Imagen: Maurizio Pesce/Wikimedia Commons

TLCAN 2.0: el arte de no ceder…¿para ganar?

El acuerdo preliminar bilateral entre Estados Unidos y México muestra la tan anunciada rudeza negociadora del presidente Trump y parece señalar una ruta pedregosa para las siguientes etapas de las negociaciones.
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Lo ocurrido después de más de un año de renegociaciones entre los representantes de México, Estados Unidos y Canadá alrededor del Tratado de Libre Comercio (que a la postre ha terminado preliminarmente como un acuerdo bilateral de comercio que excluye por el momento al gobierno de Ottawa) es una muestra patente de la aplicabilidad de algunas de las reglas escritas y no escritas del inevitable, aunque fascinante, proceso de entablar una negociación. Una de ellas es la que establece: “no cedas si con ello convences al otro de que él es quien debe ceder primero”.

La llegada, en 2017, de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos condicionó de manera irrecusable el inicio de una serie de conversaciones sobre un TLCAN que parecía no renegociable desde su firma en 1992, y estableció desde un principio la tónica de lo que sobrevendría después: no ceder para ganar. Convertido desde su arribo a la Casa Blanca en un estólido adalid de ese proteccionismo neomercantilista al que parece reducirse su visión del comercio mundial —y del papel que en él debe jugar esa “América” llamada a ser “grande otra vez”— Trump emplazó muy pronto a México y a Canadá a renegociar con su país los términos del Tratado.

Lo hizo bajo el argumento de que ya habían sido muchos años de “abusos” en contra de una industria manufacturera estadounidense contraída en número de empleos a menos del 10% del total de los creados por la economía (un porcentaje relativamente bajo frente al más del 15% que llegaron a significar en los inicios del Tratado), y de que ya era tiempo de que a sus trabajadores se les resarciera por los efectos “del peor tratado de la historia”.

En esa misma lógica de no moverse un ápice de su postura se entiende también la imposición, por parte de la administración Trump, de un arancel del 25% al aluminio y al acero mexicano y canadiense, así como otras exigencias hechas al amparo de la posición de Estados Unidos como socio dominante. La llamada “clausula sunset” (sobre la revisión quinquenal de los términos del acuerdo y la posibilidad de una terminación anticipada e incluso unilateral por parte de los Estados Unidos), las modificaciones a las reglas de origen (que particularmente para el caso de la industria automotriz obligaría a pasar del 62.5% a un porcentaje mayor de componentes estadounidenses), así como la eliminación del capítulo 19 sobre la resolución de disputas (mediante el cual era posible apelar a la discusión de eventuales prácticas desleales entre las partes) son sólo unas cuantas muestras de ese “no ceder para ganar” por el que ha venido apostando el equipo de Trump.

El rudo negociador que es el presidente estadounidense ha querido marcar el compás al que debe bailarse en las rondas de renegociación del TLCAN. Lo preocupante para México —y para la región en general— es que esa apuesta parece estarse traduciendo en aquello que el díscolo magnate neoyorkino pretendía: el anuncio del acuerdo bilateral que, con carácter preliminar, no incluye por lo pronto a Canadá parece debilitar la integración comercial planteada hace más de veinte años y ello podría traducirse en un retroceso para empresas y consumidores a ambos lados de la frontera de México con los Estados Unidos.

En principio, porque si bien el gobierno de Enrique Peña Nieto parece haberse apuntado un éxito al conjurar el riesgo de una ruptura definitiva en las negociaciones, muy poco amplía las ventajas previas acumuladas —fuera de la continuidad del TLCAN, ahora por lo pronto bajo la forma de un acuerdo bilateral. El acuerdo anunciado recientemente de incrementar de 62.5 a 75% el componente regional de los automóviles, junto con la condición de que el 40% de su valor provenga de zonas donde los trabajadores ganen por lo menos 16 dólares por hora parece orientado a estimular la producción nacional de autopartes y hacer justicia a los salarios mexicanos en la industria. Lo cierto es que, dadas las condiciones actuales de la producción mexicana de insumos intermedios (buena parte de ellos importados de Japón, China, Alemania y Corea del Sur) y de los salarios pagados en la industria (con un promedio observado de 3.14 dólares), una vez en vigor el acuerdo, los beneficios podrían tender a concentrarse del lado de los Estados Unidos.

Algo semejante puede plantearse respecto a la aparente no incorporación de la “clausula sunset”: la revisión acordada para cada 6 años y la limitación de la vigencia del acuerdo a 16 años no dejan de tender un manto de incertidumbre sobre el curso que adoptará en el mediano y largo plazos esta versión preliminar de un TLCAN “modernizado”, y es esa misma incertidumbre la que podría inhibir la puesta en marcha de procesos tecnológicos y de innovación industrial —como los que requiere nuestra industria automotriz— con horizontes de maduración a largo plazo.

Frente al embate proteccionista y con una lógica de suma cero de Donald Trump, los años por venir habrán de mostrar a mexicanos y estadounidenses si la opción de ceder frente a quien no cede por compulsión sistemática resulta ser la opción más adecuada. Jean Paul Getty lo decía en estos términos: “Mi padre decía que no había que quedarse con todo el dinero que había en un trato, porque si uno se hacía la reputación de quedarse siempre con todo el dinero, ya no habría más tratos.”

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