarista enloquecido que proyecta sus obsesiones en el texto.

La ventaja de las humanidades es que, como no afectan mucho a nadie, te puedes ganar la vida con ellas aunque no cumplas los requisitos mínimos: alguien con problemas de comprensión lectora puede hacerse pasar por crítico literario. Otra evidencia condenatoria que cita Morgan es una entrevista paródica. E incluso este demoledor retrato: Cuando Coretta Scott King le ofreció ser director honorario de la Fundación Martin Luther King, jr., Allen dijo a su asistente: “Solo si vuelven a pedirlo”. Para el periodista, esto demuestra que el cineasta “parece creer que la función de las mujeres en su vida es suplicar formar parte de ella”.

Otra prueba exhibida es un guion no rodado que escribió con Marshall Brickman. En él, un hombre de mediana edad propone tomar un martini a una chica de 17 años de la que se enamora a primera vista (que en el cine de Allen haya amor a primera vista es otra de las acusaciones contra él). Escribe Morgan: “Aunque la edad a la que se permitía beber pasó de los 18 a los 21 años, en cualquier momento de la vida de Allen habría sido ilegal que un adulto invitara una chica de 17 años a tomar un martini”. Uno se siente tentado a pensar que Morgan es una invención de Allen, y que el texto es una parodia como las incluidas en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura.

Hay otro problema en esa forma de leer: la mentalidad literal. Hace unos días se publicaba un artículo en El País donde Antonio Lorca alertaba de que Ferdinand, una película de dibujos animados, no era realista. Había en ella, explicaba, una mentira. Los toros son animales, no personas: en la era de la posverdad la prensa ha decidido tomarse muy en serio el factchecking, parece.

Y, sin embargo, hay algo curioso en su observación contra el “malévolo buenismo imperante”. La literatura está llena de animales personificados. Pero siempre me ha llamado la atención que la literatura realista del XIX les diera un trato especial: pienso en Galdós y el Canelo de Miau o en “Kashanka” de Chéjov. Una de las características de esa literatura es que humanizaba a los humanos: acercaba la vida y las emociones de otras personas muy distintas. De Lynn Hunt a Richard Rorty, muchos autores han reivindicado la capacidad que tiene la ficción para que imaginemos la experiencia de los otros. No es casualidad que esa literatura prestara atención a los animales: formaba parte de la misma expansión. Es la aventura de la extensión de la compasión. No tiene que ver con una antropomorfización ingenua de los animales, pero sí con la repugnancia que nos produce la idea de hacer sufrir a un ser que siente.

Las acusaciones de Morgan servirían para condenar casi cualquier historia de amor -protagonizadas muchas veces por gente bella que se enamora a primera vista- y, como en su opinión la ficción sirve para condenar al autor, también justificarían perseguir a quienes las inventaron. Pero la denuncia de Lorca también podría tener bastantes consecuencias. Si fuera coherente, debería ir de Esopo en adelante. Por supuesto, no es coherente: lo que molestaba al autor era la humanización del toro, porque creía que eso iba contra la tauromaquia, que le gusta. Podemos imaginar a un exterminador de roedores, criticando el trato simpático que Ratatouille depara a las ratas. La mentalidad literal se activa cuando llegamos a temas que para uno son sagrados, en torno a los que no se debe bromear.

Luís Buñuel decía que la imaginación no delinque. Milan Kundera escribe sobre una de las palabras que inventó François Rabelais, uno de los founding fathers de la novela: agelasta: el que no ríe, el que no tiene sentido del humor: “No hay posibilidad de paz entre el novelista y el agelasta. […] Los agelastas están convencidos de que la verdad es clara, de que todos los seres humanos deben pensar lo mismo y de que ellos son exactamente lo que creen ser. Pero es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y el consentimiento unánime de los demás cuando el hombre se convierte en individuo. La novela es el paraíso imaginario de los individuos. Es el territorio en el que nadie es poseedor de la verdad, ni Ana ni Karenin, pero en el que todos tienen derecho a ser comprendidos, tanto Ana como Karenin”.

Morgan es un agelasta de manual. Lorca muestra cómo se activa una pulsión agelasta. Posiblemente se active en todos, cuando pensamos que se toman a broma lo que más nos importa, para bien o para mal. Y sin duda también se activaría en mí, pero no diré en qué: a fin de cuentas, no voy a dejar que me espíes el alma. Y, como Albert Camus, creo que de las cosas que se aman lo mejor siempre es hablar a la ligera.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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