En tiempos donde predomina el reduccionismo, una idea se repite con ligereza en la conversación pública: “la economía va por un lado y la política por otro”. Es una frase cómoda, liberadora para algunos, útil para otros, y profundamente equivocada para casi todos. Porque sugiere que el desempeño económico es una fuerza autónoma, casi natural, inmune a la voluntad humana, ajena a las disputas de poder. Pero cualquier revisión seria de la historia económica –de los milagros y los colapsos, de los booms y las crisis prolongadas– lleva a la misma conclusión: no existe crecimiento sostenido sin un sistema político funcional. Los mercados no reemplazan a la política; dependen de ella.
Pese a la evidencia, el mito persiste. En versiones tecnocráticas, se asegura que los mercados “se corrigen solos”. En versiones populistas, se afirma que basta con voluntad política para corregir distorsiones económicas. Ambas posturas comparten un error: disocian política y economía como si fueran esferas separadas. La realidad –más compleja y más incómoda– es que la economía se organiza a través de decisiones políticas. La política es el terreno donde se definen las reglas, los incentivos, los límites, los derechos y las expectativas que permiten a un país crear riqueza.
La pregunta entonces no es si la política importa, sino de qué manera las instituciones, los liderazgos, las narrativas y las disputas de poder moldean las trayectorias económicas de las naciones. ¿Qué distingue a países donde el crecimiento se ha vuelto una tradición institucional de aquellos donde el desarrollo es un sobresalto ocasional?
Verificación de la realidad
Esta semana inicia la gestión de un nuevo presidente del Consejo Coordinador Empresarial. La presidenta Sheinbaum anunció el miércoles pasado la creación de un consejo para la promoción de inversiones, relacionadas con el Plan México. El Consejo Mexicano de Negocios presentó un paquete de 38 proyectos de inversión en infraestructura por 40 mil millones de dólares.
Por otra parte, hace unos días, analistas del sector privado consultados mensualmente por el Banco de México disminuyeron su pronóstico de crecimiento para la economía. Los especialistas señalaron que los factores que podrían frenar el dinamismo son la política sobre comercio exterior, la inseguridad pública, la falta de estado de derecho, la debilidad en el mercado interno y la corrupción.
De acuerdo con la encuesta, 29% de los analistas considera que el clima de los negocios en los próximos seis meses mejorará, 51% que permanecerá igual y 20% que empeorará. El documento señala que 7% de los encuestados considera que la economía está mejor que hace un año y 93% dice que no. Sólo 2% considera que con la coyuntura actual es un buen momento para realizar inversiones, 56% considera que es un mal momento y 41% por ciento no está seguro.
La estabilidad como activo económico
Resulta tentador imaginar el mercado como una entidad autónoma. Pero detrás de cada transacción aparentemente espontánea hay una arquitectura institucional que la hace posible: tribunales que dirimen disputas, leyes que protegen la propiedad, supervisores financieros que vigilan riesgos, regulaciones que sancionan monopolios, infraestructura pública que conecta territorios. Nada de esto existe sin política.
Los países más exitosos no se distinguen por tener “menos política”, sino por tener “mejor política”: reglas claras, burocracias profesionales, estabilidad regulatoria, contrapesos reales. La política es el sistema operativo; el mercado, la aplicación. Cuando el sistema operativo falla, ninguna aplicación funciona.
La estabilidad no aparece en las hojas de balance, pero influye más que cualquier indicador financiero. Es uno de los factores más estudiados por quienes deciden invertir: ¿Hay certidumbre jurídica? ¿Continuidad regulatoria? ¿Alternancia pacífica? ¿Instituciones que resisten caprichos?
Los países que lograron saltos cualitativos –Irlanda, Corea del Sur, España, los Bálticos– no lo hicieron destruyendo la política, sino reconstruyéndola: fortaleciendo tribunales, profesionalizando administraciones, estabilizando reglas, apostando por una narrativa de largo plazo.
La inestabilidad, en cambio, funciona como un impuesto invisible. Desincentiva la productividad, desalienta proyectos estratégicos, comprime horizontes, alimenta la fuga de talento.
Las grandes decisiones económicas son decisiones políticas
Detrás de cada avance económico hay una coalición política que lo hizo posible: la apertura china bajo Deng Xiaoping; la reunificación europea después de la Guerra fría; las reformas estructurales en Corea del Sur tras la crisis asiática; la estabilidad institucional en los países nórdicos durante un siglo.
Ninguno de esos episodios fue exclusivamente económico. Requirieron liderazgo, acuerdos, negociación, visión estratégica. Las ideas económicas no se implementan por mérito propio. Necesitan política que las traduzca en reglas, presupuestos y acciones.
Los fracasos obedecen al mismo principio. Hay economías que no colapsaron por falta de talento técnico, sino por erosión política: captura institucional, polarización tóxica, discursos que cancelan acuerdos, personalismos que debilitan al Estado. Antes que crisis económicas, fueron crisis políticas.
