Damián Ortega. Foto: Cortesía del Museo del Palacio de Bellas Artes.

“La escultura presenta hechos”. Entrevista a Damián Ortega

A propósito de su exposición "Pico y elote" en el Museo del Palacio de Bellas Artes, Damián Ortega habla sobre su carrera y sus ideas sobre la escultura.
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“Ya nos conocemos, ¿verdad? O creo que te vi hace rato en el metro”, dice Damián Ortega, que llega puntual al Sanborns de Los Azulejos, en el Centro de la Ciudad de México. Ahí se pactó la entrevista, en lo que fue el Jockey Club de México, pues en el Palacio de Bellas Artes, donde ahora Ortega expone Pico y elote, estaba programado un simulacro. Se trata de su primera retrospectiva institucional a casi treinta años de sus primeras obras, realizadas a finales de los años noventa.

Es verdad que hay algo en él muy noventero: camisa de mezclilla abierta, camiseta blanca estampada, jeans y tenis oscuros. No es evidente, pero el parecido se revela cuando Damián sonríe. En su boca está la sonrisa de su padre, el gran Héctor Ortega. Gloria del cine y del teatro, actor de Jodorowsky en el montaje de Fando y Lis y en la película Santa sangre (1989). Le explico a Damián que, por motivos sentimentales, para mí su papá siempre será el padre de La hija del caníbal (2003), la película de Antonio Serrano. Suelta una carcajada y ahí constato la simetría. Ya instalados en el callejón de la Condesa, Ortega comenta que gracias a su padre pudo mirar tras bastidores en el teatro y conocer las bodegas de vestuario y utilería de los Estudios Churubusco. Y añade: “ayer vino a la exposición Flavio González Mello, que estuvo conmigo en la prepa, dramaturgo de una de las últimas obras de mi jefe. Me dijo que veía una gran influencia del teatro en mi obra por las máscaras y los vestuarios y por la iluminación que juega un papel importante, también en la idea de suspender objetos, un poco como antes se manejaban los telones y las escenografías”.

Aunque se considera tlalpeño, Ortega nació en la colonia Roma. Vivió en el segundo piso de la casona del 313 de la calle Tabasco. “Una casa preciosa con una bugambilia que tenía el sótano inundado y donde estaba una tienda de antigüedades de Raúl Kanfer, cineasta, donde Jodorowsky encontró el tarot que usa hasta la fecha”. El artista describe la relación con su padre como buena y cariñosa, también crítica y fuerte. “Hay un lado antagónico igual de importante que fue parte de las discusiones: por ejemplo, terminar con la idea de representación y empezar con un mundo que presente las cosas, es decir, ser parte de la realidad, de los hechos, no hablar de ellos y representarlos sino presentarlos de manera objetual, concreta. Uno de los aspectos importantes de la escultura es que presenta hechos”. 

En 2013, el Museo Freud de Londres invitó a Ortega a exponer. Ahí se exhibió la reconstrucción de una de las primeras piezas que realizó separando las partes de un objeto, que en ese caso fue una lámpara. Varios años antes, en el angosto pasillo del departamento donde vivía, acomodó cada una de las partes, ya separadas, de una linterna de su padre. “Había leído sobre la idea de instalación. Tenía curiosidad de hacer un objeto que dialogara con la arquitectura y el espacio. Recuerdo que tomé unas fotos de la lámpara desarmada, pero nunca aparecieron. Ya después hice la pieza del coche y otras más. En Londres, el museo invitó a un psicoanalista como intérprete. Curiosamente a mi padre siempre le interesó ese enfoque, tomó terapia toda su vida. Yo, por mi lado, tomé distancia del psicoanálisis. El experto asoció la luz de la lámpara con el padre, la idea del iluminador, el dador, el que lleva la antorcha, el que abre camino. ¡Freud era un poquito machista! También dijo que la pieza era una deconstrucción de la figura paterna, del machismo, del lenguaje, que creaba una relación de análisis y desglosaba las convenciones. Curiosamente sí era una referencia a mi padre, que a veces llegaba a saludarnos o despedirse con la linterna”. Aquel, sin embargo, no fue el debut de Ortega como deconstructor o analista de objetos. “La primera vez que desarmé algo fue con mi hermano y fue por complicidad, él sabía que estaba haciendo algo que no debía. Me dijo que abriéramos una licuadora. Era curiosidad por un objeto hermético que es como un cofre, como un tesoro, no sabes qué hay adentro, cómo funciona. Queríamos descifrarlo, saber qué pasaba en su interior. Era un secreto y un misterio por resolver para saber dónde estaba la electricidad, la energía que movía las aspas de la licuadora. Era una investigación movida por la curiosidad. Luego tratamos de armarla y ya no hubo forma. Nos ganamos la furia de mi jefa. Es curioso que, tanto tiempo después, esa idea absurda me llevó a una labor profesional”.

