A poco que mostraras algo de interés –y era mi caso–, el primer nombre que venía a la boca de los profesores de teatro, aunque fuera teatro universitario amateur de provincia, al hablar de lecturas sobre teatro era el suyo. Ni siquiera hacía falta que quisieran recomendar el libro, su nombre era una institución: Peter Brook. Pronunciarlo, aunque fuera sin solemnidad, provocaba algo. Un poco como en la leyenda oriental que recordaba Lluís Pasqual en su texto de recuerdo de Brook: “En un monasterio hindú, perdido en mitad de la maleza, vivían unos monjes, entre ellos uno del que nadie conocía su voz. No se la había oído nunca hablar, y todos le atribuían la más profunda sabiduría y el mayor conocimiento. Cuando estaba a las puertas de la muerte, los demás monjes le pidieron que hablara para poder conocer esa verdad que nunca había pronunciado. El anciano monje pronunció sólo una palabra: ‘Fuego’. Y en ese momento el monasterio ardió.”
Peter Brook (Londres, 1925 – París, 2022), fallecido el pasado domingo, sigue siendo uno de los ineludibles a la hora de pensar el teatro. Sus espectáculos quizá han sido superados o quizá es que nos hemos acostumbrado a verlos: a que el espacio vacío se llenara solo con la palabra y un actor, todo lo demás lo llenaba la imaginación del espectador, disparada por el actor. Su libro más citado es El espacio vacío, con el que por supuesto me hice porque era estudiante de Filología Hispánica y estaba apuntada en el Aula de Teatro de la Universidad. “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro lo observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral”, comienza. No tengo mi ejemplar, pero lo cita en otro libro posterior, La puerta abierta. Reflexiones sobre la interpretación y el teatro.
Hice mi Erasmus en París, para volver a mi casa desde la universidad pasaba por el distrito en el que estaba su teatro: Bouffes du Nord. Ese año fui a ver Ta main dans la mienne, una adaptación de Carol Rocamora de la correspondencia entre Chéjov y Olga Knieper, con Natasha Parry y Michel Piccoli, dirigida por Peter Brook. No recuerdo mucho, pero sé que el escenario no estaba vacío: había sábanas blancas tapando muebles, como en esas casas cerradas. Han pasado casi veinte años desde entonces, pero aún conservo el recuerdo de la emoción, de haber sido testigo de un acto mágico.
Entre sus colaboradores estaba Jean-Claude Carrière. Juntos trabajaron en el Mahabharata, la obra maestra de la cultura hindú que llevaron al teatro (nueve horas de espectáculo). Decía Carrière que había sido la colaboración más larga de su vida, “no diría la más interesante porque 20 años con Buñuel no está mal, tampoco”. En 2016 se presentó en Madrid Campo de batalla, una adaptación del Mahabharata. A la salida hacía calor, me acuerdo de pasear con Celso Giménez y Violeta Gil, de La Tristura, desde Canal hasta Bilbao. Era como haber asistido al recuerdo de una ceremonia que ya conoces (en su caso, habían visto muchas veces muchas cosas de Brook, y tenía el sabor de la canción ya escuchada). Pero algo del misterio seguía permaneciendo secreto. De ahí la magia.