¿Más estímulos? No, gracias (1)

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Déjeme decirle algo obvio: los gobiernos son malos inversionistas. Hay muchas razones que explican porqué. En mi opinión, la más importante es que quien decide en qué invertir no está haciéndolo con su propio dinero. Y pocas cosas hay más fáciles que derrochar el dinero ajeno. Una segunda razón viene del hecho que, en muchas ocasiones, será evidente cuán buena o mala fue la inversión cuando ya nadie recuerde quién decidió invertir. Por último, los criterios para decidir serán políticos y estarán frecuentemente reñidos con el beneficio económico.

Esto es algo que parecen olvidar quienes claman por más estímulos fiscales y mayor gasto público. Cuando escribí en este espacio que un estímulo no era mala idea, dije que se debería aprovechar para modernizar la obsoleta infraestructura estadounidense: hacer aeropuertos, ferrocarriles de alta velocidad, desarrollar infraestructura portuaria, poner redes de banda ancha en ciudades enteras, etcétera. Ahora sabemos que el gobierno gastó más de 800 mil millones de dólares en estímulos, y hay poco qué mostrar a cambio del gasto.

Una parte no menor se fue en tratar de estabilizar y apoyar al vapuleado mercado inmobiliario. Esto denota, a mi juicio, no solo la arrogancia de los políticos que creen que es posible “detener” la caída de un mercado de ese tamaño en forma permanente, sino también la profunda confusión con respecto a cuál es el objetivo que se persigue al gastar tan colosales recursos.

Si preguntáramos a los “geniales” artífices detrás de tal política, nos dirían que el objetivo de apoyar al mercado inmobiliario era, primero, permitir que las familias estadounidenses siguieran consumiendo. El consumo privado suma casi tres cuartas partes del Producto Interno Bruto de Estados Unidos. En los últimos años, este se sustentó en el incremento en el precio de las viviendas. Las casas se volvieron el “cajero automático” de las familias. Si el precio de una casa incrementaba de 150 mil a 180 mil dólares, el propietario se sentía confiado al asumir 30 mil dólares de deuda adicional (usando a su casa como colateral), y gastarlos. Si se podía evitar que los precios cayeran, eventualmente el consumo regresaría y la economía se recuperaría. Segundo, era una forma de apoyar a los bancos. La caída en el precio de las casas ha hecho que el monto que las familias deben exceda, en muchos casos, al valor de la casa (el colateral de la deuda), invitando a muchas familias a simplemente irse y dejar que sea embargada por el banco. Tercero, era una forma de propiciar que la gente permaneciera en sus casas y tuviera una vivienda digna.

Ahora vemos lo errado de esa política. La deuda total de las familias estadounidenses llegó a ser más de 130% del PIB en 2008. En 1956, esa proporción era de tan solo 36%, y 65% en 1985. Se duplicó en los últimos veinte años debido a la estrepitosa caída en el ahorro y al hecho de que el ingreso medio se ha ido reduciendo. Las familias estadounidenses compensaron primero incorporando a las mujeres a la fuerza laboral y después incrementando su endeudamiento para mantener su nivel de gasto.

Déjeme decirle algo obvio. Si usted decide vivir más allá de sus posibilidades, financiando su gasto con deuda, después va a tener que reducir su gasto para pagar lo que pidió prestado y los intereses sobre el crédito. Alternativamente, quizá logre usted incrementar su ingreso o sacarse la lotería, pero lo más probable es que va a tener que ajustar su gasto para pagar lo que pidió prestado. Esto no es tan irracional como parece. En el ciclo de vida de mucha gente, hay un período de alto gasto que tiene que ver con la educación universitaria de los hijos. Con ellos fuera de casa y con un ingreso que se mantiene constante es posible gastar menos y tener un excedente para pagar la deuda. Pero ese supuesto asume que uno se mantendrá empleado, con el mismo ingreso, y que no tendrá gastos extraordinarios, como los que acarrean los problemas de salud.

El fortísimo crecimiento del endeudamiento estadounidense refleja, en parte, el envejecimiento de los llamados “baby-boomers”[1], a quienes ahora les toca pagar lo que deben. Durante un tiempo creyeron en un espejismo: pensaban que sus viviendas continuarían apreciándose y que algún día podrían venderlas para retirarse con esos recursos sin necesidad de haber ahorrado. Después de una caída de más de 30% en el precio de la casa promedio, la situación se ha vuelto infinitamente más complicada: la deuda se mantuvo sin cambio, pero el activo que utilizaron como colateral para pedir prestado –es decir, su casa– vale hoy mucho menos (y, en 21.5% de los casos, incluso menos de lo que vale la propia hipoteca).

Las familias estadounidenses están haciendo lo racional. Gastan menos para ahorrar más (la familia promedio ahorró 4.1% de su ingreso disponible en el cuarto trimestre de 2009), y van reduciendo su deuda. Su endeudamiento se ha reducido 6.5% desde el punto máximo alcanzado en 2008. El año pasado, por primera vez desde que se mantienen registros, se redujeron los balances totales de hipotecas y tarjetas de crédito (1.7%) a tan solo $43,874 dólares por cada residente en Estados Unidos. La baja refleja no solo el intento de las familias por reducir la carga de su deuda, sino también dos factores extremadamente inoportunos: primero, que los bancos están disminuyendo las líneas de crédito de los individuos y endureciendo sus estándares para prestar; segundo, que hay más de 14.6 millones de desempleados, muchos de quienes simplemente han abandonado sus deudas. Curiosamente, eso les ha dado más recursos a corto plazo, conforme han dejado de hacer pagos mensuales sobre hipotecas o tarjetas de crédito, pero también les impedirá volver al mercado crediticio por muchos años.

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[1]Así se le denomina a quienes nacieron durante los años del boom de crecimiento poblacional posterior a la Segunda Guerra Mundial, típicamente considerado entre 1946 y 1964.

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Es columnista en el periódico Reforma.


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