Para Chuck Klosterman, autor de Los noventa (Editorial Península, 2022), hablar de la década comprimida entre la caída del Muro de Berlín y el ataque a las Torres Gemelas equivale a viajar a un mundo extraño donde Friends dominaba las pantallas de televisión, Titanic rompía todos los récords en taquilla, Michael Jordan le dedicaba 18 meses de su vida a jugar beisbol, David Foster Wallace era una gran promesa literaria e internet no pasaba de ser una alucinación para el ciudadano promedio: “No existían las historias virales, ni los trending topics. El mundo era vasto. Se podía ser una persona pequeña con pensamientos pequeños. Tener una opinión no era un requerimiento, y a nadie le importaba si la tenías o no. La posibilidad de estar solo era real, incluso en medio de una multitud”.
Los noventa no son precisamente un tema nuevo para Klosterman, quien se ha dedicado a identificar resonancias de amplia gama en el consumo de la cultura pop a lo largo de doce libros. En entrevista, el analista cultural contrasta la realidad reciente con esos años donde el desinterés por cambiar el mundo era considerado una virtud, y no un pecado capital.
El calificativo más recurrente para describir a la generación que se volvió adulta en los noventa es la apatía. ¿En realidad la llamada generación X era tan apática?
Un aspecto central de la generación era la posibilidad de no ejercer influencia en los demás. La falta de interés en ser percibido como un protagonista del cambio no sólo era aceptable, sino que casi era un atributo. Cuando la gente de mediana edad expresa nostalgia por los noventa, por lo general se refiere a que extraña una época en la que no se sentía obligada a expresar una opinión, ni a sentir angustia por dilucidar si esa opinión iba a ser considerada como correcta por los demás. No sorprende que la generación X sea calificada como adversa al compromiso. ¿Esto es bueno o malo? No lo sé. Depende de qué tanto te moleste ser percibido como indolente. Es una cuestión personal. A muchos les parece liberador. Para un milenial, en cambio, resulta patético que alguien se muestre desinteresado en cambiar al mundo.
Esa indolencia no era por falta de autoestima. Los X se pensaban a sí mismos como una generación sin fecha de caducidad, sobre todo en términos de vigencia cultural.
Fue la primera generación que oficialmente prolongó la adolescencia hasta la vida adulta. En los setenta, una persona de más de cuarenta años interesada en Marc Bolan o Kiss era percibida como infantil o poco confiable. Una vez que te casabas y tenías hijos dejabas de estar involucrado con la cultura popular casi por mandato. Esa dinámica empezó a cambiar a finales de los ochenta. A diferencia de las generaciones anteriores, los X siguieron consumiendo cultura popular. La diferencia entre alta cultura y baja cultura comenzó a desvanecerse en los noventa: expresiones populares que eran consideradas menores de repente eran motivo de ensayos culturales o competían por los premios principales en festivales de prestigio. Hoy, no es extraño que una persona de mi edad escuche la misma música que consume un adolescente. Cuando voy al parque con mis hijos y convivo con otros padres, casi todos vamos vestidos como si aún tuviéramos 20 años. Antes, cuando la gente cruzaba cierta edad, se vestía como adulto. Yo me siento cómodo vistiéndome con shorts y playeras, aunque admito que se podría argumentar, con cierta razón, que ese comportamiento devela una resistencia a relacionarme de una manera más madura con el mundo.
Esto explica el resentimiento de las generaciones jóvenes frente a las más viejas. No debe ser fácil para un adolescente ir a Coachella y encontrarse a sus papás coreando las canciones.
En el libro hago una referencia al fallecido filósofo postpunk Mark Fisher y la idea de la lenta cancelación del futuro. Cuando Coachella comenzó, era un festival de bandas nuevas dirigido a audiencias jóvenes. Conforme ha pasado el tiempo, esa misma audiencia original continúa asistiendo al festival. La impresión general es que los artistas con más convocatoria pertenecen a generaciones más viejas que el público joven al que supuestamente debería estar enfocado Coachella. La especificidad que ata a una expresión con su época parece haberse evaporado. Estamos insertos en un continuo cultural donde nada desaparece por completo. Todo puede regresar en cualquier momento. La ironía con las guerras intergeneracionales es que ambos bandos tienden a caer en el absurdo. A los más viejos les encanta pensar que los jóvenes son más holgazanes y débiles, sin reparar en que una de las señales para medir el éxito de su generación debería ser cómo contribuyeron a que sus hijos contaran con un futuro más prometedor. Las nuevas generaciones deben tener una mejor calidad de vida que las anteriores. De lo contrario, algo definitivamente salió mal.