Ortega, de 57 años, asegura que en México, a finales de los ochenta y principios de los noventa, había una enorme apatía y también que la estructura burocrática tenía detenido al arte. “Estaba en la preparatoria y pensaba adónde me iba a ir, quería saber cuál era mi siguiente paso. Fui a las escuelas y me pareció que todo estaba estancado. Mi papá, que primero estaba en la Facultad de Arquitectura, hizo estudios teatrales. Por azar encontró un guion y fue a entregarlo al teatro de esa facultad, donde estaban Sergio Aragonés y Gurrola, lugar en el que se forjó toda una generación del teatro universitario. Acá pasó algo similar. El grupo que se formó alrededor de Gabriel Orozco, al que recuerdo que fui a ver al Centro Activo Freire, donde él daba clases, lo frecuentamos Abraham Cruzvillegas, Gabriel Kuri, el Dr. Lakra, Laureana Toledo, Guillermo Santamarina, los Rocha y yo. Hijo del muralista Mario Orozco Rivera, Gabriel, que había regresado de España con un discurso internacional y contemporáneo, era el mentor del grupo. Cada quién llegaba con algo a su casa en Tlalpan, era ahí donde se daba el caldo de cultivo, una especie de ecología y múltiples relaciones entre todos”. Inspirado por la faceta de caricaturista de José Clemente Orozco, Ortega se inició como monero. No obstante terminó por encaminarse en el arte contemporáneo, específicamente en la escultura. “Hace poco vi a Jino y Tris y me decían: ‘qué ojete, por qué te fuiste, cabrón, nomás te fuiste por el varo’. No tenía que ver con eso. Son más las convicciones que las relaciones económicas”.    

En Pico y elote algunas piezas funcionan como llaves, en ellas se reconoce el proceder de Ortega. Por ejemplo, aquella de un modelo de la mano que en los dedos tiene las herramientas de una navaja suiza –hoja, tijera, pelacables, etc–. Son utensilios que sirven para armar y desarmar, ensamblar y construir, separar y reparar. Es una forma de análisis de los objetos.

En Bellas Artes se puede ver Cosmic Thing (2002), la escultura en la que están suspendidas las partes del Volkswagen que Ortega compró en Iztapalapa y que presentó en su día en la Bienal de Venecia. En el primer piso, desde el pasillo por el que se accede a los siguientes niveles, se aprecia la obra en conjunto con el mural La nueva democracia (1945), de Siqueiros. En realidad es una especie de tríptico: en la parte superior el mural, en medio el vocho y en la parte inferior la puerta de entrada a la sala principal. Aunque la muestra, curada por José Esparza Chong Cuy, ya se había visto en el MARCO de Monterrey, en Bellas Artes adquiere una dimensión distinta. “Estoy muy influido por el muralismo, por ahí entré a la caricatura. No soy un muralista frustrado. La primera vez que desarmamos el carro aquí en México, empezamos a trabajarlo fragmentariamente en mi taller, que era muy pequeño, viendo cómo colgarlo, de dónde, buscando los puntos de equilibrio, etc. Luego lo empacamos. Fue hasta que lo vi en el museo de Filadelfia, en un espacio blanco con un gran auditorio, que pensé que su escala es muralista, su simbología y tensión narrativa y espacial es similar a la del muralismo, genera un diálogo con la arquitectura, con la historia, con otros campos de lectura”, dice el artista, que durante la pandemia hizo ejercicios para aprender a pintar al fresco..

En Controller of the Universe (2007) hay otro guiño al muralismo, al de Rivera, creador del mural de Bellas Artes El hombre controlador del universo (1934). La instalación escultórica de Ortega consiste en múltiples herramientas colgadas, suspendidas, que parten de un mismo centro. En ella se puede ver otra característica de su trabajo: el detenimiento, una especie de pausa, una dilación que remite al congelamiento de las imágenes en la fotografía o el cine. “Creo que no hay pausa, es una dinámica implícita en cada objeto. Es una tensión que le da rigidez a las cosas, que las suspende. Es una dinámica, parece que estuviera quieta, pero en realidad están sucediendo muchas cosas. La activa el espectador y también el espacio. Pienso en el final de Los 400 golpes (1959), de Truffaut, y el niño que se congela frente al mar mirando el infinito por primera vez. Es la capacidad de retener las cosas, las inercias, la enajenación y detenerse a contemplar. Es importante que cada persona llegue y aporte su lectura de las piezas. Gabriel Orozco decía algo: las obras suelen ser más interesantes que los artistas y sobreviven más que los artistas, algunas tienen vida propia, se mueven y dialogan, y abren lecturas que uno no pensó”.

Por Bellas Artes han pasado todos. Ahí están las imágenes para la eternidad de Dolores del Río recorriendo la primera retrospectiva de Rivera en La casa chica (1950) y las de María Félix bajando las escaleras y saliendo del recinto en Camelia (1954), ambas películas de Roberto Gavaldón. ¿Se siente el peso histórico al entrar en Bellas Artes? “Fueron muchos años de esperar para que se diera la exposición en la Ciudad de México. Yo sabía que no tenía que estar en cualquier lado. Quería que fuera aquí porque tiene que ver con el origen de algo que me ha motivado, el muralismo, y la relación histórica con la ciudad. Es un lugar simbólico, conmemorativo. En México siempre hay miedo de reconocer el presente, a los individuos y los creadores. Entrar con potencia al palacio, donde trabaja tanta gente joven que levantó la exposición, es muy emotivo. Bellas Artes no sólo es el palacio, es la calle, la Alameda, el metro, el desmadre insólito que hay aquí. Por todos lados. La Torre Latino y todos los edificios. Es sentirse no parte del arte sino de una cultura”. ~

Pico y elote se podrá visitar hasta el 30 de junio en el Museo del Palacio de Bellas Artes.     

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es periodista cultural, crítico de cine y traductor literario.


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