Foto: Dino Giordano, CC BY 2.0, via Wikimedia Commons

Dulce como la miel

Lo dulce trae cierta felicidad al alma. Pero mucha literatura censura los placeres, por mínimos que sean, en nombre de tradiciones estoicas o dioses aguafiestas.
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En el nombre de alguna tradición estoica o de algún dios aguafiestas, hay mucha literatura que censura los placeres, por mínimos que sean. Allá en los años del Siglo de Oro, el padre Juan de Mariana se lamentaba: “Más se gasta hoy en golosinas en una sola ciudad, más en postres y en azúcar que en tiempos de nuestros padres no se gastaba en toda España.”

Se sabe que en los conventos se preparaban los mejores dulces. Las monjas oraban y cocinaban. En los conventos y monasterios se hacen polvorones, alegrías, pastéis de Belem, turrones, yemas, tocino del cielo, pestillos, piononos y tantas otras delicias que estarían más para alegrar y no para amargar a un padre Mariana redivivo. No sé si también vengan de los conventos, pero cuando viví en Cantabria llegué a probar dulces con los pintorescos nombres de cojones del anticristo y pedos de monja.

Juan el Bautista sólo comía una acaramelada golosina preparada con langostas y miel. Lo imagino empalagado y con hormigas en su traje enmelado de pelo de camello.

Cuando el comilón de Cristo resucitó con hambre de tres días, se fue a cenar con dos desconocidos, luego se les apareció a sus discípulos y almorzó pescado asado y un panal de miel.

El papa Juan Pablo II se ponía contento como niño goloso cuando le preparaban una auténtica kremówka.

Lo dulce trae cierta felicidad al alma. Quizás eso le molestaba al padre Mariana y sus predecesores estoicos.

En El lazarillo de Tormes hay alegría cuando, además de manzanas, queso y aceitunas, alguien saca de su faltriquera “media libra de confitura”. Ingredientes semejantes hallamos en el Guzmán de Alfarache: “Sacaron por postres de unas confituras que mi clérigo traía consigo, y los criados del caballero pusieron en la mesa unas manzanas, dátiles, orejones y otras cosas”.

A Góngora no le importa la política, lo que quiere es que haya en sus días “mantequillas y pan tierno, y en las mañanas de invierno, naranjada y aguardiente”.

El gastrónomo Néstor Luján escribió el libro La vida cotidiana en el Siglo de Oro español. Por ser gourmet, celebra lo que el padre Mariana condena y nos cuenta que en tiempos de Góngora le llamaban naranjada a “la confitura de cortezas de naranja sumergidas en miel”. Todavía faltaban muchos años para que la bebida matutina fuese el café.

Buena parte del disfrute del azúcar venía de mezclarla con chocolate. El mismo Luján cuenta: “El chocolate fue la pasión casi obsesiva del siglo XVII… y se debió sobre todo a las órdenes religiosas”.

Esta mezcla se dio por primera vez en Oaxaca. Con los gachupinismos habituales de la época, Luján escribe: “Quiere la tradición que las religiosas del convento de Guajaca fueran las primeras que tuvieran la idea de mezclar el cacao con el azúcar recién importado del Nuevo Mundo” y por eso al chocolate se le llamaba “agasajo de Guajaca”.

En un prólogo a Fray Gerundio de Campazas, cierto religioso recomienda para la salud del alma “no tomar tabaco de Sevilla, chocolate de Guajaca, no gastar botellas forasteras ni beber auroras garapiñadas”. Aquí la duda me la resuelve el Diccionario de Autoridades. “Aurora: Cierto género de bebida compuesta de leche de almendras y agua de canela, que por el color se llama así, por ser blanco y acanelado.” Y aquí “garapiñadas” no significa lo que ahora suele ser, sino: “Garapiñar: Cuajar o condensar las partes de un licor con artificio de nieve o hielo”.

Ahora entiendo mejor este diálogo en una obrilla de Calderón de la Barca, que por tener el mal nombre de Los flatos, se le conoce como La garapiña.

¿Tendrá usted á aquestas horas
Una garapiña helada
De chocolate?

A lo que otro le contesta con aires italianos:

E qué bona!
De chocolat de Joan Jaca.

Y claro que Joan Jaca es Oaxaca. Y la garapiña del segundo título provoca en la heroína multitud del primer título.

El padre Mariana condena el gusto por lo dulce porque lo dulce siempre ha sido gustoso. Por eso, desde que existen los poetas, tal adjetivo ha estado para marcar lo placentero y codiciable. En el Cantar de los cantares leemos: “He aquí que tú eres hermoso, amado mío, y dulce… Así es mi amado entre los jóvenes; Bajo la sombra del deseado me senté, Y su fruto fue dulce a mi paladar”.

Safo dice: “Cantas dulcemente una historia y ríes amable”.

Homero, en plena guerra de Troya, adjetiva muchas veces con “dulce”, al menos así es en la traducción de Gredos. En este pasaje encuentro el uso más original:

El combate les resultó más dulce que regresar
en las naves a la querida tierra patria.

Los labios son dulces, los sueños dulces, la flauta es dulce. La madre, la muerte, la venganza, el amor, una voz y Carolina… quizás a todo se le pueda echar encima el dulce adjetivo. Por eso es un adjetivo que casi nunca dice nada.

Aunque el vino se prefiere seco, los antiguos se la pasaban elogiando la dulzura del vino.

Y puestos a elegir, prefiero lo salado que lo dulce. Sin embargo, por mucho placer que dé lo salado, nunca tendrá la estatura poética de lo dulce. Van Morrison canta: “Ella es tan dulce como la miel de tupelo”, y la gente se enamora bailando eso. No sé si resulte tan amoroso cantar: “Ella es tan salada como el jamón de bellota”. ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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