Aprendí mucho de poesía surrealista francesa en las clases de química de BUP. Mientras el profesor hablaba y escribía en la pizarra yo leía el libro que tenía en el regazo. El pupitre, aunque un poco bajo para las altas como yo, que si cruzaba las piernas lo arrancaba del suelo como si fuera una casita de Kansas, estaba al cabo muy bien diseñado, porque permitía el deslizamiento inmediato del volumen clandestino en su interior, como entra y sale la plataforma para carritos de los autobuses urbanos. El libro cabía muy bien en el pupitre y el desarrollo de una fórmula en la pizarra me daba para un par de estrofas con el profesor de espaldas.
Si hubiese hecho más caso y seguido profundizando en la química, quizá habría podido acabar en una universidad politécnica y disfrutar de esas pizarras que se van desplegando a medida que avanza el desarrollo de la fórmula compleja, y que hacen material y visible el fascinante espectáculo de la deducción humana. En el fondo, igual que la maqueta original del poema Bomb de Gregory Corso, que para explotar debe exceder la página convencional. Consiguiente amor a los telescopios, a la papiroflexia, a los vasos de excursión que se pliegan en anillos hasta caber en un bolsillo, y aquí llegan, cómo no, los alegres turlurones de los libros, que acomodan tantas páginas a una medida portátil.
Pero la afición debía buscar su hueco como el torrente brinca entre las peñas: entusiasmándose. Yo tenía que leer a Soupault en clase porque necesitaba el tiempo libre para otras cosas. Para leer poesía norteamericana, por ejemplo (We’re not our skin of grime, we’re not dread bleak dusty imageless locomotives, we’re golden sunflowers inside, blessed by our own seed -Ginsberg-, o bien And still we love / and still we drown / and still we throw ourselves / upon love’s boats -Ferlinghetti-), para pasear con desesperación los andrajos de mi adolescencia (Mi vida es una aurora catalítica, comenzaba uno de mis poemas, con un verso que ahora que lo pienso demuestra que las clases de química que me entraban de perfil por los oídos acabaron por reaccionar muy bien con el Antonin Artaud que me saltaba a los ojos) o para estar con amigos que no leían poesía (o que no me lo decían como yo no se lo decía a ellos).
Quizá el lugar de la revelación es el desempeño de algo que no nos interesa. Con un poco de azúcar esa píldora que os dan… Así lo dice el poema de Brecht “Recuerdo de María A.”: Pero ya no me acuerdo de su cara / y solo sé que, un día, la besé. / Y hasta el beso lo habría ya olvidado / de no haber sido por aquella pequeña nube*. También yo al profesor de química, y probablemente la poca química que sé, los recuerdo por los versos alucinados que leía en sus clases.
Escribo todo esto porque se ha hablado mucho del ocio, la cultura y el entretenimiento. Cómo nos ha entretenido la cultura durante este tiempo. He querido decir con esto que estoy en contra de arrumbar los trabajos del espíritu humano a los resquicios que la plastísima agenda nos deja para el ocio. En la vida todo está mezclado y unido, y la cultura es lo que nos permite darnos cuenta.
*Versión de Jesús López Pacheco sobre la traducción directa del alemán de Vicente Romano.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).