El nuevo acuerdo comercial en América del Norte, de lo menos malo a lo posible

La incorporación de Canadá a la nueva versión —imperfecta, incluso en cierta forma regresiva— de un nuevo acuerdo comercial para América del Norte constituye una medida de sensatez frente al embate del populismo de derecha que domina hoy los Estados Unidos
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Y finalmente se unió Canadá. Lo hizo previsiblemente porque su eventual salida del acuerdo trilateral de libre comercio del que forma parte con México y los Estados Unidos habría significado un retroceso de cuantiosas proporciones para su economía. Particularmente para los imbricados eslabones productivos que desde la entrada en vigor del acuerdo, en 1994, se han venido construyendo en sectores como el automotriz o el de la industria aeroespacial. A tal grado se encuentran entreverados muchos aspectos de las tres economías de Norteamérica que sus respectivas cámaras de comercio debieron de saltar de contento cuando, ante los amagos neomercantilistas de Trump de liquidar el acuerdo, han tenido que aceptar uno que por lo pronto en materia de libre comercio es una sombra del próximamente extinto TLCAN.

Pródigo en cuotas y en reglas que introducen una serie de restricciones al libre intercambio de bienes y servicios —como esa que limitaría las exportaciones de vehículos fabricados en México y Canadá a 2.6 millones de unidades, pese a que la exportación histórica máxima para el caso mexicano ha superado ya las 3 millones de unidades; o esa otra que obligará a construir vehículos con acero y aluminio mayoritariamente proveniente de la región, pero en un contexto en el que Estados Unidos conserva aún la imposición de un arancel del 25% al proveniente de sus contrapartes—, el llamado USMCA (como se le ha denominado en inglés al nuevo acuerdo tripartita) es “lo menos malo” que pudo conseguirse de cara a la amenaza que se cernía sobre su continuidad.

Y no es que los equipos negociadores de México y de Canadá no hayan hecho lo posible por oponer al embate proteccionista de la administración de Trump la suficiente resistencia y sensatez: allí están, por ejemplo, las concesiones que por lo que respecta a la llamada cláusula sunset y la resolución de controversias consiguieron arrancarle al equipo negociador encabezado por Robert Lighthizer; también están allí las cartas paralelas por las que ambos países buscarían librar a sus industrias del aluminio y del acero del arancel impuesto en junio pasado por Washington. Lo que ocurre es que en el entorno que emerge del entendimiento negociado por los tres países —cuya ratificación dependerá en todo caso de la composición política del Congreso estadunidense a raíz de las elecciones intermedias de noviembre— el espíritu de la trilateralidad se encuentra evidentemente dominado por las exigencias del socio más fuerte.

Cierto, en la negociación con Canadá, éste accede a restituir el contenido del Capítulo 19 concerniente a la resolución de disputas, pero a cambio irrumpe en mercados que se supone resolverán sus problemas de “déficits” y de pérdida de negocios (como el avícola y el de lácteos canadienses). Con México consiente en alargar el plazo de revisión del acuerdo a 6 años y a prolongar su duración por 16 años consecutivos, pero antes se asegura de que las reglas de origen para la exportación de vehículos automotores se modifiquen —deberán contar ahora con el 75% del valor regional y tendrán que provenir de plantas donde se paguen altos salarios— con el fin de “traer de vuelta” los cientos de miles de empleos que la industria automotriz mexicana le ha venido “robando” sistemáticamente.

La admonición de Trump contra los defensores del TLCAN firmado en 1992 y contra los gobiernos anteriores de su país parecería estar justificada sino fuera porque yerra en el diagnóstico de las principales razones de la caída del empleo manufacturero en los Estados Unidos. Esa caída se explica fundamentalmente por el cambio tecnológico, por el estancamiento en los niveles de productividad (asociados indefectiblemente a las oportunidades y a las mejoras educativas) y por el ingreso de China a la OMC en 2001. Ni la apertura del mercado de lácteos canadiense ni las reglas de origen ventajosas en la industria automotriz serán suficientes para llevar de vuelta al socio dominante en el USMCA los empleos perdidos, y el que no haya la suficiente claridad para admitirlo sólo conducirá a exigirle al acuerdo lo que nunca estará en condiciones de cumplir. “Nuestra mayor concesión es no romper con el acuerdo”, ha dicho Trump. Y al avenirse, a cambio de unas cuantas concesiones, con lo sustantivo de sus demandas, tanto México como Canadá parecieran convalidar lo que el ufano empresario inmobiliario metido a presidente pregona a seguidores y detractores.

Tienen razón quienes afirman que el USMCA amplía considerablemente lo que el TLCAN en su momento contempló. La inclusión —a diferencia del Acuerdo de 1992— de un capítulo referente a las industrias culturales y otros más relativos a temas como la propiedad intelectual, el intercambio digital y la libre asociación sindical apuntan a un entendimiento comercial que, instalándose en el siglo XXI, parece modernizarse. Lo hará plenamente si los países que lo conforman integran un bloque lo suficientemente competitivo frente al resto del mundo y si ninguno de ellos se vincula con los otros desde la amenaza o desde la posibilidad de socavar un constructo que los debilita cuando éste puede ser debilitado. La incorporación de Canadá a la nueva versión —imperfecta, incluso en cierta forma regresiva— de un nuevo acuerdo comercial para América del Norte constituye una medida de sensatez frente al embate del populismo de derecha que domina hoy los Estados Unidos. Hacerle frente desde la inteligencia es una de las grandes tareas en los años por venir.

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