Volverse analfabetos

Hoy D. ha escrito para decir que mañana sale con su novia hacia la frontera de Ucrania para traerse a los padres de ella. Van a entrar en el país por Polonia.
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Uno.

Enero de 2022

Son las seis de la mañana, estoy sentada delante de la puerta de embarque y empiezo a leer La analfabeta, de Agota Kristof. El relato autobiográfico de una mujer que en noviembre de 1956, con veintiún años y una niña de cuatro meses en brazos, cruzó clandestinamente la frontera entre Hungría y Austria y se convirtió en refugiada. Olvidó su diario y sus primeros poemas en la casa de la que huyó y que una vez a salvo, en Suiza, no saber hablar francés la llevaba a la casilla de salida de la vida. A no poder comunicarse. 

La lectura me sienta mejor que el café que acabo de tomarme porque de repente ya no tengo sueño. Que un relato consiga despertarte es volver al hogar, a la primera experiencia de lectura. 

Cuando llegué por primera vez a Berlín no hablaba ni una palabra de alemán, los primeros meses los pasé en una especie de burbuja de vacío que solo rompía de vez en cuando en un mal inglés. Si no sabes hablar el idioma la gente te trata como si fueras tonta. Te repiten las frases alzando cada vez más el tono como si lo tuyo no fuese ignorancia sino sordera, resulta intimidante incluso si toda tu documentación está en regla y no eres una refugiada. 

Se dice muchas veces que el racismo se cura viajando, no estoy de acuerdo. Si efectivamente existe una cura solo puede ser pasando una temporada viviendo en un idioma que desconoces, volviendo a ser analfabeta. Descubrir la sensación de fragilidad que supone depender de la buena voluntad del que tienes enfrente para que haga lo posible por entenderte, convivir con la rabia de pensar que, aquellos que te rodean y ponen un gesto de hastío cuando les pides con marcado acento extranjero que repitan lo que acaban de decir nunca serán capaces de entender que en tu propia lengua eres inteligente e interesante. Tu único problema es que eres una adulta que se ve obligada a expresarse con los conocimientos lingüísticos de un niño de cuatro años.  

Dos.

Marzo de 2022

Los primeros días sentí alivio por no vivir ya en Berlín, porque la guerra me queda más lejos. La acumulación de imágenes de los bombardeos sobre Ucrania, de civiles huyendo o escondidos en estaciones de metro va causando cada vez menos sorpresa y menos estupor. La guerra debería ser rápida y fulminante o nos acostumbraremos a ella. Es más, corremos el riesgo de llegar a aburrirnos muy facilmente y eso es aún más aterrador que los bombardeos en sí. 

Los amigos que aún viven en Berlín mandan noticias. Hoy D. ha escrito para decir que mañana sale con su novia hacia la frontera de Ucrania para traerse a los padres de ella. Van a entrar en el país por Polonia. Comentamos las cuestiones logísticas, hay que llenar el depósito del coche antes de entrar en Ucrania y tal vez llevar algún combustible extra en el maletero, tener mucho cuidado para no pinchar una rueda, entrar al amanecer y así aprovechar las horas de luz porque circular de noche sería demasiado peligroso, ¿será necesario llevar algún tipo de arma?, ¿se puede volver de esta huida siendo los mismos? Hace una semana otro amigo fue a buscar a su familia y ahora dice que quiere replantearse toda su vida, que se siente ridículo yendo a trabajar a su oficina como si nada. Una huida por una amenaza real recoloca las prioridades y te hace sentir que hasta ahora tu vida se ha desarrollado en un escenario de simulación. De repente, vivir o morir depende de que alguien esté dispuesto a entrar en territorio enemigo. 

Vuelvo a recordar La analfabeta y mi frivolidad de compararme con ella hace solo un mes y medio. Pienso en los hogares abandonados, en los objetos cogiendo polvo, en las casas que aún no han sido destruidas pero que están vacías a merced de las bombas, que no pueden ser refugio. En los diarios y poemas que habrán quedado abandonados por aquellos que huyen a este lado para empezar de cero como analfabetos. Si fuese creyente rezaría por D. y su novia, pero aguantaré la respiración hasta que sepa que vuelven a estar a salvo. 

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Bibiana Candiaes escritora y periodista. Ha publicado con Ediciones Torremozas dos poemarios 'La rueda del hámster' y 'Las trapecistas no tenemos novio', el libro de relatos 'El pie de Kafka', y el artefacto narrativo 'Fe de erratas' con Franz ediciones.


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