Hasta el más radical de sus opositores seculares sabía, mucho antes de conocer el resultado de las elecciones generales en Turquía del domingo 12, que el conservador Partido de la Justicia y Desarrollo (AKP) obtendría una victoria abrumadora. Lo que estaba en juego no era el triunfo o la derrota del AKP, sino la posibilidad de que el electorado le otorgara los suficientes votos para obtener una mayoría absoluta: 330 de los 550 asientos del Parlamento. Solo esa mayoría le permitiría al Primer Ministro Tayyip Erdogan reformar la Constitución del país sin mayores obstáculos, y convertir al sistema parlamentario turco en uno presidencialista a imagen y semejanza del estadounidense-con él a la cabeza, por supuesto.
A contracorriente de los deseos de Erdogan, el electorado votó por mantener el status quo: el AKP obtuvo el 50% de los votos, y un tercer período de gobierno. El resto votó por el Partido Republicano (el viejo partido secular que empieza apenas a recuperarse de su alianza con los militares y una sucesión de liderazgos débiles) que ganó el 26% de los votos; 6% apoyó al Partido por la Paz y la Democracia (que simpatiza con los intereses de los kurdos, la minoría más numerosa y problemática de Turquía) y el ultraderechista Movimiento Nacionalista, obtuvo un 13% de la votación.(Curiosamente, más o menos el porcentaje de votos que recibe la franja lunática en cualquier democracia más o menos consolidada.)
El 50% que votó AKP, premió un desempeño político que ha cosechado logros indiscutibles. Desde 2002, cuando Erdogan tomó el poder, Turquía dejó atrás la inestabilidad política que había vivido por decenios, el gobierno diseñó una estrategia más inclusiva frente a los kurdos y una política económica que, en búsqueda del ingreso de Turquía a la Unión Europea, liberalizó la economía y ha dado estímulos a la inversión privada y extranjera para progresar en el país. Aunque la economía turca enfrenta el riesgo del sobrecalentamiento y el desempleo se mantiene en 12%, el PNB ha crecido a una tasa altísima y a un ritmo continuado. Tan sólo en 2010, se elevó en 8.9%.
La diplomacia turca ha seguido un camino paralelo. El gobierno recuperó la primacía regional que le regala una posición geopolítica envidiable. Turquía es el puente entre Europa y Medio Oriente y dueña de uno de los pasos marítimos más importantes del mundo: el Bósforo, única vía entre el Mar Negro y el Mediterráneo. En una década, Turquía –el mayor poder militar y la economía más fuerte de la región– se ha convertido en un interlocutor indispensable en la resolución de conflictos en el amplio territorio de lo que fue el antiguo Imperio Otomano.
Los que votaron en contra de Tayyip Erdogan, tuvieron también muy buenas razones para hacerlo. El líder del AKP ha mostrado una voluntad represiva que raya en el autoritarismo. El gobierno ha encarcelado disidentes, bloqueado YouTube y otros sitios que considera peligrosos a través de la ominosa Agencia de Monitoreo del Internet. Ha reprimido a periodistas críticos (60 de los cuáles languidecen hoy por hoy en la cárcel), y llevado a juicio, por mencionar el genocidio armenio cometido por Turquía a principios del siglo XX, un delito penado por la ley, a su escritor más connotado: Orhan Pamuk.
Por si eso fuera poco, el AKP ha resquebrajado el orden secular erigido por Kemal Ataturk, el fundador de la Turquía moderna, y se ha convertido en el Caballo de Troya de la sharía islámica en el país. Erdogan se proclama un musulmán religioso moderado, pero su esposa se cubre de la cabeza al huesito. Quienes votaron en su contra decidieron no darle el beneficio de la duda. La mitad de los turcos quiere una democracia que respete la libertad y una Turquía moderna y secular.
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.