Imagen: Corneille Seghers, CC0, via Wikimedia Commons

Tantissimi libri

La imprenta fue mal vista por algunos intelectuales. Se cuenta que Angelo Poliziano dijo: “Las ideas más estúpidas pueden ahora imprimirse en mil ejemplares y esparcirse por todo el orbe”.
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El Greco fue un pintor letrado, culto y con ideas, si bien su biblioteca amparaba ciento treinta volúmenes. No sé cuántos libros poseía Montaigne, pero de seguro era una cantidad menor a los miles de libros que se espera ver hoy en casa de un escritor. En el Renacimiento se volvieron locos de alegría por rescatar una serie de textos que quizás abarquen menos que la colección de clásicos de la editorial Gredos. ¿Qué alcanzaron a leer intelectuales renacentistas como Pico della Mirandola?

Menciono a Pico porque murió justo cuando Aldus Manutius estaba por sacar su primer libro en Venecia con la novedosa tecnología de Gutenberg.

El invento, celebrado por muchos, no tuvo aprobación unánime. La Iglesia lo consideró una tecnología subversiva, por lo que llegaría a establecer su Index librorum prohibitorum. Los amanuenses vieron peligrar su fuente de trabajo, tal como siglos después contaría Federico Gamboa en El evangelista cómo los escribientes calígrafos serían derrotados por la máquina de escribir. A los puristas les pareció que la imprenta entrañaba un gran defecto: las erratas estaban condenadas a reproducirse por miles.

Además estaban los amantes del libro como una joya. El condottieri Federico de Montefeltro era gran lector y humanista. Poseía una extensa biblioteca y dictaminó que ningún libro salido de alguna imprenta tendría lugar en sus estantes. El hombre se contaba entre los más adinerados de la época, así que podía él mismo financiar traductores, copistas, ilustradores y artesanos que le encuadernaban los libros con cubiertas y herrajes de plata. Sobre él, escribe Baldassarre Castiglione en El cortesano: “Con grandísimo esfuerzo reunió un gran número de excelentísimos y rarísimos libros griegos, latinos y hebraicos, y todos los adornó con oro y plata, estimando que éstos eran la suprema excelencia de su magno palacio”.

Eran épocas en que el italiano aún se exploraba como lenguaje literario, y el buen Baldassarre abusa de los ísimos, pese a recomendar que un cortesano “en cuestión de letras debía ser más que medianamente erudito” y “ejercitarse en escribir verso y prosa, sobre todo en la lengua italiana”, que él llamaba “nuestra lengua vulgar”.

Aunque Castiglione dedicó grandes elogios a Montefeltro, entregó el manuscrito de su Il cortegiano a Aldus para su impresión en serie, y gracias a eso se convirtió en un éxito editorial, muy influyente en toda Europa.

La imprenta también fue mal vista por algunos intelectuales por razones precisamente intelectuales. Se cuenta que Angelo Poliziano dijo: “Las ideas más estúpidas pueden ahora imprimirse en mil ejemplares y esparcirse por todo el orbe”.

No sé qué pensaría Poliziano si viera el mundo editorial de hoy, en el que Amazon asegura vender treintaitrés millones de títulos diferentes, en el que se publica todo lo que se escribe y en el que hasta los grandes grupos editoriales han caído en la innobleza de cobrar a los autores por publicar. Tanto Random House como Planeta venden paquetes de publicación que van de los 799 a los 4399 euros. Si usted vive en México, no tiene talento, y le sobran 106 mil pesos, puede comprarse el paquete “Bestseller” de la editorial Planeta. Incluye 120 modificaciones sin costo extra, nota de prensa, booktrailer y una portada que tiende al kitsch, entre otras monadas. Algunos novelistas ahí publicados tienen amplias biografías literarias, como ésta: “Tras licenciarse en Económicas, trabaja en mercados financieros de diversos países, hasta que en 2008 crea su propia empresa de gestión de fondos de inversión”. O esta: “Tiene página web y blog”.

Luego de quinientos años, queda claro que Montefeltro y Poliziano se equivocaron en su juicio sobre la imprenta. Abaratar y multiplicar los libros fue una bendición para los lectores.

Quizás yo también me equivoco al juzgar que los libros no deben multiplicarse sin medida.

Se sabe que la mala hierba desplaza a la buena; y la ley de Gresham dice que la moneda mala saca de la circulación a la buena. Hay una ley libresca de Gresham, por lo que supongo que, en el balance final, tantos libros o, como diría Castiglione, tantissimi libri, le hacen daño a la lectura, a la cultura, al pensamiento.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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