Notas sobre el placer de mirar por la ventanilla del tren

Mirar por la ventanilla cuando se viaja en tren invita a pensar, recordar, imaginar. Quien mira por la ventanilla no es un mero espectador: a su manera, también está construyendo el mundo.
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Vivimos, podríamos decir, en la era de las pantallas. Nos rodean: teléfonos, computadoras, televisores, tabletas, cines, cámaras de seguridad, carteles publicitarios… De algún modo, podríamos decir también, todas esas pantallas son imitaciones de la ventanilla del tren. Las ventanillas de los trenes es una pantalla gigante e interactiva, en alta definición y en 3D. Tienen un único problema: no podemos llevárnosla a otra parte. Quizá todas las demás pantallas se inventaron precisamente por eso.

Y quizás es por eso, también, que viajamos en tren. Se me dirá que la función principal de los trenes es llevarnos de unos lugares a otros; es inobjetable. Pero no hay que desdeñar el valor añadido del espectáculo de sus ventanillas. Por algo muchas personas, cuando pueden elegir, optan por el autobús en vez del metro. El metro es más rápido, pero sus ventanillas no muestran nada más que estaciones. En el bus la programación es un poco más amplia. Ninguna de las dos se compara con la riqueza y la variedad de los trenes.

 

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Dado que hay trenes en casi todas partes, el repertorio de sus ventanillas es inagotable. Montañas nevadas, sembradíos que relucen bajo el sol, playas de folleto turístico, ciudades de opulencia y lujo, barriadas pobres, llanuras infinitas. Incluso aunque los tengamos muy vistos, aunque la rutina conspire para mostrarnos siempre los mismos paisajes, no serán los mismos: cada día organiza sus detalles. Y si no tenemos ganas de reparar en ellos, siempre podemos refugiarnos en otra pantalla, como la del teléfono, o en un libro, o en el sueño, con la tranquilidad de que, en el momento en que levantemos la vista, la ventanilla todavía estará ahí.

 

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Las pantallas son ventanas a través de las cuales observamos. Por eso tienen forma horizontal: se adaptan a la posición de nuestros ojos. Frente a ellas, somos espectadores. Los libros, en cambio, son puertas: tienen forma de puertas y se abren igual que las puertas. El lector no se queda fuera, solo mirando: entra, se le exige entrar, está obligado a hacer el libro a medida que lo lee. Quizá por eso, en el tren, los lectores levantan con frecuencia la vista hasta la ventanilla: como los apneístas, esa gente que bucea sin trajes especiales ni oxígeno extra, necesitan volver a la superficie para respirar. Los que miran pantallas son más como buzos profesionales. No necesitan subir tanto a la superficie, pero el neopreno de sus trajes les impide sentir el agua en la piel.

 

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Mirar por la ventanilla del tren siempre invita a pensar, a recordar, a imaginar. Efectos parecidos (aunque distintos, por supuesto) a los de leer.

 

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Entre los consejos para escritores que comparte en su libro Mientras escribo, Stephen King apunta que, para contar una historia, no hay que contar todo. “Historia la tiene todo el mundo y en general no es muy interesante”, afirma, y luego aconseja: “Cíñete a las partes que lo sean y no te dejes llevar por el resto”. Cierra el párrafo de esta forma: “Contarle la vida a alguien, y que te escuchen, solo se hace en los bares. Se hace, además, una hora antes de cerrar, y a condición de que consumas”.

Además de los bares una hora antes de que cierren, hay otro lugar donde, en ocasiones, es posible contarle la vida a alguien y que te escuchen: el vagón de un tren. Al menos cuando se trata de viajes largos, en los que —como apunta el escritor español Jaime Fernández en un artículo de su blog— “se dispone de más tiempo que espacio”. Fernández enumera una serie de novelas que incluyen escenas clave que transcurren en vagones de tren de largo recorrido, “un escenario ideal para que personajes que no se conocían de nada intercambiaran confidencias que en otros lugares no se hubieran atrevido a expresar”: El idiota, de Dostoievsky; La sonata a Kreutzer, de Tolstoi; Corto viaje sentimental, de Italo Svevo; Extraños en un tren, de Patricia Highsmith.

Contarle una historia a alguien o escuchar una historia contada por otro también son actividades que invitan a pensar, recordar e imaginar. En La chica del tren, el best-seller de Paula Hawkins publicado en 2015, la protagonista se cuenta una historia a sí misma a partir de lo que ve cada día por la ventanilla del tren que la lleva a su trabajo. Y esa historia la pone en problemas. Como James Stewart en La ventana indiscreta, pero en movimiento. Mirar por la ventana o la ventanilla también incluye una dosis de riesgo.

 

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Los hermanos Lumière inventaron el cine con la llegada de un tren a la estación. Es decir: lo que mostró la primera de esas imitaciones de ventanilla de tren llamadas pantallas fue, precisamente, un tren.

Y muchas de las películas que han dejado una huella profunda en la cultura de nuestro tiempo incluyen trenes. En un tren se conocen Jesse y Celine, en Antes del amanecer, y un tren termina siendo la máquina del tiempo que usa el Doc Emmett L. Brown para Volver al futuro. En un tren, bajo la lluvia, se va Rick sin Ilsa en Casablanca, y mil veces vimos a alguien caminar junto al tren en un último y vano intento de no alejarse de quien se aleja. A veces ambos apoyan las manos sobre el cristal, como queriendo tocarse por última vez, pero no se tocan, y son el exacto reverso de Dios y Adán en el techo de la Capilla Sixtina: no se crean, se destruyen. Se miran por la ventanilla del tren, y lo que ven es la imagen más triste del mundo.

 

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Bueno, no. La imagen más triste de todas es la que no se ve. Los trenes con que los nazis transportaban prisioneros a los campos de concentración no tenían ventanillas.

 

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Vivimos, también podríamos decir, en la era de las selfies. Pero también hay otras clases de fotos muy propias de nuestro tiempo. Una de ellas es el retrato de alguien que viaja en tren, realizado por quien viaja justo enfrente, sentados ambos cara a cara. La persona fotografiada mira por la ventanilla, a veces con el hombro o la frente apoyados en el cristal, los ojos perdidos en la distancia. En ocasiones el cristal refleja su imagen. A menudo no vemos en la foto lo que se ve por la ventanilla: es, a lo sumo, algo borroso, color en movimiento, un manchón. Pero no importa. Lo que importa es lo que vemos en la cara de la persona retratada: el placer de mirar por la ventanilla. No hay duda de que lo está disfrutando. Se me dirá que es porque está de viaje, y los viajes siempre se disfrutan. Puede ser. Pero, en todo caso, mirar por la ventanilla del tren es parte del viaje. No es un medio, sino un fin en sí mismo. Cuando miramos por la ventanilla, no somos solo espectadores: el mundo acude a nosotros a través del cristal. En esos momentos también estamos haciendo el mundo, estamos construyéndolo. Es bueno ser conscientes de ello.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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