Escena de "La gallina clueca".

Una película de la Época de oro dinamitó las convenciones de género

"La gallina clueca", de Fernando de Fuentes, sigue siendo una de las pocas películas mexicanas de la historia que propone un matriarcado diferente: no el de la madre aplastada por el macho, por la sociedad, por el infortunio, sino uno activo, abierto, luchón, moderno.
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“Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es solo un reflejo de la voluntad y el querer masculinos […] Para los mexicanos la mujer es un ser oscuro, secreto y pasivo”. 

Las palabras, por supuesto, son de Octavio Paz, quien en el capítulo inicial de El laberinto de la soledad (1950), “Máscaras mexicanas”, trató de describir, en trazos muy generales que se volverían lugar común, cómo es el mexicano y también, de pasada y en unas cuantas líneas, cómo es la mexicana.

Paz define los tipos femeninos más comunes del imaginario simbólico y popular: “la mujer sufrida”, “la madre abnegada”, “la novia que espera” –que será una futura madre abnegada, por supuesto– y “la mala mujer”, el equivalente femenino del atrabiliario macho mexicano. Al igual que el macho, “la mala mujer” siempre está en movimiento, “es dura, impía e independiente”. Para decirlo con un verbo clave, es una mujer que chinga: más poderosa no se puede ser en México. 

El cine mexicano de la llamada Época de oro (1936-1957) sigue fielmente las categorizaciones pacianas. En efecto, las mujeres que aparecen en el cine nacional pueden ser pasivas noviecitas santas –la Crucita de Esther Fernández que provoca, sin querer, el conflicto central en Allá en el rancho grande (Fernando De Fuentes, 1935–, estoicas mujeres sufridas –la Bibiana de Dalia Íñiguez de La oveja negra (Ismael Rodríguez, 1949)–, madres abnegadas de cabecita blanca –la Doña Lupe Rosales de Sara García, llorando y provocando llantos en Cuando los hijos se van (Juan Bustillo Oro, 1941– y, por supuesto, las desalmadas malas mujeres, sea en la versión altiva, desafiante e inalcanzable de María Félix, sea en la versión volcánica, tropical e indomable de Ninón Sevilla.

No es exagerado afirmar que la enorme mayoría de las mujeres que aparecen en algún papel protagónico en el cine nacional de esa época encajan en una de esas categorías. Por supuesto, de vez en cuando aparecía alguna excentricidad –la machorra Susana Guízar en Jesusita en Chihuahua (René Cardona, 1942)– o alguna novedad aislada –la pícara sirvienta Paquita interpretada por María Victoria en Los paquetes de Paquita (Ismael Rodríguez, 1954)–, pero se trata de desviaciones mínimas, intrascendentes: la mujer en el cine mexicano debe estar desprovista de iniciativa, so pena de dejar de ser una buena mujer.

Pero he aquí que sí hay una gran excepción que no solo confirma, sino avergüenza a la regla. Se trata del retrato de una mujer que es madre, pero no sufrida, abnegada pero también entrona, sobreprotectora pero nunca chantajista. Insólitamente, es una mujer que no necesita bules masculinos para nadar. Más aún: todo lo que tiene lo gana trabajando, sin derramar lágrimas, pero sí mucho sudor.

Se trata de Doña Tere Treviño (Sara García), la inusual protagonista de La gallina clueca (México, 1941), el más revolucionario retrato de la madre que se haya realizado en la Época de Oro del cine nacional.

Dirigida por Fernando de Fuentes después de dar el trancazo cultural y taquillero con Allá en el rancho grande (1936) y después de realizar la ambiciosa trilogía crítica de la Revolución Mexicana (El prisionero 13 y El compadre Mendoza, de 1933, y ¡Vámonos con Pancho Villa!, de 1935), La gallina clueca parece una cinta más del conservador sexenio avilacamachista que había iniciado un año antes: un melodrama familiar, clasemediero y convencional, con una madrecita de cabecita blanca en el centro del encuadre.

Pero ni el guion basado en una pieza teatral argentina, escrito por el propio cineasta en colaboración con el infalible Carlos Orellana, ni la ágil realización de De Fuentes, ni la dinámica interpretación de Sara García –quien consideró este papel como el mejor de su larguísima carrera–, seguirían los estereotipos de la mujer y la madre mexicanas en el cine nacional. Al contrario: las convenciones genéricas del melodrama mexicano –que ya estaban grabadas en bronce a inicios de los 40– serían dinamitadas desde el interior de una historia aparentemente inofensiva.

Conocemos a Doña Tere Treviño al inicio del filme, varada con su auto y sus cuatro hijos a las afueras de la Ciudad de México, en una zona desolada, rodeada de milpas. Entra en escena don Ángel Chapa (Domingo Soler, nunca más simpático), un vendedor de quesos y mantequilla, que se apiada de la mujer y que trata, infructuosamente, de ayudarle a arreglar su auto. Al final, Don Ángel remolca el “armatoste” de Doña Tere a la Ciudad de México, pero como se le ha hecho tarde, no llega a tiempo al mercado, en donde vendería su mercancía por unos 300 pesos.

