Foto: Nick Webb, CC BY 2.0

Charles Munger (1924-2023): todo está en todas las cosas

Figura de referencia en el entorno financiero, Charles Munger elaboró, en libros y conferencias, marcos para entender los flujos económicos y el mundo, basados en la curiosidad y el cuestionamiento permanentes.
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Este 1 de enero de 2024 se cumplió el centenario del nacimiento de Charles Munger (1924-2023), y si has prestado atención al lapso entre paréntesis, advertirás que murió recientemente. Más aún: murió a escasas semanas de celebrar el siglo vital, el 28 de noviembre, para ser precisos. No sería aventurado asegurar, sin embargo, que de cuantos centenarios natalicios conmemoraremos este año –destacan los de Truman Capote, Marlon Brando, Marcello Mastroianni y Eduardo Chillida–, el de Munger probablemente será uno de los que menor atención mediática habrá recibido. A estas alturas, acaso estés, hipócrita lector, preguntándote cuál es esa laguna en tu cultura general por la que no reconoces al personaje –a menos que seas suscriptor de Forbes, The Economist o te hayas doctorado en finanzas.

Además del especializado ámbito, hay dos motivos para que no hayas oído hablar de él: prefirió el anonimato y escribió muy poco. Como uno de esos sabios presocráticos, tan carismáticos precisamente por su ausencia de obra y una sabiduría acuñada en raras frases que fungen como auténticos talismanes de un saber ancestral, Munger solo escribió un puñado de artículos y pronunció selectas conferencias, a menudo en la apertura de un fondo, una biblioteca, una beca académica, pues fue también un inveterado filántropo que contribuyó y sostuvo diversas iniciativas académicas. En el que podría considerarse su libro canónico, Poor Charlies Almanack. The wit and wisdom of Charles T. Munger –que, en la tradición socrática, no escribió él, sino Peter D. Kaufman–, publicado en 2005, se consignaba que apenas si había dos libros escritos sobre él y se destacaba que era un conferencista más escabullidizo que Warren Buffet.

A despecho de esta renuencia a la ostentación con que rigió su vida, Munger fue una figura de referencia en el entorno financiero. Formado como abogado en Harvard, después de estudiar dos carreras –ninguna de las cuales concluyó–, desempeñó esta profesión brillantemente hasta 1962, año en que se convirtió en inversionista y con Jack Wheeler fundó su propia firma, Wheeler, Munger and Company, que duró de 1962 a 1976, cuando cerró, debido a los malos resultados que había obtenido en dos años.

Si bien la filosofía empresarial de este consorcio implicó un cambio en la cultura de la inversión, –pues generaba un rendimiento anual superior al 19%, mientras que la tasa de apreciación anual para el periodo 1962-75 fue de 5%, de acuerdo al Dow Jones, como expone Dam Right! Behind the scenes with Berkshire Hathaway billionaire Charlie Munger–, lo cierto es que su relación con Warren Buffet lo convertiría en un personaje legendario. Al asociarse con su paisano –ambos nacieron en Omaha–, cuyas familias eran amigas aunque ellos solo se conocieron hasta finales de la década de los cincuenta, Munger contribuyó con su perspicacia, basada en la observación, la paciencia y el cálculo de ganancias a largo plazo, a la transformación de Berkshire Hathaway de una mediana empresa en el ramo textil a uno de los corporativos más importantes y trascendentes de la actualidad, con un valor superior a los 790 mil millones de dólares. Él mismo estaba consciente de la relevancia de esta firma en términos históricos y así la definió como la empresa con “el mejor historial de inversiones a largo plazo que involucran grandes activos en la historia de la civilización” (Poor Charlie’s Almanack, p. 423).

Sin embargo, no es por su trayectoria ni por la posición eminente que detentó dentro de la comunidad financiera que he escrito este ensayo, sino porque la sabiduría que atesoró, enfocada a racionalizar las decisiones financieras, además de ser útil en ámbitos distintos proviene, en gran medida, de una actitud y una reflexión clásicas, nutridas en áreas solo en apariencia ajenas a la económica.

Su gran impulso fue la curiosidad; una curiosidad no malsana, sino empeñada en mejorar el talento natural y preservar las virtudes adquiridas a través del aprendizaje. Leía constantemente y solía proclamar que “en toda mi vida, nunca he conocido a ningún hombre sabio (en una amplia cantidad de disciplinas) que no esté leyendo todo el tiempo, a nadie”. Otra de sus convicciones era la necesidad del aprendizaje continuo como herramienta para robustecer el intelecto. Gran parte del éxito de Buffet lo atribuyó a que fuera “una máquina de autoaprendizaje”. Con este sedimento parecerá menos asombroso que en sus inicios estudiara matemáticas –en la Universidad de Michigan–, después meteorología –acatando una sugerencia del ejército de E.U., en el que entonces se encontraba enrolado–, se decantara profesionalmente por el derecho, y finalmente, en la segunda mitad de su vida, por los negocios.

La voracidad lectora y la pasión intelectual lo llevaron a afinar su visión del mundo en la que es su gran obra: The psychology of human misjudgment, una conferencia que impartió muchas veces y paulatinamente fue puliendo, donde recapitula sobre veinticinco puntos que a su juicio afectan nuestra objetividad. A la manera de Montaigne, Munger toca diversos temas, pasa de una disciplina a otra, a menudo citando a sus clásicos –una reducida nómina: Cicerón, Confucio, William Shakespeare y mucho, mucho Benjamin Franklin–, omitiendo las pesadas referencias a pie de página –esas bacinicas intelectuales– y aderezando cada conclusión con abundantes ejemplos tomados de aquí y allá, sin menoscabo de anécdotas ni experiencias autobiográficas en los terrenos que le eran familiares: los negocios, las leyes, la pesca y las cartas –de joven fue un diestro tahúr recurriendo a su dominio de la probabilidad.

