“¿Merendamos esta tarde juntos?”, me pregunta mi amigo Nacho. “Sí, perfecto. ¿Te va bien a las 5 en La Infinito?”, le respondo. Y la hora le parece adecuada, así que a las 5 en punto aparecemos ambos allí, a tiempo de escoger una de las mesitas del abarrotado café que vende también libros –solamente unas cuantas novedades editoriales elegidas con gusto–.
“Merendar” es un verbo que los adultos españoles empleamos muy poco. Es un verbo infantil, pues son los niños quienes meriendan después de salir de la escuela, y nunca algo aburrido: siempre un dulce, un sandwich o un yogur con sabor a su fruta preferida. La merienda es siempre sinónimo de alegría y a veces los adultos queremos reconectarnos con esa felicidad de la infancia, por eso quedamos para merendar.
Pero, como ya he dicho, somos adultos, y por ende hemos accedido a los placeres del alcohol hace ya años; por eso nuestros ojos, posados sobre el menú de tartas, batidos y bebidas, se dirigen inmediatamente a la palabra “carajillo”, en la sección de los cafés. La decisión está tomada, y así se lo hacemos saber al camarero: “Por favor, dos carajillos”. Esa es nuestra merienda, en las antípodas de las que nos daban nuestras madres cuando éramos niños.
El carajillo tiene el aspecto inocente de un café solo, sin leche, bastante oscuro. Se sirve en un vasito de vidrio. Le asoma una barrita de canela, un pedacito de corteza de limón y algo más flota en su superficie: son granos de café tostados. Hasta ahora podría ser una bebida para adolescentes de 14 años de no ser por el fuerte golpe de calor que te viene inmediatamente al paladar tras dar el primer sorbo: es cognac o, en ocasiones, brandy. Esa es la verdadera gracia de esta bebida: te calienta, te entona e incluso llega a alimentarte (al final, los ansiosos como yo acabamos mordisqueando la barrita de canela y el limón, y algún grano de café nos comemos también).
Tras hora y media de charla, mi amigo y yo nos acercamos a la barra a pagar. Le pregunto al camarero cómo se elabora esta pócima deliciosa, con el fin de clonarla yo en mi casa. Su respuesta me echa atrás, pues para obtener su sabor peculiar hace falta quemar el limon, el cognac y los granos de café con un aparato profesional que yo no tengo en mi cocina (por suerte, así no corro riesgos de morir abrasada). No son malas noticias: eso me obligará a pasar muchas tardes de invierno en uno de mis cafés favoritos de Madrid gozando de un carajillo, sola o acompañada.