El debate sobre crecimiento e igualdad suele formularse como si fueran objetivos opuestos. En realidad, son complementarios: ningún país puede sostener crecimiento prolongado si excluye a grandes segmentos de su población.
¿Quién accede a educación de calidad? ¿Quién entra al mercado laboral formal? ¿Quién recibe crédito? ¿Quién innova? Cada respuesta es una decisión política. La desigualdad no es sólo un fenómeno estadístico; es un síntoma de instituciones que distribuyen mal las oportunidades.
El siglo XXI exige más política, no menos
Las grandes transiciones que definen nuestro tiempo –digitalización, inteligencia artificial, cambio climático, reorganización de cadenas globales, tensiones geopolíticas– demandan un grado de coordinación que ningún mercado resolverá por sí solo.
La transición energética requiere decisiones regulatorias, infraestructura pública, subsidios temporales, acuerdos globales, instrumentos financieros innovadores.
La digitalización exige protección de datos, regulación de plataformas, formación de capital humano, inversiones en conectividad, marcos éticos para la IA.
La geopolítica redefine regiones enteras. El nearshoring es una oportunidad monumental, pero solo si existe capacidad estatal para absorberlo: aduanas modernas, energía confiable, seguridad jurídica, mano de obra calificada, puertos funcionales.
Nada de esto ocurre sin la política.
La política como capacidad: el factor que distingue países
Francis Fukuyama insiste en un concepto clave: “state capacity”. No basta con tener democracia formal; se necesita un Estado que sepa implementar políticas públicas. La política no solo es debate; es ejecución.
Los países que mejor responden a crisis –pandémicas, financieras, climáticas– son los que tienen sistemas políticos capaces de coordinarse internamente, escuchar evidencia, corregir errores y mantener cohesión social. La resiliencia es un producto político.
Nuestro país se encuentra en un momento de inflexión. La política ha dejado de ser un espacio donde se construyen acuerdos. Predomina la polarización, la desconfianza, la erosión institucional. El mercado observa; la inversión duda; el futuro se estrecha.
México tiene ventajas extraordinarias –energía solar abundante, cercanía geográfica con Estados Unidos, una población joven, oportunidades de relocalización industrial–, pero ninguna de ellas se concretará sin instituciones sólidas, sin previsibilidad regulatoria, sin un servicio civil profesional competente, sin un modelo de gobernanza que haga posible la cooperación entre sectores. El nearshoring no se decreta, se gobierna.
El falso dilema entre eficiencia y justicia social
Hemos oscilado entre extremos: proyectos que privilegian la libertad económica ignorando las desigualdades, y proyectos que prometen igualdad sacrificando la estabilidad. Ninguno ha producido los resultados esperados.
El desafío real es otro: construir un Estado capaz, una política profesional, un ecosistema institucional donde la eficiencia económica y la justicia social se alimenten mutuamente.
Los países exitosos no eligen entre equidad o productividad: eligen instituciones que permitan ambas.
El mal crónico es el cortoplacismo. Cada sexenio se reinventan programas, instituciones, prioridades. La inercia institucional se ve interrumpida por cambios abruptos que destruyen capacidades acumuladas. No hay país que aguante ese ritmo. Los países desarrollados comparten un rasgo: sus políticas económicas sobreviven a sus gobiernos. Cuando un país logra eso, entra a una fase superior de desarrollo.
Un país puede crecer temporalmente por factores externos: altos precios de materias primas, liquidez internacional, demanda global favorable. Pero esos vientos cambian. La verdadera prueba no es cómo crece un país en épocas de bonanza, sino cómo sostiene el crecimiento en épocas de incertidumbre. Sin una política sólida, las turbulencias se vuelven tormentas.
La política como infraestructura invisible
Así como las carreteras conectan territorios, la política conecta expectativas. Así como la energía alimenta industrias, la política alimenta confianza. Así como la educación forma trabajadores, la política forma certezas.
Un país puede tener talento, recursos naturales, ubicación estratégica, innovación tecnológica. Pero sin política de altura, ninguna de esas capacidades se convierte en motor sostenido de desarrollo.
La inteligencia artificial, la automatización, la transformación energética y la reorganización de la globalización no eliminarán a la política; la harán más necesaria que nunca. La pregunta que definirá a los ganadores del siglo XXI no será ¿quién tiene mejor tecnología? sino ¿quién tiene mejores instituciones para usarla? La tecnología acelera; la política decide hacia dónde.
De todas las conclusiones posibles, esta es la más contundente: la política no es un accidente en el desarrollo; es su condición. No hay mercado sin ley. No hay inversión sin estabilidad. No hay crecimiento sin instituciones. No hay prosperidad sin política.
La disyuntiva no es si la política importa, sino si tendremos el valor de reconstruirla, profesionalizarla, despolarizarla. De verla no como arma, sino como herramienta. De exigir que vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser: el espacio donde imaginamos el futuro y acordamos cómo construirlo. ~