Una de las características que definieron los noventa era la angustia provocada por “venderse” al sistema. Kurt Cobain, el artista emblemático de la década, terminó suicidándose frente a este dilema.
La obsesión por no “venderse” era irracional. El desinterés no sólo era una opción válida, sino una medalla que servía para acreditar tu integridad. Lo peor que podías hacer en los noventa era admitir que aspirabas a cambiar algo, porque para cambiar algo requerías de popularidad y reconocimiento, lo que implicaba que estabas dispuesto a “venderte”. El acto de “venderte” no se reducía a prostituirte por dinero, sino a aceptar que necesitabas de la aprobación de los demás.
Hoy, todo mundo espera que te vendas. La integridad artística ya no está peleada con la viabilidad comercial. Por el contrario: “venderte” de la forma más efectiva posible es un arte en sí mismo. La opinión pública considera infantil a un artista incapaz de hilvanar la expresión personal con el éxito económico. La pregunta es qué tanto definen estas actitudes la calidad estética del arte que se produce. El concepto de “venderse” también dejó de ser tóxico debido a que las marcas supieron asimilar valores que eran inherentes a la cultura juvenil. En los noventa, las marcas eran percibidas como propiedades de corporativos que representaban valores conservadores y reaccionarios. Si un artista accedía a que una corporación comprara su imagen, pagaba el costo de que se le tildara como una persona carente de integridad. Hoy, las marcas promueven valores como diversidad, inclusión y sustentabilidad. El discurso corporativo, por lo menos en papel, no está alejado de la agenda progresista que define la cultura. ¿Qué tan sincero es esto? Eso es otro debate. La integridad ya no está en función de lo que se esté dispuesto a hacer por la búsqueda del éxito comercial, sino en apoyar los valores que los medios y la opinión pública consideran como los ideales a seguir. Todo anhelo de comercialización, por delirante o desmedido que sea, queda perdonado si la marca y el artista se adhieren a los valores políticamente correctos que conforman la cultura actual.
Muchas personas que crecieron en los noventa –y que se veían a sí mismas como progresistas, con o sin razón– resienten que las nuevas generaciones las tilden de conservadoras.
Más allá de retrocesos y desviaciones, el avance de la historia se inclina a la izquierda. Lo que hoy es considerado progresista eventualmente quedará rebasado. El arco de la historia es progresista. La única manera de que una persona en la izquierda puede evadir el problema que describes es adelantándose a esa tendencia. Es una posición incómoda: individuos que creían estar a la vanguardia de repente comienzan a ser considerados como conservadores por otros miembros más jóvenes de su tribu. El miedo a que la cultura los rebase se apodera de ellos, y esto provoca frustración. La persona conservadora, en cambio, puede mantenerse estática sin temor a ser criticada por su comunidad. Varias personas de derecha asumen con orgullo esta inmovilidad, la cual asocian con un sentido de identidad. También es cierto que para una persona menor de 30 años es más fácil ser radical que para una persona de 50. Cuando no se tiene nada que perder –casa, familia, carrera–, no es costoso ser incendiario y demandar absolutos.
Algunos intelectuales predijeron que las sociedades occidentales experimentarían un viraje libertario y hedonista después de la pandemia, sobre todo en los segmentos más jóvenes. No parece ser el caso.
Cualquiera que pretenda anticipar la dirección de la cultura está destinado al fracaso. Esto es inevitable. Un mes después del ataque a las Torres Gemelas, muchos pensaban que la cultura pop iba a morir o, por lo menos, a transformarse profundamente, pues la gravedad de la situación iba a obligar a la sociedad a pensar en cosas menos desechables. Eso no sucedió. Al contrario: la cultura popular se volvió más banal y olvidable. La predicción desde lo que llamo “la ilusión del ahora” es poco exacta, precisamente porque el “ahora” solo se torna claro en el futuro. Y el futuro nunca llega del todo. Ejemplo: a mí me da un poco de risa cuando leo a analistas que aseguran que nos encontramos en el “capitalismo tardío”. ¿Cómo deducimos que es tardío? ¿En qué evidencia nos basamos para decir eso? Simplemente no hay manera de saberlo.
Escribes de los noventa desde 2022. El pasado cambia cuando lo miras desde el futuro.
