Rímini o la crítica como deporte nacional de Austria

El cine de Ulrich Seidl ha sido descrito como vergonzante e incómodo. En Rímini explora la nostalgia musical como producto, a través del retrato de un añejo cantante.
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Dicen que la ropa sucia se lava en casa, pero en la cultura austriaca la crítica es el deporte nacional. En el ensayo The embarrassment of watching, el actor Josef Bierbichler apunta que Michael Haneke le dijo a su paisano Ulrich Seidl que su cine es como un par de calcetines apestosos, por eso no lo invitan frecuentemente al Festival de Cannes. No hay que malinterpretar lo que dijo Haneke, se trata de un halago entre austriacos, acostumbrados a mostrar los dientes. Incluso el clima (pensemos en El frío, de Bernhard) y el fingimiento de los sentimientos (La pianista, de Jelinek) dan cuenta de la sensibilidad austriaca que se resume, por ejemplo, en Insultos al público, de Handke.

Decir que Seidl muestra las miserias de sus compatriotas es no reconocer su visión del mundo. Lo que hace el director y guionista es exhibir sin lamentos los hábitos, aficiones e impulsos de su país. Quizá por eso muchos lo consideran un simple provocador y oportunista. Seidl no se desgarra las vestiduras: observa.

En Rímini (Alemania – Francia – Austria, 2022), uno de sus dos más recientes filmes, ficcionaliza la vida de un añejo cantante austriaco. Richie Bravo, que vive en la ciudad italiana a la que refiere el título de la cinta, se gana la vida cantando en hoteles que reciben a jubilados, y ocasionalmente se prostituye. Habría que creerle a Haneke, en la interpretación de Michael Thomas se percibe el agrio aliento alcohólico de Richie, el humor ácido de los cuerpos con los que mantiene relaciones sexuales. (Nada que ver con La piel dulce del cine francés de Truffaut, en el de Seidl los cuerpos no tienen aroma de Chanel No. 5, tienen un olor acre, especialmente si son viejos.)

Seidl construye metafórica y visualmente un encuadre o marco preciso a través del cual no se asoma –no hay atisbo de romántica timidez en su cámara–, sino que mira. Su observación no es la del voyeur porque sus imágenes avergüenzan a quien las ve. No pretende que el público eluda el artificio geométrico y casi siempre simétrico de su puesta de cámara para crear un efecto de realidad; la verdad no se capta, se elabora. Como prueba están sus obras, tanto documentales como de ficción –que ante todo son ejercicios críticos–, sobre el egoísmo y la soledad (Animal Love, 1996; Modelos, 1999; Paraíso: Esperanza, 2013), el esclavismo disfrazado de turismo sexual y de aventuras (Paraíso: Amor, 2012; Safari, 2016), el fanatismo religioso (Paraíso: Fe, 2012) y los cadáveres en el armario de las casas austriacas (En el sótano, 2014).

En la visión de Seidl, Rímini, que sin querer destruye el mito de la ciudad natal de Fellini, es fría y nevada, con hoteles apenas ocupados por visitantes a los que se les pasó el verano, igual que al protagonista; indigentes y migrantes sirios son más visibles en la turística ciudad durante la temporada baja. El trasnochado Richie Bravo, otrora galán, es un cantante de schlager, género musical propio de la lengua alemana, con temas ligeros y cursis. Se trata de un fenómeno europeo con muchos seguidores que, más o menos, encuentra su equivalente en la música para señoras en México o la música para planchar en Colombia. Algo así como Raphael, Julio Iglesias o Lupita D’Alessio. Los viejos y jubilados corazones se emocionan con las melodías de Bravo, que más que un crooner es un perdedor que se aferra a su pasado para evitar desaparecer. Más que una emoción, la nostalgia musical es una masa dúctil para la economía capitalista.

El filme abre una nueva veta en la obra de Seidl: la reflexión sobre la mortalidad. La película inicia con la muerte de la madre de Richie y su hermano, que luego del funeral parten a Italia y Rumania, respectivamente. La presencia del padre, internado en un asilo, es constante, es la última bisagra que une a los hermanos; su debacle es diaria, continua, en su demencia hay destellos del pasado, la música le recuerda su pasado militar. Sin embargo, poco queda de él, consumido en su propia carne. Seidl lo retrata en encuadres angustiantes que recuerdan a Kafka, atrapado en las paredes de la habitación y del pasillo. Fueron las últimas imágenes –bastante lúgubres– que filmó Hans-Michael Rehberg, a quien está dedicada la cinta, antes de morir en 2017.

Habrá que esperar al estreno de Sparta, la película que sigue al hermano de Richie, también de 2022, para saber qué ocurre con el padre. La idea de Seidl era hacer una sola película que siguiera a los hermanos, pero al final se decidió por un díptico. Sparta es un drama sobre un pedófilo por el que el diario alemán Der Spiegel acusó a Seidl de maltratos infantiles. Aunque el director negó lo imputado, el asunto forzó al Festival de Cine de Toronto a cancelar su estreno. El asunto echó más leña a la cultura de la cancelación.

Acostumbrado a no hacerse de la vista gorda o desviar la mirada, Seidl observa las sombras de su país –y de Europa en este reciente periplo– sin el traje del glamour. Las sombras en las que insiste, que tan bien describió Bernhard, están más que desnudas, están a pelo: “durante toda la vida demoramos las grandes preguntas, hasta que se convierten en una montaña de preguntas y nos ensombrecen”. ~

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es periodista cultural, crítico de cine y traductor literario.


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