Dos de las amenazas que tendrá el liberalismo en el siglo XXI son, en primer lugar, que los humanos perderán completamente su valor y, en segundo, que seguirán siendo valiosos colectivamente, pero perderán su autoridad individual, para ser gestionados por algoritmos externos. Eso significa que el sistema seguirá necesitándonos para que compongamos sinfonías, enseñemos historia o escribamos códigos informáticos, pero nos conocerá mejor que nosotros mismos, y por lo tanto tomará por nosotros la mayoría de las decisiones importantes, y nosotros estaremos encantados de que lo haga. No será necesariamente un mundo malo; sin embargo, será un mundo posliberal.
Hay, sin embargo, una tercera amenaza para el liberalismo en este siglo y es que algunas personas seguirán siendo a la vez indispensables e indescifrables, pero constituirán una élite reducida y privilegiada de humanos mejorados. Estos superhumanos gozarán de capacidades inauditas y de creatividad sin precedentes, lo que les permitirá seguir tomando muchas de las decisiones más importantes del mundo. Desempeñarán servicios cruciales para el sistema, mientras que el sistema no podrá entenderlos ni gestionarlos. Sin embargo, la mayoría de los humanos no serán mejorados, y en consecuencia se convertirán en una casta inferior, dominada tanto por los algoritmos informáticos como por los nuevos superhumanos.
Dividir a la humanidad en castas biológicas destruirá los cimientos de la ideología liberal. El liberalismo puede coexistir con brechas socioeconómicas. En realidad, puesto que favorece la libertad más que la igualdad, da por sentadas dichas brechas. Sin embargo, el liberalismo todavía presupone que todos los seres humanos tienen igual valor e igual autoridad. Desde una perspectiva liberal, es perfectamente correcto que una persona sea multimillonaria y viva en un castillo lujoso y que otra sea campesina, pobre y viva en una choza de paja. Porque, según el liberalismo, las experiencias únicas del campesino siguen siendo tan valiosas como las del multimillonario. Esta es la razón por la que los autores liberales escriben extensas novelas sobre las experiencias de los campesinos pobres… y por la que incluso los multimillonarios leen ávidamente esos libros. Si el lector va a Broadway o al Covent Garden a ver Los miserables, descubrirá que los mejores asientos cuestan centenares de dólares, y que la suma de la riqueza del público probablemente alcance miles de millones, pero que, aun así, empatiza con Jean Valjean, que cumplió diecinueve años de cárcel por robar una hogaza de pan para dar de comer a su sobrino hambriento.
La misma lógica opera el día de las elecciones, cuando el voto del campesino pobre vale exactamente lo mismo que el del multimillonario. La solución liberal a la desigualdad social es conceder el mismo valor a las diferentes experiencias humanas, en lugar de crear las mismas experiencias para todos. Sin embargo, ¿cuál será la suerte de esta solución cuando ricos y pobres estén separados no solo por la riqueza, sino también por brechas biológicas reales?
En un artículo publicado en The New York Times, Angelina Jolie se refería a los elevados costos de las pruebas genéticas. Hoy en día, la prueba que Jolie se hizo cuesta tres mil dólares (lo que no incluye el precio de la mastectomía, de la cirugía reconstructiva y de los tratamientos asociados). Esto en un mundo en que mil millones de personas ganan menos de un dólar al día, y otros mil quinientos millones, entre uno y dos dólares diarios. Aunque trabajen con ahínco toda la vida, nunca podrán costearse una prueba genética de tres mil dólares. Y las brechas económicas no hacen más que ensancharse. A principios de 2016, las 62 personas más ricas del mundo tenían tanto dinero ¡como los 3,600 millones de personas más pobres! Puesto que la población mundial es de alrededor de 7,200 millones de personas, ello significa que estos 62 multimillonarios acumulan en conjunto tanta riqueza como toda la mitad inferior de la humanidad.
Es probable que el costo de las pruebas de ADN se reduzca con el tiempo, pero con regularidad aparecen procedimientos nuevos y caros. De ese modo, mientras que los tratamientos antiguos se pondrán gradualmente al alcance de las masas, las élites se encontrarán siempre un par de pasos por delante. A lo largo de la historia, los ricos han gozado de muchas ventajas sociales y políticas, pero nunca había habido una enorme brecha biológica que los separara de los pobres. Los aristócratas medievales afirmaban que por sus venas corría sangre azul superior y los brahmanes hindúes insistían en que eran naturalmente más listos que nadie, pero esto era pura ficción. Sin embargo, en el futuro podríamos ver cómo se abren brechas reales en las capacidades físicas y cognitivas entre una clase superior mejorada y el resto de la sociedad.
Cuando se les plantea esta situación hipotética, la respuesta estándar de los científicos es que también en el siglo XX muchos adelantos médicos empezaron con los ricos, pero que al final beneficiaron a toda la población y contribuyeron a reducir y no a ampliar las brechas sociales. Por ejemplo, al principio, las clases superiores de los países occidentales sacaron provecho de vacunas y antibióticos, pero en la actualidad estos mejoran la vida de todos los humanos en cualquier parte.
