El año del descubrimiento, el nuevo documental de Luis López Carrasco (Murcia, 1981) es un fresco naturalista de la clase obrera española; es clase obrera de verdad: trabajadores de minas, de astilleros, de industria pesada en Cartagena. Carrasco se mete en un bar del centro de la ciudad y escucha. Registra conversaciones naturales sobre decenas de temas, casi siempre en torno a la precariedad.
A veces, muy pocas, aparecen el director o el guionista: se ve una mano sujetando un cigarro, la cara escuchando, preguntando algún matiz. Mantiene la distancia pero está muy presente. Cuando se mete en una conversación entre cuatro amigos, que hablan de la fábrica y de precariedad y de dinero, es voyeurista pero también es uno más del grupo.
El recurso de la pantalla partida no es una coquetería. Le permite combinar relatos íntimos con escenas generales del bar. A veces la pantalla de la izquierda aporta contexto a lo que dicen los personajes en la derecha. Otras, el juego de la pantalla partida es más original: a la izquierda, vemos un primerísimo plano de alguien hablando; a la derecha, un detalle de sus manos, de algún gesto. El resultado es hipnótico. La película, que dura 200 min, es sorprendentemente dinámica y entretenida.
López Carrasco no se queda en el fresco. Entrelaza las vidas de los trabajadores precarios, obreros, jubilados pobres en el bar con la historia del año 1992 en la ciudad: mientras la propaganda hablaba de la Expo de Sevilla y de los Juegos Olímpicos, de un país que mira a Europa y al mundo, Cartagena sufría los efectos de la reconversión industrial con despidos masivos, cierres de empresas, la reestructuración de buena parte de su industria. Las protestas, que duraron varios meses, acabaron con la quema de la Asamblea Regional.
El resultado es ligeramente confuso. El documental pasa del hiperrealismo costumbrista al documental político estilo Pere Portabella. A veces, sin embargo, se queda en Michael Moore. Hay un intento de divulgación, pero a López Carrasco no le interesan todas las partes: la historia solo la cuentan unos, los obreros y sindicalistas que protestaron contra la reconversión. Si en las secuencias más naturalistas y cotidianas tiene sentido que los personajes se explayen, no lo tiene tanto en las escenas más supuestamente divulgativas. Hay personajes que aportan mucho sobre el contexto político de la época que son incapaces de explicar el presente y cuestiones de política más amplias y complejas. El director les da voz de todas maneras. El espectador no sabe muy bien en qué consistió el Tratado de Maastricht, pero acaba convencido de que fue una mala idea. Siempre queda la sensación de que nos queda por conocer mucho de la historia.
Hay una nostalgia no muy bien explicada que se mezcla con una crítica a la precariedad actual; antes se vivía mejor pero en realidad no pero en realidad sí. La moraleja es vaga y ambigua: es el capitalismo. Y, sí, claro, es el capitalismo, pero ¿qué más? El director no busca dar simplemente voz a gente común. Guía con sus preguntas, quiere llegar a algún lado. El problema es que no queda claro cuál es. No le interesa simplemente contar la historia de 1992, de la reconversión industrial, de los efectos de Maastricht. Busca enlazar la lucha de ayer con la (escasa) de hoy. Uno intuye este mensaje: los sindicalistas y obreros que vencieron en 1992 contra la reconversión industrial en Cartagena nos muestran el camino para el futuro.
Pero el mundo es diferente al de los ochenta. Al final del filme, un sindicalista habla del fracaso de Syriza, de la ultraderecha, de la falta de sindicación en los jóvenes, la prima de riesgo, la troika, nos gobiernan los mercados, la reforma del artículo 135. Por un lado, reivindica las luchas del pasado; por el otro, es consciente de que el mundo ha cambiado. Exige la movilización y la sindicación de antes y, al mismo tiempo, acepta que el sindicalismo defiende exclusivamente los trabajos fijos industriales, funcionariales, de grandes empresas, que están cooptados por los individuos entre 40 y 60 años. Su discurso es una especie de llamada a la acción no muy convincente. Produce impotencia y melancolía.
En un reciente artículo, Branko Milanovic enumera los retos a los que se enfrentan hoy los Estados de bienestar. Para el economista serbio, había varios aspectos de los Estados de bienestar clásicos que garantizaban su supervivencia y éxito: no había una competencia global entre trabajadores, el capital no se movía mucho entre fronteras (y cuando lo hacía había restricciones y nacionalizaciones), la migración era limitada y cuando se producía era normalmente entre culturas más o menos similares, y el poder de los partidos socialistas y comunistas, combinado con el poder de los sindicatos y la amenaza de la URSS, mantenía a raya a los capitalistas.
Hoy nada de eso existe. Milanovic conoce bien el capitalismo contemporáneo. Lo ha estudiado a fondo en Capitalismo, nada más (Debate, 2020). En él explica cómo la mayor parte de las ganancias de las últimas décadas han ido a parar al capital y no al trabajo. Y afirma que los sindicatos que conocemos no pueden hacer nada hoy:
La decadencia de la militancia sindical, que ha tenido lugar en todos los países ricos y que ha sido especialmente significativa en el sector privado, no solo es fruto de políticas gubernamentales hostiles. La organización de la fuerza laboral que se oculta tras este fenómeno también ha cambiado. El paso de la actividad industrial a los servicios y de la presencia obligatoria de los trabajadores en la fábrica o en los despachos al trabajo a distancia ha dado lugar a una multiplicación de unidades de trabajo relativamente pequeñas, que a menudo no están presentes en el mismo sitio. Organizar una mano de obra dispersa es mucho más difícil que organizar a unos empleados que trabajan en una sola fábrica grande, que interactúan en todo momento unos con otros, y que comparten el mismo entorno social y los mismos intereses en lo concerniente a la paga y a las condiciones laborales. Por si fuera poco, la decadencia experimentada por el papel de los sindicatos refleja la disminución del poder del trabajo respecto al capital, lo cual se debe a la expansión masiva de la reserva de personal que trabaja para sistemas capitalistas producida desde el fin de la Guerra Fría y tras la reintegración de China a la economía mundial. Aunque este último acontecimiento supuso una sacudida puntual, sus efectos perdurarán al menos varias décadas y quizá se vean reforzados por las futuras altas tasas de crecimiento de la población en África, impidiendo así que disminuya la abundancia relativa de mano de obra.
Da la sensación de que los sindicalistas, miembros del PCE, activistas y el único obrero con conciencia de clase del documental buscan reclutar a gente para una guerra que ya terminó, y que ya perdieron.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).