The piper at the gates of dawn cumple medio siglo

En el álbum debut de Pink Floyd, Syd Barrett pintó una imaginería fantástica y sicodélica y le dio forma a un clásico.
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You were caught in the crossfire of childhood and stardom (…)

Come on you raver, you seer of visions, come on you painter, you prisoner, and shine!”

“Shine on you, crazy diamond”, Pink Floyd

 

Lo dijo Roger Waters, que nunca brilló por obsequioso, y lo consignan los editores de la revista inglesa Mojo: “The Piper At The Gates Of Dawn era Syd, y Syd era un genio.” Este mes de agosto se cumple medio siglo de la aparición del álbum debut de Pink Floyd. 1967 dio obras emblemáticas de la enciclopedia rocanrolera, como el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles; Are you experienced? de The Jimi Hendrix Experience; el álbum homónimo de The Doors; The Velvet Underground And Nico de The Velvet Underground; Surrealistic Pillow de Jefferson Airplane; y Forever Changes de Love, por solo mencionar algunos. ¿Qué flotaba en la atmósfera ese año?

El Gaitero a las Puertas del Amanecer –que también es el título del séptimo capítulo de El viento de los sauces, clásico de la literatura infantil inglesa escrito por Kenneth Grahame–, será siempre el testimonio más refulgente del Pink Floyd psicodélico (“pop lisérgico”, lo llamó Quim Casas en Loops. Una historia de la música electrónica). No es irrelevante decir aquí que en ese capítulo del libro de Grahame, dos de los personajes se encuentran con Pan, el dios de la naturaleza.

El gaitero (así le llamaremos de ahora en adelante) es el gran legado de Roger Keith “Syd” Barrett, quien al momento de su grabación tenía 21 años. Es la suma de los juegos, divertimientos y ensoñaciones diurnas de este pintor y blusero de corazón que viajó de su natal Cambridge a Londres para enrolarse en el Camberwell College of Art. En la capital inglesa formaría The Pink Floyd Sound –nombre acuñado por él en libre homenaje a los bluseros Pink Anderson y Floyd Council– con George Roger Waters, Richard William Wright y Nicholas Berkeley Mason.

Pocos le regatean hoy a esta obra su importancia y significación. Para Rolling Stone es el número 343 de Los 500 más grandes álbumes de todos los tiempos. Está en The Mojo Collection. The Greatest Albums of All Time, y es uno de los 1001 discos que hay que escuchar antes de morir, según Robert Dimery. Sorprende un poco que José Agustín no le dedique más líneas en Los grandes discos de Rock 1951-1975, a pesar de haber sido uno de los más prendidos evangelizadores de la psicodelia en México, y en cambio destaque obras posteriores del Floyd, sobre todo The Dark Side of the Moon.

Si hoy se le puede adherir la etiqueta de clásico a El gaitero es por justas razones: no solo sintetiza la vibra del swinging London, sino del underground de la capital inglesa de mediados de los 60 y, en concreto, del hervidero multicolor y vibrante que confluyó en el “Verano del Amor” ese 1967. Documentos como Pink Floyd London 1966/1967 del cineasta Peter Whitehead y el recientemente publicado Pink Floyd The Early Years 1965-1967 Cambridge St/Ation dan cuenta visual y sonora del Pink Floyd más libre: el que, comandado por el prometeico Barrett, tocaba en el club UFO (por Underground Freak Out), y que animó happenings históricos como el “14 Hour Technicolor Dream” en abril de 1967. El gaitero lo hace en un mosaico de 11 canciones que duran 42 minutos en total.

La grabación, producida por Norman Smith y hecha en 16 sesiones a lo largo de cuatro meses, evidencia una notable paradoja: la tensión entre canciones cortas con ánimo de impactar en la radio, el mercado y el consumo juvenil, y piezas pergeñadas de los distendidos y experimentales palomazos de la banda en el UFO. Las clásicas y trepidantes “Interstellar Overdrive” y “Astronomy Domine”, con sus memorables riffs y su franca experimentación espacial (dicho en el más amplio sentido de la palabra), son envolvente contrapunto a “Flaming”, “The Gnome” “The Scarecrow” y “Bike”, cortas viñetas melódicas –algunas ni siquiera llegan a los tres minutos– con no pocos guiños de excentricidad.

El gaitero es el arenero de Barrett, su mejor patio de recreo. Su imaginería fantástica e infantil rebosa con gracia. El gato siamés Lucifer Sam, unicornios, dientes de león, un gnomo llamado Grimble Crumble, espantapájaros, un ratón de nombre Gerald, bicicletas; y luego el espacio –interior y exterior; la travesía hacia adentro y hacia afuera (“Las estrellas pueden asustar”, canta Barrett en “Astronomy Domine”)–. Todo como cola de una tradición cultural en la que ni William Blake, ni Oscar Wilde, ni Lewis Carroll resultan parientes disparatados o incómodos.

Tanto John Cavanagh, en el volumen dedicado a El gaitero que forma parte de la serie de grandes álbumes “33 1/3” de la editorial Continuum, como el baterista Nick Mason en sus memorias Inside Out, A personal history of Pink Floyd, destacan el arsenal de recursos sonoros disponibles en los Estudios EMI (ahora Abbey Road) que se utilizaron en su grabación: pianos, órganos, clavinetes, timbales, gongs, triángulos, campanas, máquinas de vientos. Desde su ópera prima, el Floyd coqueteó con voces, graznidos, relojes y un apretado abrazo a la musique concrète. Hubo otro factor de vital importancia: el acceso para los artistas a la consola de grabación, un derecho que pelearon y ganaron los Beatles.

El compositor y fugaz rock star Syd Barrett dejó una marca en personajes como David Bowie y Marc Bolan, quien no solo replicó su look, sino que desposó a June Child, una de sus musas. Como músico, el ánimo improvisatorio y la intrepidez sonora que Barrett emuló de Keith Rowe y su grupo AMM pueden rastrearse en Sonic Youth y Spiritualized, en el combo japonés Acid Mothers Temple & The Melting Paraiso UFO y su líder y fundador Kawabata Makoto, y en exponentes del así llamado post-rock, como los escoceses Mogwai.

La figura de Barrett concita múltiples exégesis, especulaciones, reprimendas, juicios, disecciones e idolatrías. Es casi imposible deslindar la naturaleza de su aventurada inspiración artística de su esoterismo y su voraz ingesta de LSD. Según cuenta el crítico e historiador musical Rob Young en su libro Electric Eden. Unearthing Britain’s Visionary Music, Andrew King, uno de los managers del Floyd, le contó que Barrett “pensaba que el dios Pan le había dado visión y entendimiento sobre la forma cómo funcionaba la naturaleza”.

No hay duda de que Barrett abusó del ácido. Una esquizofrenia latente y las presiones del negocio del espectáculo acabaron por empañar su brillo. Apenas siete meses después del lanzamiento de El gaitero, en febrero de 1968, su estado mental era tal que sus compañeros trataron de ponerlo en manos del psiquiatra R.D. Laing. Barrett se negó. El célebre especialista, según lo relata Mason en sus memorias, lanzó una acusación que el baterista recuerda así: “Sí, Syd podía estar trastornado, o incluso loco. Pero quizás éramos nosotros los que estábamos causando su problema, al perseguir nuestro deseo de triunfar y forzar a Syd a seguir nuestras ambiciones. Quizás Syd en realidad estaba rodeado de locos.”  

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Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.


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