Sin embargo, la posibilidad de que este proceso se repita en el siglo XXI podría ser solo una ilusión, por dos razones importantes. Primera: la medicina del siglo XX aspiraba a curar a los enfermos. La medicina del siglo XXI aspira cada vez más a mejorar a los sanos. Curar a los enfermos fue un proyecto humanitario, porque daba por hecho que existe un estándar normativo de salud física y mental que todos pueden y deben disfrutar. Si alguien caía por debajo de la norma, era tarea de los médicos resolver el problema y ayudarlo a “ser como todo el mundo”. En cambio, mejorar a los sanos es un proyecto elitista, porque rechaza la idea de un estándar universal aplicable a todos, y pretende conceder a algunos individuos ventajas sobre los demás. La gente quiere una memoria superior, una inteligencia por encima de la media y capacidades sexuales de primera. Si alguna forma de mejora resulta tan barata y común que todos puedan disfrutarla, esta se considerará simplemente el nuevo umbral de base que la siguiente generación de tratamientos se esforzará en sobrepasar.
Segunda: la medicina del siglo XX benefició a las masas porque el siglo XX fue la época de las masas. Los ejércitos del siglo XX necesitaban millones de soldados sanos y la economía necesitaba millones de trabajadores sanos. En consecuencia, los Estados establecieron servicios de salud pública para asegurar la salud y el vigor de todos. Nuestros mayores logros médicos fueron los servicios de higiene masivos, las campañas de vacunación masivas y la superación masiva de las epidemias. La élite japonesa de 1914 tenía un interés particular en vacunar a los pobres y en construir hospitales y sistemas de alcantarillado en los barrios humildes porque, si querían que Japón fuera una nación fuerte con un ejército fuerte y una economía fuerte, necesitaban muchos millones de soldados y obreros sanos.
Pero la época de masas podría haber terminado, y con ella la época de la medicina de masas. En el momento en que los soldados y obreros humanos dejen paso a los algoritmos, al menos algunas élites podrían llegar a la conclusión de que no tiene sentido proporcionar condiciones mejoradas o incluso estándares de salud para las masas de gente pobre e inútil, y que es mucho más sensato centrarse en mejorar más allá de la norma a un puñado de superhumanos.
En la actualidad, la tasa de natalidad ya está cayendo en países tecnológicamente avanzados como Japón y Corea del Sur, donde se realizan esfuerzos prodigiosos en la crianza y la educación de cada vez menos niños, de los que se espera cada vez más. ¿Cómo pueden esperar grandes países en vías de desarrollo como la India, Brasil o Nigeria competir con Japón? Estos países podrían equipararse a un largo tren. Las élites de los vagones de primera clase gozan de servicios de salud, educación y niveles de ingresos equiparables a los de los países más desarrollados del mundo. Sin embargo, los centenares de millones de ciudadanos de a pie que atestan los vagones de tercera clase siguen padeciendo enfermedades muy extendidas, ignorancia y pobreza. ¿Qué preferirán hacer las élites indias, brasileñas y nigerianas en el próximo siglo: invertir en resolver los problemas de centenares de millones de pobres o en mejorar a unos cuantos millones de ricos? A diferencia de lo que ocurría en el siglo XX, cuando la élite tenía interés en resolver los problemas de los pobres porque eran vitales desde el punto de vista militar y económico, en el siglo XXI la estrategia más eficiente (y, no obstante, despiadada) podría ser desenganchar los inútiles vagones de tercera clase y acelerar solo con los de primera. Para competir con Japón, Brasil necesitará mucho más a un puñado de superhumanos mejorados que a millones de trabajadores de a pie sanos.
¿Cómo pueden las creencias liberales sobrevivir a la aparición de superhumanos con capacidades físicas, emocionales e intelectuales excepcionales? ¿Qué ocurriría si resulta que esos superhumanos tienen experiencias fundamentalmente diferentes de las de los sapiens normales? ¿Qué ocurrirá si a los superhumanos les aburren las novelas sobre las experiencias de humildes ladrones humanos, mientras que los humanos normales y corrientes encuentran ininteligibles los culebrones sobre los amoríos de los superhumanos?
Los grandes proyectos humanos del siglo XX (superar el hambre, la peste y la guerra) pretendían salvaguardar una norma universal de abundancia, salud y paz para toda la gente, sin excepción. Los nuevos proyectos del siglo XXI (alcanzar la inmortalidad, la felicidad y la divinidad) también esperan servir a toda la humanidad. Sin embargo, debido a que estos proyectos aspiran a sobrepasar la norma, no a salvaguardarla, bien podrían derivar en la creación de una nueva casta superhumana que abandone sus raíces liberales y trate a los humanos normales no mejor que los europeos del siglo xix trataron a los africanos.
Si los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos dividen a la humanidad en una masa de humanos inútiles y una pequeña élite de superhumanos mejorados o si la autoridad se transfiere completamente a algoritmos muy inteligentes, el liberalismo se hundirá. ¿Qué nuevas religiones o ideologías podrían llenar el vacío resultante y guiar la evolución subsiguiente de nuestros descendientes casi divinos? ~
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Traducción del inglés de Joandomènec Ros.
Este es un fragmento de Homo deus. Una breve historia del mañana, que aparecerá en Debate este mes.
(Haifa 1976) es profesor de historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Ha publicado el ibro De animales a dioses: Breve Historia de la humanidad (Debate, 2014)