Cuando empecé a trabajar en reducción de riesgo de desastres, una de las primeras cosas que aprendí fue a distinguir entre peligros naturales y desastres. Los peligros son eventos riesgosos, como los terremotos, los huracanes y los fríos extremos. No podemos hacer nada para evitar que ocurran, aunque, parece que sí podemos empeorarlos, ya sea causando terremotos a través del fracking o a través de la depredación medioambiental que hace que algunas tormentas sean más intensas.
Pero los peligros naturales no causan desastres de manera automática. Un terremoto en medio de un desierto sin habitantes no causa daños. Un tsunami puede afectar plantas y animales, pero si no hay personas o edificios en las costas, no diríamos que es un desastre. La interacción entre un peligro y la presencia de actividad humana es lo que crea una catástrofe.
A diferencia de los peligros, las decisiones humanas y sociales son algo que podemos cambiar. Si los ejemplos anteriores parecen extremos, consideren el tsunami de 2004 en el océano Índico, una ola de 30 metros de altura ocasionada por un temblor de unos 9 grados en la escala de Richter, que dejó 250 mil muertes, y el tsunami de Japón de 2011, otra ola de 30 metros de altura causada por un temblor de magnitud similar, pero causó menos de 20,000 muertes. Otros ejemplos son el temblor de 7.0 grados de Haití en 2010 que mató a más de 100,000 personas y el temblor de 8.8 grados en las costas de Chile en 2010 que mató a menos de 600. Ningún peligro es exactamente igual a otro, pero al ver la relativa similitud entre eventos y la enorme discrepancia entre sus impactos, una cosa queda clara: los peligros son sólo una parte de lo que causa un desastre. El resto recae en nosotros.
Los sistemas de alerta temprana, rutas de evacuación, simulacros, educación y consciencia son elementos críticos, especialmente ante los desastres que ocurren rápidamente, como los terremotos y los tsunamis. Pero, aunque estar preparados es importante, el verdadero poder de entender que los desastres no son naturales llega más al fondo del asunto. Los expertos suelen resumirlo con la fórmula R=P x V, donde el riesgo de los desastres (R) es un producto de los peligros (P) y de las vulnerabilidades (V). Las construcciones de mala calidad son una vulnerabilidad que convierte a los temblores en desastres mortales. La falta de acceso a agua potable puede convertir un brote de cólera en una epidemia.
Es cierto que estas vulnerabilidades, que son fatales en interacción con un peligro, tampoco son convenientes en otros momentos. Una casa mal construida puede derrumbarse sin un sismo de por medio, o causar estrés, costos y problemas de salud en muchas formas y a largo plazo. La falta de acceso a agua limpia puede ser mortal incluso sin un brote epidémico, pero cuando ocurre en casos individuales y no va acompañado de algún encabezado tenebroso, prestamos menos atención.
Esto significa que podemos analizar una crisis en retrospectiva para entender las debilidades subyacentes en un lugar. Los desastres, con sus periodos de tiempo comprimidos y una atención mediática intensa, revelan problemas de larga data, que los residentes pueden haber considerado normales o inevitables, así como las desigualdades que las personas en el poder prefieren ignorar.
El plan de evacuación para el huracán Katrina en Nueva Orleans fue muy exitoso, pero solo para las personas con automóvil, lo que mostró cómo el transporte de la ciudad y la región les fallaban a los ciudadanos de manera regular. La pandemia de covid-19 ha demostrado, de manera terrible, cómo el acceso desigual a servicios de salud, usualmente correlacionado con la raza de los usuarios, ha conducido a la presencia de enfermedades crónicas y problemas de salud prevenibles en amplios grupos de la población estadunidense. El frío extremo en Texas a mediados de febrero puso en evidencia a un sector de servicios públicos diseñado para obtener ganancias en el corto plazo en lugar de una provisión robusta de servicios esenciales.
Conforme nuestras sociedades se industrializan cada vez más, los peligros naturales empiezan a convivir con los multiplicadores de impacto creados por los humanos. Por ejemplo, las aguas de las inundaciones tras los huracanes Katrina en 2005 y Harvey en 2017 en Houston estaban contaminadas con residuos industriales y químicos. La fusión de los reactores en la planta nuclear Dai-ichi en Fukushima fue solo la interacción más notable entre la naturaleza y la industria después del tsunami de Japón del 2011; al también hubo tanques de petróleo situados costa afuera que, arrojados hacia las ciudades por la fuerza de las olas, ocasionaron incendios devastadores.
Por algo a los gobiernos les gusta referirse a los desastres como naturales, como actos de Dios, como sucesos sin precedentes e imaginables: eso los absuelve de toda responsabilidad, no solo respecto a los preparativos específicos que debieron haberse realizado para mitigar el desastre, sino también de las condiciones subyacentes que dañan a su población todos los días y que se exacerban cuando un peligro sucede.
Si pensáramos demasiado en esto, podríamos comenzar a exigir mejores respuestas. Si lo pensáramos, quizás empezaríamos a preguntarnos por qué un huracán que mata a mil personas es catalogado como un desastre, pero no las 30 mil muertes ocasionadas por armas de fuego en Estados Unidos, ni el agua contaminada en Flint, Michigan y otros lugares de Estados Unidos, ni la pobreza o la falta de acceso a servicios de salud tampoco son desastres. Si lo pensamos mucho, quizá querremos un cambio.
Hay algunas buenas noticias. Este vínculo cercano entre las desigualdades cotidianas, las debilidades de la sociedad y los impactos de los desastres significa que podemos prepararnos para los desastres mejorando nuestras vidas. Mejorar los servicios públicos como el transporte, las comunicaciones, la electricidad y la infraestructura hidráulica hará de nuestras ciudades y zonas rurales más resilientes ante los desastres. Asegurar que las personas no tengan que ir a trabajar cuando es peligroso que lo hagan –ya sea porque un virus se está propagando o porque un huracán se avecina– ayudaría a reducir las pérdidas humanas causadas por los desastres. La atención médica asequible y accesible para todos significará que las personas y sus comunidades estarán en mejores condiciones para sobrevivir en tiempos difíciles, ya sean una semana de bajas temperaturas o una peligrosa temporada de gripe.
Nada va a eliminar por completo a los peligros ni a los desastres. Pero, como recuerda la tragedia en Texas, podemos hacer mucho más para salvar vidas y para vivir mejor.
Este artículo es publicado gracias a la colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America y Arizona State University.