¿Y si Trump estuviese jugando bien su guerra comercial?

Los últimos movimientos de Donald Trump en la guerra comercial contra China pueden verse como una victoria simbólica, sobre todo, de cara a la reelección en 2020.
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Para bien o para mal, Trump es una figura fascinante. En menos de tres años ha roto con los moldes tradicionales de la política nacional e internacional. Ha sido capaz de retorcer el discurso, transformarlo y acabar convenciendo a mucha gente de que sus mensajes y políticas son las correctas. A la vez que ha convertido la política nacional estadounidense en un campo de resentimientos y divisiones internas, ha conseguido enfadar a sus socios internacionales, con quienes sus predecesores en el cargo se cuidaron de mantener cauces de comunicación razonables. Y lo que es más increíble aún, puede que todo esto le salga bien electoralmente.

La última subida de aranceles a productos chinos llevada a cabo por la Administración Trump ha supuesto una nueva vuelta de tuerca en esta guerra comercial en la que ha decidido meterse unilateralmente. Pero no porque esta subida arancelaria haya sido diferente a las anteriores, sino por la rápida respuesta de China devaluando su moneda frente al dólar. En múltiples medios de comunicación, esta reacción china se ha interpretado como la jugada de otra gran potencia internacional (big player) que no está dispuesta a quedarse de brazos cruzados ante los vaivenes del presidente americano. De acuerdo a esto, el planteamiento sería el siguiente: Si China responde devaluando su moneda, hará sus exportaciones más baratas (competitivas) respecto al gigante americano, consiguiendo con ello neutralizar la subida de aranceles que EE.UU. ha aplicado sobre los productos chinos. Este razonamiento sería correcto si el comercio internacional siguiese funcionando de acuerdo a las reglas del siglo XX (aquellas que se formaron con el Sistema de Bretton Woods y, posteriormente, con la Organización Mundial del Comercio). Sin embargo, cabe la posibilidad de que no observemos estos efectos predichos sino otros de mayor complejidad, pues el comercio del siglo XXI sigue otra lógica diferente.

Para entenderlo no hemos de pensar en el comercio internacional como un sistema por el cual los países (sus empresas) consiguen producir y exportar unos bienes de acuerdo a los recursos que ellos mismos adquieren dentro de sus fronteras. Por el contrario, estas empresas no adquirirán los recursos que necesitan únicamente en su país de origen sino dentro una red global internacional que han ido forjando con proveedores y clientes a lo largo de varios años. De hecho, como ocurre en multitud de casos, estos proveedores serán filiales de las mismas empresas que se habrán ido deslocalizando a lo largo del globo. Bajo este prisma, el comercio no es nacional sino transnacional. Lo que le afecte a un país acabará directa o indirectamente impactando al conjunto de la red global de producción.

En la actualidad no importa tanto participar de la red global de producción como el lugar que se ocupa dentro de ella, es decir, en qué fase de esta cadena global está produciendo la empresa (o el país). Así, si la empresa produce dentro de las primeras fases, muy probablemente estará produciendo los bienes primarios y de menor valor (añadido). Por el contrario, si produce en las fases superiores, se estará encargando del diseño y puesto en valor del producto final. Esto, que posiblemente resulte familiar, trastoca la noción de guerra comercial en el siglo XXI.

De este modo, si Trump decide subir los aranceles a productos primarios procedentes de China que posteriormente sus empresas usen como recursos productivos, estará penalizando a sus propias empresas, pues estas tendrán que adquirir esos bienes (inputs) a un coste mayor, perdiendo competitividad en sus productos finales. Como resultado, tanto EE.UU. como China, al ser el objetivo de la subida arancelaria, acabarían perjudicadas. Es más, la integración de EE.UU. y China ha ido creciendo desde finales de los años 90, haciendo estos costes más evidentes. Bien es cierto que China ha ido mejorando y subiendo dentro de las fases de producción globales, lo que ha provocado que ya no sea tan solo el productor de bienes primarios sino también de aquellos en las últimas fases de la cadena. Este hecho también parece poner muy nervioso a EE.UU. (como hemos visto en el caso de Huawei).

Ante estos costes, China ha optado por devaluar su moneda nacional. Dejando de lado los movimientos de capital que esta medida pueda ocasionar, cabe esperar que la adquisición a menor coste de los bienes primarios (inputs) por parte de empresas estadounidenses les genere una venta competitiva y no una pérdida, como hasta el momento se ha planteado. Es decir, la integración de las cadenas de valor ha provocado que las políticas cambiarias de un país difícilmente puedan alterar las reglas del juego comercial. De ser este el caso, y eso lo veremos con el tiempo, China se encontraría con menores políticas con las que responder a EE.UU. De aquí que tengamos que entender la reacción de China más como una actuación simbólica dentro de la geopolítica de las relaciones comerciales que como una medida con efectos potentes y reales sobre su competidor americano. Una medida que, por cierto, podría producir incertidumbre a los inversores que estuviesen considerando la economía china como destino de sus capitales.

Además, en el momento en el que se escriben estas líneas, EE.UU. ha anunciado que retrasará la subida arancelaria sobre los bienes tecnológicos chinos hasta que pasen las navidades de final de año. Con este segundo anuncio, Trump estaría evitando que el encarecimiento de los productos (inputs) provenientes de China pudiese tener un impacto negativo en sus cadenas productivas y en el consumo final de sus familias. Pero más importante aún es el mensaje que consigue lanzar. Y es que, tras la repentina devaluación del yuan, EE.UU. no solo ha conseguido que China tenga que recurrir a una herramienta poco convencional como es la política cambiaria, sino que ha conseguido vencer un pulso al socio chino, guardándose una nueva amenaza de subidas arancelarias de cara a entablar una futura negociación comercial con China, tal y como plantearon meses atrás.

Además, esta victoria simbólica de la Administración Trump, sumada a todas aquellas que ha ido acumulando en su peculiar guerra comercial, se puede leer también en términos de política interna nacional para Trump. No olvidemos que 2020 es año de elecciones en EE.UU. y todas aquellas muestras de atención y defensa hacia sus posibles votantes que este presidente pueda atribuirse no solo ayudarán, sino que reforzarán sus mensajes de defensa ante el supuesto agravio que el comercio con China genera sobre los trabajadores americanos. Y es que el mundo del siglo XXI implica nuevas reglas y nuevos relatos. Por ello, jugar adecuadamente con los tiempos y no tanto con las políticas nacionales puede resultar muy efectivo.

 

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Jorge Díaz Lanchas es economista investigador y profesor asociado de la Universidad Loyola Andalucía.


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