Es posible que haya pocas franquicias de videojuegos más exitosas que The Legend of Zelda. No sólo en términos económicos sino, principalmente, de calidad. Por eso parece válido cuestionar la pertinencia de modificar algo que funciona bien. Pero las fórmulas se desgastan, pierden fuerza y algo hay que hacer para ponerlas al día. Esta entrega de Zelda, aunque suene a lugar común, logra darle un giro a los elementos tradicionales de la franquicia sin dejar de ser fiel a lo que hizo de esta serie la favorita de muchos.
Sepan los puristas que no hay necesidad de entrar en pánico porque ahí están los elementos de siempre: Link, la princesa Zelda, el reino de Hyrule, Ganon, aventuras y acertijos. Pero también hay novedades muy profundas, elementos que desconciertan para bien: nos sacuden, nos incomodan, nos obligan a poner atención. Lograr esto en un videojuego común y corriente es sumamente difícil; en uno con la historia tan dominante de Zelda es digno de aplauso.
Acaso el elemento más desconcertante del juego sea la amplitud del mundo: Hyrule es un territorio en el cual es fácil y en el que vale la pena perderse. Sí, los mundos abiertos no son novedad –ahí están Grand Theft Auto y todos sus herederos para demostrarlo. Pero ningún Zelda había tenido un mundo tan abierto como éste. No me refiero sólo al tamaño sino a la estructura narrativa. Un elemento típico de cualquier Zelda era que el juego te obligaba a seguir un camino predeterminado: primero había que ir al calabozo X para obtener el gancho arrojadizo que te permitía ir al siguiente calabozo, donde estaba otra herramienta que abría el siguiente nivel y así sucesivamente. Con una estructura así es difícil sentir libertad. Por amplio que sea el mundo, siempre parece que alguien nos lleva de la mano. Breath of the Wild recurre a una estrategia distinta. Link puede obtener artículos que le hacen la vida más fácil (botas para caminar cómodamente en la nieve, por ejemplo) pero las habilidades necesarias para cumplir su misión las obtiene muy temprano en el juego. Así, a diferencia de entregas anteriores, ahora Link puede decidir de manera libre a dónde ir, qué calabozo enfrentar primer o qué reto ignorar.
Conforme se acerca al final, es muy posible que el jugador comience a postergar –así sea de manera inconsciente– el enfrentamiento con Ganon. No por cobardía sino por una especie de nostalgia anticipada: duele abandonar un mundo como Hyrule y es muy fácil caer en la tentación de explorar todos los rincones sin otro objetivo que contemplar un amanecer desde una montaña o saber cómo se ve un lago desde el oeste en lugar de desde el sur. Nada más normal que pasear a lo largo del mapa sin ningún objetivo claro, como cuando las personas salen a caminar al parque sólo para escuchar a los pájaros. Eventualmente es indispensable abandonar esta exploración de lo desconocido para enfrentar a Ganon y liberar a Hyrule de su enemigo más odiado. Ya con la tranquilidad de haber salvado al reino es posible ir de vuelta y contestar una pregunta que me sigue agobiando: ¿qué habrá del otro lado de esa montaña?
Otro acierto de Breath of the Wild es narrativo. La historia se va contando poco a poco y para saber qué sucede y qué sucedió es necesario no solo avanzar en el juego sino reconstruir los recuerdos de Link a partir de una especie de rompecabezas fotográfico. Además, la relación entre los personajes es mucho más significativa. Link sigue siendo un personaje mudo (una estrategia que pretende lograr que el jugador se identifique con él), y los demás ya no se sienten tan planos: la guardiana de los humanoides/peces (los Zora), por ejemplo, está enamorada de Link y eso genera una interesante tensión entre especies. Por otro lado, Zelda ya no es un personaje que se agote en su carácter de princesa y deja ver conflictos conmovedores como su frustración por no poder hacer frente a Ganon.
Las quejas son pocas. Sí, en algunos momentos la potencia de la consola (Wii o Switch,) exhibe sus limitaciones y aparece la infame “cámara lenta” pero tampoco es nada del otro mundo. Visualmente el juego es hermoso, con un diseño que hace recordar ciertas películas de Miyazaki y los momentos más afortunados de Final Fantasy II y sus elementos steampunk. Algo frustrante es que casi todas las armas del juego se destruyen después de usarlas unas cuantas veces: pocas cosas tan tristes como romper una espada dominante en un simple murciélago de la pradera. Como sea, ningún veterano de las campañas de Hyrule saldrá decepcionado y cualquier novato quedará, sin duda alguna, encantado.
Escritor, abogado y videojugador. Aún no pierde la esperanza de ser futbolista y, algún día, hacer un videojuego.