Mi objetivo con este libro no era hablar de los noventa desde la perspectiva actual, sino como los percibimos en ese entonces. Supongo que otros libros míos como Sex, drugs, and cocoa puffs: A low culture manifesto o Eating the dinosaur podrían considerarse como reflexiones sobre los noventa, pero la diferencia es que con esas obras buscaba argumentar el significado de los eventos descritos en función de mi experiencia personal. En este libro, en cambio, busqué distanciarme emocionalmente de lo descrito y revisar cómo todos experimentamos esos acontecimientos en ese momento. Cada vez aparecen más reflexiones sobre los noventa, y ciertamente vamos a ver más en el futuro. La mayoría va a abordar lo que sucedió desde una perspectiva más personal. El interés no va a centrarse en describir la importancia de los referentes generales, sino de revalorar personajes menos conocidos. Los análisis que vendrán hablarán más de bandas al estilo de Bikini Kill que de Nirvana. Así sucede con todas las décadas conforme las dejamos atrás: distorsionamos el pasado para expresar una idea personal. Yo quería hacer algo más estándar con este texto. Sé que “estándar” no es un calificativo atractivo para describir una obra, pero en verdad no quería escribir otra colección de ensayos sobre obsesiones personales.
Sin embargo, el mero hecho de seleccionar cuáles fueron los acontecimientos centrales ya constituye un ejercicio de editorialización, una selección personal de los hechos.
Dudo que exista alguien que, una vez terminada la lectura, no se sienta decepcionado porque eludí alguna experiencia que para él fue significativa en esa época. Tan solo en el terreno musical, no escribí de un sinfín de cosas: Britpop, Riot grrrl, la escena electrónica, etcétera. En contraste, Nirvana, Tupac y Eminem son analizados de manera detallada. Si hubiera tratado de incluir más, el libro habría sido exclusivamente sobre música, y no sobre la visión panorámica que me propuse desde un inicio.
El ensayo sobre cultura pop concebido para ser publicado en formato de libro es algo muy noventero. Esta ironía debió haber cruzado por tu mente. La misma idea del crítico cultural pop se antoja anacrónica.
David Halberman escribió un libro llamado Los cincuenta. Hay varios libros sobre los sesenta y los setenta. Me cuesta trabajo pensar en uno sobre los ochenta. Asumo que más adelante se publicarán otros libros sobre los noventa, pero no sé cuántos habrá sobre las décadas de este siglo. Quizá ya no concebimos la especificidad del tiempo en términos de décadas. En lo que se refiere a los críticos culturales, no concuerdo del todo contigo. Yo creo que alguien como Wesley Morris, quien ha ganado dos veces el premio Pullitzer, es un crítico cultural importante que será todavía más reconocido en los años por venir. Mucha gente ve a una figura como Emily Nussbaum, la analista de televisión de The New Yorker, de una manera similar a la que nuestra generación percibía a Pauline Kael. El punto no es que la crítica cultural pop haya desaparecido, sino que ahora está integrada a todas las formas en las que interpretamos la realidad. Basta con observar la manera en que los medios cubren la política para comprobar que ahora todo es pop. La idea de que lo más relevante de un político son sus políticas es irrelevante. Un personaje como Alexandra Ocasio Cortez es una figura pop. Lo mismo Donald Trump.
Incluso algunos medios los visualizan como superhéroes y supervillanos. La política vista como un comic de Marvel o DC.
Exacto. Al parecer, la gente ya solo es capaz de entender la vida en estos términos. Incluso la relación que tiene una persona común con alguien como Bernie Sanders es a través de memes o un sketch en Saturday Night Live. El público está más consciente de la edad y personalidad de Sanders que de sus ideas. Obviamente, las redes sociales han jugado un rol importante en este reduccionismo. El problema: en Facebook, Twitter o Tik Tok solo puedes expresar una idea por mensaje. O dos, máximo. Quizá no sea la mejor metáfora para explicarlo, pero es como si comparas el grado de dificultad entre escribir un chiste y una comedia. Quizás un buen chiste te puede hacer reír más que una comedia, pero es solo una idea. Una buena comedia, por otro lado, puede manejar varias ideas de una manera compleja e interesante.
Esta simplificación pop luce perniciosa en 2022, pero varios críticos como tú proponían en los noventa que elimináramos todo prejuicio contra la cultura pop y la abrazáramos por completo. ¿Te sientes culpable de haberlo hecho?
En ese entonces era un periodista fascinado con la posmodernidad, o, mejor dicho, con entender al mundo de una manera posmoderna. El prejuicio contra lo pop era evidente en algunos círculos culturales, y muchos pensamos que la idea de ser posmoderno era divertida e inofensiva. Sabía que la cultura se estaba acelerando y alcanzaría alguna clase de estadio posmoderno, pero nunca pensé que la tendencia sería tan dominante. Este es el mundo que tenemos, y sí, acepto mi corresponsabilidad.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.