El Festival Internacional de Cine de la UNAM inicia hoy en la Ciudad de México, presentando una programación notable dividida en cuatro secciones competitivas –la internacional, la mexicana, la de escuelas de cine y otras más de vanguardias–, además de las retrospectivas de rigor –una de ellas dedicadas a Paul Leduc, la otra al actor francés Mathieu Almaric– y un merecido homenaje a uno de los últimos clásicos vivos y vigentes, el gran Víctor Erice, con la presentación de su más reciente cinta, Cerrar los ojos (2023), además de la exhibición de sus obras maestras El espíritu de la colmena (1973), El sur (1983) y El sol de membrillo (1992). Solo por este ciclo-homenaje a Erice, el FICUNAM de este año ya valió la pena.
En la competencia internacional el plato fuerte será, sospecho, All we imagine as light (India-Italia-Francia-Luxemburgo-Holanda, 2024), segundo largometraje de Payal Kapadia, cuya ópera prima Una noche sin saber nada (2021) todavía está presentándose en la Cineteca Nacional.
La cinta ganadora del Gran Premio en Cannes 2024 (el segundo reconocimiento en importancia después de la Palma de Oro) es un sensible melodrama femenino que tiene tintes se diría que míticos. Dos enfermeras, Prabha y Anu (Kani Kusruti y Divya Prabha), trabajan en el mismo hospital público de Mumbai y, además, comparten departamento. Prabha, la mayor, es una enfermera experimentada y profesional, casada con un hombre que está en Alemania y al que no ve desde hace años, pues su matrimonio fue arreglado por sus padres. Anu es más joven y, a escondidas de todo mundo, tiene un novio musulmán con el que desea hacer su vida en libertad. Un tercer personaje es Parvaty (Chhaya Kadam), una trabajadora viuda del mismo hospital, que se ve obligada a regresar del pueblo del que salió debido a que ha sido desalojada del pequeño departamento en el que vivía.
Las dos enfermeras acompañan a Parvaty en su regreso al hogar: una suerte de Odisea india por partida triple, pues las tres mujeres confrontarán consigo mismas no solo su futuro inmediato sino la posibilidad de otra vida. La directora Kapadia acompaña el viaje exterior e interior de sus personajes con una serie de voces narrativas/reflexivas que parecen provenir de las atestadas y coloridas calles de Mumbai. Con esta película, Kapadia confirma que ha nacido una voz nueva y vibrante en el cine indio.
En la competencia internacional hay otras películas que han llegado al FICUNAM precedidas de entusiasmos y elogios –Pepe (República Dominicana-Namibia-Alemania-Francia, 2024), de Nelson Carlo de los Santos y Noche oscura – Adiós aquí, en cualquier lugar (Francia-Suiza, 2023), de Sylvain George– que ya confirmaremos, o no, cuando las veamos en los siguientes días.
En cuanto a la competencia nacional, el FICUNAM ha conservado, más para bien que para mal, el mismo perfil de siempre: programar un cine mexicano que se mueve entre la vanguardia, la experimentación y la exploración en y de los márgenes. Un cine marginal, pues, y a veces marginado, no solo por las compañías exhibidoras sino hasta por el propio ecosistema festivalero nacional. De lo que he podido ver de la competencia Ahora México, hay dos cintas etnográficas notables que valen tanto por su fondo temático –un acercamiento desprejuiciado y respetuoso al México profundo– como por su depurada forma fílmica.
Me refiero, primero, a Formas de atravesar un territorio (México, 2024), de Gabriela Domínguez Ruvalcaba, un documental presentado hace unas semanas en el Film Market de Visions du Réel 2024, centrado en una correosa mujer tzotzil y sus cuatro hijas, quienes viven muy cerca de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, criando ovejas y trabajando la lana como una forma de preservar su forma de vivir y su visión del mundo. Un documental directo realizado sin asomo de condescendencia ni, mucho menos, de exotismo. La intención es entender, claro, pero también compartir.
Es el mismo tono que permea en Río de sapos (México, 2024), de Juan Nuñch, un absorbente ensayo documental que presenta una serie de cuadros impresionistas/expresionistas ubicados en el interior veracruzano, por medio de los cuales somos testigos de una serie de prácticas sincréticas ejecutadas por “brujas”, “curanderas”, “parteras”, “hueseras” y demás figuras que prestan sus servicios a quien lo solicite, lo mismo sea para bautizar un chamaco, arreglar una rodilla o, incluso, fuera de foco, exorcizarle el chamuco a alguien.
La fotografía de Ignacio Chávez Camacho lo mismo se da vuelo en cierta toma extendida en la que recorre el espacio de una reunión comunitaria, que se detiene, expectante, para maravillarse y maravillarnos con la feraz naturaleza, con esos cielos rojizos que se otean tras la quema de los cañaverales, esas tomas de unos cocodrilos apenas asomándose entre el fango o esa selva impenetrable en la que puede suceder todo.