Por esa inclinación a aprender de las diversas áreas del conocimiento –literatura, física, química, medicina, biología, psicología, historia, política, el deporte inclusive– y retomar sus principios, Munger tejió una cosmovisión. Apasionado de la racionalidad, solía contar que cuando lo sentaron junto a una hermosa mujer en una cena en California, cuando ella le preguntó cuál era su principal cualidad, él respondió “Ser racional”. Y efectivamente, en su longeva existencia, procuró no solo serlo, sino mejorar sus atributos.

Además de su reflexión de psicología aficionada –que recomiendo leer como un ensayo del cual podemos extraer más de una enseñanza–, elaboró dos conceptos importantes. Primero, los modelos de mentalidad múltiple, es decir, la importancia de estudiar diversas disciplinas y de familiarizarse con las grandes ideas que articulan nuestro saber para evitar la miopía que provoca la especialización. A través de ellos fue que Munger llegó a la percepción de la economía como un ecosistema en el que los distintos elementos, incluso aquellos que parecieran disímiles, se encuentran en relación. El segundo fue la formulación de un concepto primordial que transformaría la cultura financiera: los mapas mentales, los cuales permitirán reducir el caos y la confusión que suscitan los problemas de la inversión compleja.

¿En qué nos ayuda esto? ¿Cómo aprovechar esas nociones, adecuadas para un ámbito específico pero peregrinas para quien se dedica a las artes, las humanidades o la reflexión? Munger solía citar, para desmentirlo, a un abogado que preconizaba que una mente eminentemente jurídica, en caso de encontrarse con una situación que implicara aspectos distintos, debía separar el uno del otro y estudiar únicamente el legal; Munger juzgaba una tontería la especialización incapaz de ver que todo se relaciona con todo. No solo reaccionó contra las certezas de los dómines en el campo que estudió –el derecho–, sino también contra la sabiduría –o su ausencia– que suele regir en la investigación universitaria. Advirtió muchos de los males que a menudo notamos los forajidos en la academia, pero que sus residentes no admiten: la producción rumiante de un solo tipo de conocimiento, con frecuencia inservible fuera de su noria. De ahí la importancia de sus enseñanzas, que nos motivan a asediar un objeto desde perspectivas distintas sin limitarnos a un solo método.

Además de señalar las limitaciones del pensamiento único, Munger indicó las disparidades entre la teoría y la práctica tanto en la esfera de las leyes como de las finanzas. Estaba convencido de que la mayor parte de la enseñanza que se imparte en las aulas es inútil en la vida cotidiana. Ejemplificaba su juicio con casos de empresas y facultades que habían elegido como directores a personas no aptas, o fraudes y embelecos que hubieran podido evitarse de haber sido más cuidadosos en la elección de sus abogados y consultores. “Enseñarle a la gente fórmulas que no sirven para nada en el mundo real es un auténtico desastre para el mundo”, sentenció.

Con su inefable sonrisa, a medias bondadosa, a medias sarcástica, y un aspecto extraño porque se encontraba ciego de un ojo a causa de una mala operación quirúrgica, Munger parecía un anciano alienígena más que un astuto financiero. Me recuerda a Yoda, y como las de esta criatura, sus sentencias evocan a sus lejanos ancestros presocráticos que, buscando entender el cosmos, quisieron explicarlo a través de principios que, pese a sus limitaciones y equívocos, detonaron la pesquisa como acicate intelectual. Sus observaciones sobre el fanatismo y el lavado de cerebros, la trampa de la ideología política y los errores en los que incurren las comunidades, son singularmente certeras en la actualidad. Bastaría con leer su advertencia contra los peligros de inducir a los jóvenes alumnos en ideologías cerradas, excluyentes y ortodoxas para reconocer el germen de la guerra cultural que vivimos actualmente. De igual modo señaló, entre las actitudes que nos someten a la estupidez, la obediencia al entorno, el seguimiento de la opinión común, la complacencia en los prejuicios y la subordinación al principio de autoridad, todo lo cual se traduce hoy en populismo, la negación de la verdad y el ataque pertinaz a quien señala la desnudez del emperador. Si bien en apariencia lo menos revolucionario que existe es un inversionista, Munger nunca abandonó su insolencia pueril y cuestionó permanentemente las verdades anquilosadas, mostrando que más que verdades son yerros enquistados.

En más de un sentido, Munger me recuerda también al viejo Ezra Pound, con sus arremetidas contra la erudición hueca de la academia, sus exigencias de la necesidad de conocer la tradición y practicar continuamente hasta que el dominio técnico vuelva fluida la creación –como método para fortalecer el intelecto y el razonamiento, Munger aconsejaba el aprendizaje continuo–. Y por supuesto, me recuerda a Gabriel Zaid, con su voluntaria elección del anonimato y sus señalamientos de la inutilidad del conocimiento desligado de la práctica, de sus denuncias del poder fáctico derivado de la universidad, donde la autoridad se obtiene a través de la obediencia y de un respeto sin cortapisas a la jerarquía, incluso aunque los errores sean evidentes.

Por tales virtudes, Munger amerita ser conocido en ámbitos distintos a las finanzas: sería una buena manera de invertir la fórmula que tanto recomendó. De la lectura, las letras y las ciencias tomó elementos para afinar su criterio financiero, y de esa depuración es hora de tomar sus mejores principios para transformar nuestros modelos mentales en el pensamiento y en las artes.

Dicho lo cual, no tengo nada que agregar. ~

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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