Unas muertes son más difíciles de creer que otras. Algunas pasan y otras se quedan. Esto tarda en saberse, pero en el caso de Jorge M. Reverte no hace falta esperar. Ayer a media tarde a muchos se nos paró el tiempo cuando nos enteramos de su fallecimiento. Aunque era algo contemplado, ninguno queríamos creerlo. Seguimos sin poder hacerlo.
Se paró el tiempo y me quedé mirando fijamente el teclado del ordenador. Yo a Jorge, no sé por qué, siempre lo imaginaré delante de una máquina de escribir. Empezaron a venir los recuerdos, muchos de antes del ictus que, creo, la peor secuela que le dejó fue no poder discutir con el genio y la vehemencia con que solía hacerlo; ni cantar. Porque cantaba, le gustaba mucho cantar, con esa voz grave, un poco rota.
Después del ictus, su mujer, Mercedes Fonseca, y su hijo, Mario Martínez Zauner, se convirtieron en su voz y sus manos. Los libros los firmaba poniendo un sello. Desde entonces, Jorge publicó seis. Dos (De Madrid al Ebro y La matanza de Atocha, coescritos con Mario y su hermana Isabel respectivamente) se enmarcan en su larga trayectoria como narrador de historias y de la Historia, especialmente de la guerra civil española. Su labor en este sentido ha sido reconocida por Antony Beevor. Atento al detalle, a lo pequeño que en realidad es grande, quería contar la verdad sin importar el precio –desde algunos sectores, otros dirían bandos, recibió críticas por su excesiva “sinceridad”–. Combinaba el trabajo de archivo con el de reportero para escribir ensayos en los que armonizaba el rigor histórico con las voces más anónimas.
Otros dos de esos libros post-ictus son novelas. Una pertenece a la serie protagonizada por Julio Gálvez, inaugurada en 1979; la otra, Libre te quiero, es una historia de amor.
Y los que quedan son, para mí, los más especiales. Los autobiográficos: Inútilmente guapo, sobre su batalla contra el ictus, y Una infancia feliz en una España feroz. En ellos Jorge despliega todo su encanto, su sentido del humor, eterno, intocable, su ironía, su mala leche, su ternura. Por ejemplo, en Inútilmente guapo, que es también un homenaje a nuestro sistema de salud público, dice: “El vino bueno con espesante es mucho mejor que el vino vulgar con espesante. Este es un descubrimiento que me debo a mí mismo y ofrezco a la desprendida comunidad de pacientes de ictus”. También cuenta que le preguntó a un amigo suyo ciego si ahora era discapacitado o minusválido. “La pregunta tenía su enjundia. Porque yo ya formaba parte de esa legión de seres humanos que tiene problemas físicos. Y no quería ser incorrecto políticamente en algo que me tocaba tan cerca”. Obviamente, su amigo le respondió: “Lo he estado pensando. Tú lo que eres es un gilipollas”.
Estos son unos pocos de los libros de su prolífica obra, no solo en volumen. A ella hay que añadir su trabajo como periodista y columnista. En 2009 ganó el Premio Ortega y Gasset de periodismo por su reportaje Una muerte digna, en el que contaba cómo ayudó a su madre a morir.
Y pronto Galaxia Gutenberg publicará su libro sobre el desastre de Annual, cuyo centenario se conmemora este año. Tuve la suerte de participar en el proceso de edición junto a María Cifuentes. Nunca llegué a decirle que, leyéndolo, me acordé de cuando, en un viaje a Marruecos que hicimos juntos, tuvimos que salir corriendo de una jaima para que no nos llevara por delante una tromba de agua que veíamos avanzar a una velocidad insospechada por la torrentera sobre la que estábamos. En ese viaje le enseñé mis poemas de primera adolescencia. Fue muy amable en su crítica y yo tiré esos versos cuando regresamos a Madrid.
Los abrazos de Jorge te ataban al mundo, con la misma fuerza con la que él ha vivido y luchado. Por eso no es fácil creerse que ya no esté en él.
Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.