Más o menos en el mismo terreno, pero más inclinado hacia la crónica histórica y la reflexión identitaria, se encuentra Yūrei (fantasmas) (México, 2023), primer largometraje de Sumie García Hirata, documental que se presentó hace un año en el Film Market de Visión du Réel y que apenas ahora tiene su primera exhibición en nuestro país.
Siguiendo el camino ya trazado por dos cortos documentales previos que tocan el mismo tema –Relato familiar (2017), de la propia Sumie García, y Obachan(2020), de Nicolasa Ruiz–, he aquí que la directora debutante, descendiente ella misma de inmigrantes japoneses, traza con delicadeza poética pero también con rigor histórico, un fascinante haz de historias de los “nikkei”, es decir, los hijos y nietos de japoneses que arribaron a nuestro país hace un siglo, buscando “hacer la América”.
Dividido en seis capítulos que presentan las distintas experiencias japonesas en el México de inicios del siglo XX y recorriendo buena parte del país –desde cierta comuna cafetalera creada en Chiapas hasta las actividades de pesca y buceo a las que se dedicaron en Ensenada, pasando por una hacienda en el Estado de México en donde funcionó un campo de concentración para los nipones “sospechosos” de espionaje durante la Segunda Guerra Mundial–, Yūrei (fantasmas) nos transmite la añoranza por un tiempo no vivido pero transmitido de generación en generación, así como la difícil construcción a contracorriente de una identidad propia, ya no japonesa pero tampoco enteramente mexicana. Nikkei, pues. Con todo orgullo, mirando hacia el futuro, pero sin olvidar el pasado. Uno de los mejores documentales mexicanos que he visto en el año.
A propósito del pasado, Una historia de amor y guerra (México, 2024), está ubicada temáticamente en una suerte de pasado más o menos remoto pero traído a nuestro presente a través de un tono narrativo francamente relajiento entre el mejor Tin Tan y el peor Jodorowsky.
Dirigida y escrita por Santiago Mohar Volkow (Los muertos, 2014; Buen salvaje, 2023, recién vista en Guadalajara 2024), Una historia de amor y guerra no se recupera de su espléndido inicio. Pepe Sánchez-Campo (Andrew Leland Rogers, todo un descubrimiento) es un atrabiliario whitexican de poblaba barba rubia al estilo Maximiliano de Habsburgo, desarrollador inmobiliario para más señas, que lanza, expansivo y autosuficiente, su “pitch” a un grupo de selectos inversionistas. En algún sitio del México rural, Pepe planea crear “El Mictlán”, una miniciudad exclusiva para que los ricos-ricos de verdad no se junten con la chusma. Sánchez-Campo termina su discurso asegurándoles a sus inminentes socios que, ni modo, “juntos haremos historia”. A continuación, en una carretera, en medio de la nada, Pepe y su novia Costanza (Lucía Gómez-Robledo) son detenidos por un retén narco que, en realidad, es solo una elaborada charada romántica, pues el enamorado Pepe ha planeado así pedirle la mano a Constanza, todo ello al ritmo del clásico musical Tu cárcel de Los Bukis.
El problema es que luego de estos ingeniosos minutos iniciales, la cinta comete uno de los peores pecados posibles: es incapaz de sostener ese primer gran impulso, pero tampoco termina siendo un completo desastre. O sea, ni fu ni fa. Avanza a lo largo de ¡casi dos horas de duración! entre imágenes notables –la reconstrucción de uno de los cuadros de Manet del fusilamiento de Maximiliano–, momentos calculadoramente infrahollywoodenses –el perrito parlante y funcionario público que se encarga de resolver un problemita que tiene Pepe– y una serie de escenas que conforman una caótica y desmadrosa alegoría histórico-política que mezcla el Segundo Imperio con las luchas guerrilleras por la justicia y el presente dominante morenista, con todo y un diputado de chaleco guinda al que se le puede comprar con dinero, amenazas y apapachos. En ese orden.
Mohar Volkow logra los mejores momentos del filme cuando logra fusionar su estilo orgullosamente kitsch con su compromiso suicida por hacer un auténtico cine-basura. Esto sucede, esporádicamente, a lo largo de esta película, sobre todo gracias a la comprometida interpretación de Leland Rogers, quien encarna al repelente Pepe Sánchez-Campo con una convicción admirable. Si usted ha estado cerca de este tipo de personas/personajes, ya sabe cómo son: alegres, chocarreros, campechanos, malhablados, como si el usar requiebros populares todo el tiempo los hiciera pertenecer a las clases “subordinadas” a las que, en realidad, desprecian y sobajan. Yo no solamente los conozco: hasta he cenado con ellos, ca’ón. Sospecho que Mohar Volkow y Leland Rogers también. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.