En Girls, Girls, Girls, ensayo publicado en el libro Bad Feminist (Harper, 2014), Roxane Gay analiza a partir de Girls –la serie creada y protagonizada por Lena Dunham– las aristas por las que la llamada opinión pública tiende a sabotear buena parte del entretenimiento cuya ambición es ser algo más que una expresión acartonada de los arquetipos femeninos que solemos ver en cine y televisión. El problema, según la también autora de la novela An Untamed State (2014), es que esperamos demasiado de la cultura popular, incluso de aquellas expresiones que ni siquiera se presentan abiertamente como iconoclastas. Basta que contengan algún elemento no tradicional para que la expectativa de medios y observadores raye en el delirio. Ante la presión, sigue el colapso. En las semanas que antecedieron el estreno de Damas en guerra (Bridesmaids, 2011), cuenta Gay, hubo muchas discusiones en la prensa y redes sociales sobre el nuevo terreno que la película iba a abrir, y sobre cómo demostraba por fin que las mujeres podían ser hilarantes: “Mucha gente aseguraba que el futuro de la producción de comedias femeninas radicaba en el éxito o fracaso en taquilla de Damas en guerra. ¿Lo pueden creer? Este es el estado de las cosas para las mujeres en la industria del entretenimiento: todo está en juego todo el tiempo”.
¿Cómo llegamos al estadio donde una película como Damas en Guerra –y ya no digamos un producto como Girls– debe lidiar con la responsabilidad no asumida de ser “revolucionaria” y cambiar al mundo? En opinión de la escritora estadounidense, “hay tantas películas y programas con representaciones sexistas y estúpidas que, en el momento en que un artefacto pop exhibe alguna diferencia mínima –una mujer que no es talla cero, por ejemplo–, la gente se aferra a este con una intensidad que termina por ser contraproducente”. La dinámica les ha pasado factura a varios creadores y artistas, quienes han sido asfixiados por presiones ajenas a sus procesos creativos. Esa fue la razón por la que la nueva versión femenina de Cazafantasmas, dirigida y estelarizada por buena parte del equipo de Damas en guerra (el director Paul Feig, Kristen Wiig, Melissa McCarthy) llegó casi muerta a su estreno, desbordada por un debate que casi forzaba al potencial espectador a experimentarla como una obligación moral (“¡machista el que no la vea!”) y no como el entretenimiento palomero que en realidad era. La nueva Cazafantasmas es una comedia mediocre, pero la gente, confundida por tanta intensidad, tomó la decisión de no asistir a la sala mucho antes de que la estrenaran. Algo similar le sucedió a Amy Schumer, una comediante que no ha podido edulcorar de manera convincente para una audiencia masiva el humor crudo que la hizo famosa en primer lugar. Tras ser causa de celebración casi unánime entre público y crítica, Schumer es hoy blanco de críticas por desplegar el mismo personaje frívolo y agresivo que le ganó aplausos hace un par de años. La misma Lena Dunham enfrenta ahora el extraño desafío de reinventarse como algo que la salve de ser “la voz de su generación” (etiqueta de la que Girls se burló –sin mucha convicción– desde su primer capítulo).
Phoebe Waller-Bridge -actriz, guionista y directora británica de apenas 31 años– está a punto de ingresar a esa coyuntura, donde conciliar la autenticidad de la voz creativa con las expectativas ajenas se torna en un acto de equilibrio casi imposible de ejecutar. La razón: Fleabag, la serie ganadora del premio BAFTA en la categoría de mejor actuación femenina para un programa cómico de televisión.