Al intentar vender los quesos y mantequilla a un tendero fuera del mercado, el tipo trata de aprovecharse de él. Le compra todo a 150 pesos (a Don Ángel le costó 200) o no le compra nada. Cuando Doña Tere ve la torpe negociación de Don Ángel frente al tendero decide, sin titubear un instante, descargar el camión para vender el queso y la mantequilla ahí mismo, en la calle. El tendero, al ver la competencia desleal frente a él, trata de detenerla, pero Doña Tere no parpadea: “El comercio es el comercio y cada quien hace su lucha”. Por supuesto, el tendero se echa para atrás y le paga los 300 pesos a Don Ángel.

En esta primera secuencia de la cinta, con todo y frase de presentación que, al mismo tiempo, es autodefinición (“A mí no me conocen”), sabemos cuál es el ethos de Doña Tere: norteña de una pieza, nacida en Santiago “cerca de Monterrey”, viuda y con cuatro hijos pequeños. El tamaño de la Ciudad de México no la atemoriza (“A mí lo grande no me da miedo”) y menos cuando tiene cuatro bocas que mantener. No se puede dar esos lujos. 

Convencido de que por fin ha encontrado al socio perfecto (“Para vender soy muy bruto”), Don Ángel le propone a Doña Tere abrir una tienda, él como socio capitalista, ella como administradora. En el México optimista de los años 40, bastaba un encuentro entre un hombre noble y una mujer trabajadora para abrir la puerta del progreso material. 

La primera convención femenina del cine mexicano se ha roto: Doña Tere no es una mujer pasiva que espera que alguien le resuelva los problemas, no depende de la tutela de ningún hombre (de hecho, Don Ángel es quien depende de ella) y aspira a progresar a través del trabajo y de nada más. Es cierto que Doña Tere cumple también con los intocables valores morales de la época –le enseña la importancia del estudio a su hijo que se convertirá en médico, analiza y juzga a los respectivos pretendientes de sus tres hijas– pero también, por aquí y por allá, se sale una y otra vez del huacal moralino, como cuando le aconseja a una vecina que deje a su marido, un borracho abusivo y golpeador. 

Segunda convención dinamitada: nada de ser abnegada hasta la ignominia, nada de soportar el sufrimiento por el qué dirán. “Cualquier cosa es mejor que continuar así”, le dice a la vecina vapuleada y llorosa, cuando ella le confiesa sus miedos de estar sola, sin un marido que la mantenga.

Para Doña Tere, la familia es central, qué duda cabe, pero no a cualquier costo. Es la “gallina clueca” del título, protectora de sus pollitos, no del gallo ni del gallinero. En una escena clave, cerca del final, Doña Tere le da varios consejos a su hija Laura (Gloria Marín), quien está a punto de casarse. Se trata de un fascinante discurso aleccionador que se instala, casi en el justo medio aristotélico, entre la defensa de la moral existente y la propuesta de una moral distinta.

Doña Tere le dice a Laura que sí, que el hombre manda en la casa, pero solo en su cabeza: si es suficientemente inteligente, ella es la que decidirá lo importante en el hogar. Pero que no se le pase la mano con la manipulación, pues “un marido demasiado obediente tampoco es bueno”. Debe ser celosa (“los hombres son muy vanidosos”), pero no tanto (“los celos exagerados son un infierno”). Si llegara un día el marido a engañarla, “estudia el caso con cuidado: si es una cosa pasajera, sin arraigo, perdónalo, que la mujer debe saber perdonar” pero si no, hay que luchar “con todas tus fuerzas para defender tu felicidad”. ¿Y qué tal si el hombre ya no lo quiere a una? Doña Tere tiene una respuesta rápida: “entonces vete y déjalo”.

Seguramente para algunas mujeres del siglo XXI esta serie de consejos huelen a naftalina, especialmente cuando la madre aconseja perdonar algún desliz “pasajero” del marido. Sin embargo, es dentro de la defensa de la moral establecida que Doña Tere desafía las propias reglas morales: llegado el momento, es mejor abandonar “un nido donde el amor ha muerto” que ser la típica madre abnegada que soporta las golpizas del marido mariguano Don Pilar (Miguel Inclán) en el clásico del melodrama populachero Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, 1948), o sufrir todas las humillaciones posibles del marido mujeriego Don Cruz (Fernando Soler) en la ya mencionada Oveja negra.

En la vuelta de tuerca del final [Spoiler alert] se devela otra subversión genérica más: Doña Tere no es viuda, sino que los consejos que dio a la vecina y a su hija los ha vivido en carne propia. Ella dejó a su marido años atrás por borracho, mujeriego y jugador –por ser Jorge Negrete, básicamente– y ha criado a sus hijos bajo una mentira blanca y moralina (el noble padre fallecido) pero también con una verdad irrebatible y palpable (su trabajo, su esfuerzo, su dedicación).

En el desenlace, la última convención desafiada: por más que sea obvio que el solterón Don Ángel está enamorado de Doña Tere y por más que el espectador desea que la mujer acceda a la petición de mano del noble hombrón, esto no le quita el sueño a Doña Tere ni a la película misma (“Ahora no, Don Ángel, más tarde hablaremos”). Ella decidirá cuándo y en qué términos le da el sí… o el no.

La gallina clueca sigue siendo una de las pocas películas mexicanas de la historia que propone un matriarcado diferente: no el de la madre aplastada por el macho, por la sociedad, por el infortunio. Se trata de un matriarcado activo, abierto, luchón, echado pa’delante, moderno. Es una pena que el cine mexicano no haya seguido este camino trazado por Fernando De Fuentes. 

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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