De Wall Street a K Street (segunda parte)

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Una de las mayores ventajas que tiene la economía estadounidense en relación al resto del mundo es la profundidad y el alcance de sus mercados públicos de valores. Éstos permiten la culminación de un proceso que comienza en algún laboratorio, dormitorio o sótano en el que alguien tiene una idea y decide emprenderla. Si lo logra es porque existen infinidad de fondos de capital de riesgo dispuestos a financiar su desarrollo, sabiendo que eventualmente podrán venderle al público la idea ya germinada, al hacer una oferta pública en alguna bolsa de valores. Todos lo hacen para ganar dinero, pero su éxito generará incontables beneficios al proveer a la sociedad con un bien o servicio deseable, al generar empleos y generar riqueza que será reinvertida.

¿Puede el gobierno conducir este proceso con similar eficiencia? No, no puede porque su motivación es usualmente cuestionable. Cuando es el Estado, y no los mercados, quien decide cuándo y a dónde asignar recursos, lo está haciendo con criterios a todas luces subjetivos. Quizá, lo hará tratando de maximizar el empleo, y no las utilidades; tal vez, invertirá con un horizonte en función de los tiempos políticos, y no de los plazos que los proyectos exigen; lo hará, también, para recompensar las lealtades y el apoyo de su “clientela” política.

Los grandes bancos comerciales no se han nacionalizado, a pesar de estar quebrados, porque los principales accionistas de éstos han gastado (¿invertido?) cientos de millones de dólares haciendo cabildeo. Han tocado a las puertas de las más poderosas firmas de lobbysts, tradicionalmente ubicadas en K Street, en Washington, para evitar que su inversión se vaya a cero.

El centro de gravedad en la toma de decisiones financieras migró, entonces, de Wall Street a K Street y eso es peligroso. Lo es más cuando la gente se empieza a creer la historia de los “malos y perversos” banqueros, y se olvida de que muchas de las empresas que nos proveen los servicios que cotidianamente disfrutamos son el producto de ese eficiente proceso en el cual, quien tiene una idea –Google, Apple, Starbucks, Federal Express- es capaz de financiarla y, posteriormente, compartir su éxito con el público, que además de gozar del servicio o producto puede incluso enriquecerse al comprar una acción de la empresa en el mercado.

Los políticos alimentan esa aversión a los mercados y a los banqueros y, al hacerlo, se convierten en los impostores que lucran con el espejismo de su capacidad para salvar la situación, resolver el problema, emplear al desempleado, rescatar a quien no puede pagar lo que debe y, al intentarlo, provocarán que la economía de Estados Unidos se “europeice” un poco más. Como he dicho antes, si el gasto fiscal garantizara crecimiento económico, Venezuela sería Alemania.

El colosal presupuesto propuesto por la administración de Obama equivale a 27.7% del PIB, el más alto desde 1945; un gasto así generará un déficit de 12.7% del PIB este año. De ser aprobado, apuntalará el proceso en el cual el gobierno desplazará peligrosamente a la iniciativa privada en la economía que ha sido la más poderosa del mundo como resultado de su excepcional capacidad empresarial. Un presupuesto de tal magnitud presume que el gobierno tiene la capacidad de entender mejor que el mercado a dónde deben ir los recursos.

El margen de error, desafortunadamente, es mínimo. Se dice en forma poco realista que al final del primer término presidencial, en 2012, el gobierno de Obama habrá reducido el déficit a 3.5% del PIB. Una reducción del déficit de esta magnitud, aun cuando se asume que el gasto se mantendrá por arriba de 22% del PIB por la próxima década, implica un colosal crecimiento en la recaudación fiscal que, en mi opinión, regresaría a este país a donde estaba en la época de Carter. La expectativa de fábula plasmada en el presupuesto asume que el país comienza nuevamente a crecer el año que viene como resultado del milagroso plan de estímulo fiscal; en mi opinión, una fantasía delirante.

Si el déficit es mucho mayor que lo que se presupuesta, financiarlo puede ser delicado y el fracaso puede traducirse en un incremento del costo de financiamiento del gobierno. Esto es como si usted decide pedir prestado dinero en el banco para emprender un negocio. Si el negocio no funciona, usted tendrá que recurrir cada vez a deuda más cara para sostener su gasto, pues irá debiendo más. Gradualmente habrá mayor riesgo implícito en prestarle: quizá empiece con el crédito bancario y acabe financiándose con la tarjeta de crédito.

A diferencia de lo que le pasaría a usted, el problema de que el costo de financiamiento del gobierno aumente es que esa es la base a partir de la cual se mide el costo para el resto de los actores económicos. Esto llevaría a que las empresas, además de tener que lidiar con una economía estancada, tendrían que padecer un mercado donde el financiamiento es escaso –porque el gobierno lo acapara- y cada vez más caro.

El gobierno de Obama está aprovechando la imperiosa necesidad de estimular la economía a corto plazo, debido al desplome del consumo y de la inversión privada, para introducir un Caballo de Troya que podría hacer que Estados Unidos acabe pareciéndose a Francia, un país con grandes beneficios sociales, pero con un futuro incierto, pues ha sido incapaz de crecer en los últimos diez años.

Si tan sólo la gente entendiera las implicaciones económicas de largo plazo de lo que este gobierno propone, verían este plan con mucha mayor cautela y escepticismo. Exigirían que el Congreso discuta este presupuesto con la seriedad que supone el potencial cambio de paradigma que representa en un momento clave de la historia.

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Es columnista en el periódico Reforma.


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