Egoísta y depravada
Estructurada en seis capítulos de poco menos de media hora de duración y basada en un monólogo teatral escrito y protagonizado por Waller-Bridge, Fleabag cuenta la historia de una mujer cuya vida es un desastre a punto de suceder: en sus veintes, sin dinero, afectada por la muerte de su mejor amiga (Boo) y en absurdo estado de ruptura intermitente con su novio, el personaje de Waller-Bridge –a quien llamaremos Flea, ya que el programa jamás revela su nombre– atraviesa por una crisis mayúscula. El punto de inflexión llega con la alineación de tres factores: la bancarrota de su café, fundado junto a Boo, aún presente en el local gracias a múltiples fotos y la mascota que dejó como herencia involuntaria: un conejillo de indias cuya única función es la de asustar a los clientes; una cadena de ligues fallidos que no sólo fracasan en satisfacer su voracidad sexual –la ocasión en que la vemos más entusiasmada es cuando aprovecha el sueño de su pareja para masturbarse mientras observa un discurso de Barack Obama–, sino que profundizan su deriva existencial y, finalmente, el enrarecimiento de las relaciones con su padre y hermana (Claire). A primera vista, Flea no padece su crisis. Todo lo contrario, hay algo glamuroso, casi fantástico en el personaje de Waller-Bridge: una mezcla británica entre Betty Boop y la acidez lúdica de Gloria Grahame en The Big Heat (Lang, 1953). Como demuestra esta “confesión”, su desparpajo es encantador, casi entrañable:
“Tengo el horrible sentimiento de que soy una mujer pervertida, avariciosa, egoísta, apática, cínica, depravada y moralmente corrompida que no podría siquiera autodenominarse como feminista”.
Flea, sin embargo, vive en un estado de orfandad. La existencia de Claire como una ejecutiva exitosa con marido mantenido e hijastro odioso dista de ser satisfactoria, pero su engañosa estabilidad contrasta con el abandono que soporta Flea. Son rostros opuestos de la misma moneda. Pese al innegable vínculo afectivo, incapaces de conectar de una manera que rebase el mero arranque emotivo. El padre, por otro lado, está enamorado de una artista pretenciosa y manipuladora que ha sido particularmente hábil en alienar a Flea del hogar familiar (incluida la memoria misma de su madre, fallecida a causa del cáncer). Interpretada brillantemente por Olivia Colman, la “madrina” (tampoco sabemos nunca su nombre) es una de los personajes más viles de la televisión reciente. Todo un triunfo de Colman.
Dirigida por Harry Bradbeer, Fleabag cuenta con varios aciertos estilísticos que resaltan la inteligencia del texto. El segundo capítulo abre con una secuencia onírica en la que Flea imagina a los pasajeros del metro en una coreografía de dolores menstruales montada al ritmo de un corrosivo track electrónico. La escena es una evidencia del talento conceptual de Waller-Bridge.
A estas alturas, la ruptura de la “cuarta pared” –el muro imaginario que separa a la audiencia de la “realidad” que ocurre en una pantalla, escenario o comic– está lejos de ser una estrategia vanguardista. De hecho, el uso reiterativo del recurso ha redundado en programas caracterizados por una ausencia de la “cuarta pared”; es decir, en construcciones que sustituyen la progresión “natural” del relato por una serie de referencias donde lo importante es establecer un juego metanarrativo permanente con el espectador, y no la historia en sí (los capítulos más afortunados de Moonlighting y Community, por ejemplo). Bradbeer y Waller-Bridge utilizan encuadres cerrados y el rompimiento de la “cuarta pared” para establecer guiños de complicidad con la audiencia –es decir, de manera más o menos tradicional–, hasta que una revelación dramática en el último capítulo cambia el sentido de la dinámica. Por un par de minutos, la sorpresa nos hace repensar nuestra relación empática con Flea. El momento es devastador.
Una mujer difícil
Como bien señala Brett Martin en su libro Difficult Men, la televisión de este siglo está plagada de antihéroes y hombres con una muy desarrollada “bestia interior”, pero, salvo algunas excepciones, no resulta tan sencillo encontrar series estelarizadas por “mujeres difíciles”. La situación se complica aún más en la comedia, donde la necesidad de quedar bien con todos todo el tiempo puede ser abrumadora. Fleabag nada a contracorriente. Tras finalizar su participación en la nueva cinta de Star Wars sobre los años juveniles de Han Solo, Waller-Bridge planea filmar una segunda temporada de Fleabag. ¿Podrá sobreponerse al manejo irreal de expectativas? En una entrevista publicada en The New York Magazine (Febrero 2017), la actriz luce más que preparada.
“Todo lo que un comediante desea es ser chistoso. Colocar responsabilidades políticas en un trabajo que no desea tenerlas es injusto; es como poner rocas en los bolsillos de alguien que sólo quiere nadar y pasar un buen rato. ¡Obviamente se van a ahogar! ¿Saben por qué las mujeres se hunden tarde o temprano en los medios? ¡Porque alguien las ahogó!”.
Amén.
+Fleabag está disponible en Amazon Prime.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.