En Vida de Henry Broulard (1835-36), su autobiografía inacabada, Henri-Marie Beyle (Grenoble, 1783-París, 1842) escribe: “Caí con Napoleón en 1814”. En esa derrota, una de las tantas que sufrió y que determinó el curso de sus acontecimientos, cifra Beyle el momento exacto de su nacimiento como Stendhal, el novelista inmortal. Ese año, Napoleón fue aniquilado por las fuerzas combinadas de Rusia, Prusia y Austria (la llamada Sexta Coalición), obligado a abdicar como emperador en Fontainebleau y confinado al exilio de Elba. Aunque aquel no fue el telón para el gran corso, pues todavía quedaba el epitafio de Waterloo, sí supuso el golpe de gracia del personaje que había tomado las riendas de la historia durante sus últimos quince años.
A lo largo de casi todo ese tiempo, Napoleón, ya cónsul de Francia y militar engalanado por sus exitosas campañas en Italia y Egipto, fue seguido muy de cerca por Beyle, entonces un joven entusiasta que, al igual que su Julien Sorel de Rojo y negro (1830), se alistaría por la gran causa que representaba el carismático general Bonaparte. Como muchos otros soldados jóvenes e impresionables, Beyle había conocido a Napoleón en condiciones casi míticas, cuando estaba tocado por una aureola que lo hacía indestructible. A su vera, Stendhal terminaría desarrollando una boyante carrera administrativa que le llevaría a ejercer cargos de gran responsabilidad, pero totalmente incompatibles con una carrera literaria. Beyle conoció tanto al titán imbatible de Marengo (1800) o Berlín (1806), como al agotado fantasma de Moscú (1812). Su grado de cercanía fue tal que llegó a ser convocado al palco privado del general en La Scala para el despacho de asuntos ordinarios.
De todas estas experiencias da cuenta el autor en sus escritos sobre el militar y tirano corso, que verían la luz de forma póstuma gracias a Romain Colomb, primo e íntimo de Stendhal. Colomb compiló y editó el material que Stendhal había previsto sacar, como proyecto vital, sobre el hombre que condicionó su existencia: Penguin Clásicos ha publicado íntegro este esfuerzo editorial bajo el título Napoleón. Vida y memorias, acompañándolo de un esclarecedor prefacio del filólogo Ignacio Echevarría y dejando en manos de la especialista Consuelo Bergés la traducción y el aparato crítico. El resultado refleja la profunda imperfección de estos manuscritos.
Una semblanza imperfecta
Vida y Memorias son dos textos separados por 20 años de edad, vivencias y desengaños morales. El primero está compuesto en vida del general, cuando ya no es más que un parásito en Santa Elena, y pertenece a la etapa embrionaria del Stendhal escritor. El segundo contempla los hechos con una mayor perspectiva histórica y un mejor estilo literario. Ambos, sin embargo, adolecen de su condición de bosquejos, de esbozos, y funcionan mejor como pautas y puntos de referencia de la trayectoria intelectual y política de Stendhal que como biografía.
Quien se acerque a este volumen con la pretensión de hallar una amena crónica se verá decepcionado en casi cada página (excepto en los escasos instantes de nervio vibrante, como el repaso de la purga realista a Moreau, Pichegru o el teniente Wright, o la contemplación de las fuerzas invasoras en el París de 1814): Napoleón. Vida y memorias no es una refutación de la persona, sino una reafirmación del personaje histórico. Es una explicación sentimental de Napoleón y, por tanto, de una época y una causa. Una catarsis necesaria tanto para el Henri-Beyle de 1816, que aún no ha adoptado su seudónimo literario ni ha dado nombre al éxtasis, como para el maduro y amargado Stendhal de 1836, ya testigo de un mundo fabricado bajo el molde del Congreso de Viena. Se trata, en suma, de un medio para no consumirse en la más descorazonadora derrota.
Así pues, es preciso tomarse esta lectura como un complemento o apéndice sobre el ciudadano Bonaparte. Por su aridez, su estilo un tanto desestructurado, la multiplicidad de notas a pie de página –en las que se entremezclan, junto con el autor, lectores de confianza del propio Stendhal, Bergés, Colomb y otros estudiosos–, el carácter inconcluso de los libros (el primero más exhaustivo, el segundo más específico y enfocado en la campaña de Italia, el momento álgido de la carrera de Napoleón) o el voluble temperamento que emana de estas páginas, consecuencia de una planificación errática y precipitada, Vida y memorias no puede competir con la nostalgia poética de Rojo y negro ni de La cartuja de Parma (1839), novelas de madurez de un Stendhal que ya ha hecho examen de conciencia.
Ni siquiera en la grandilocuencia con que el literato se refiere a su ídolo (al que no duda, empero, en tildar de “déspota vulgar” o de reprocharle “su única ambición de fundar una dinastía de reyes en lugar de haber afianzado una República”), logra alcanzar los mimbres de leyenda que sí se observarán en la reverencial atmósfera de otras obras napoleónicas críticas, como Historia de un recluta de 1813 (1864), de Erckmann-Chatrian, La gran sombra (1893) de Arthur Conan Doyle, El duelo (1908) de Joseph Conrad, o, en el ámbito de la fantasía, de la extraordinaria Jonathan Strange y el señor Norrell (Susanna Clarke, 2004).
A pesar de los defectos derivados de un excesivo acartonamiento, y de la candorosa ingenuidad con la que exime de culpa, y por tanto inválida, ciertas acciones que para la óptica de nuestro siglo son inaceptables, Napoleón. Vida y memorias es seguramente el mejor retrato de primera mano que se puede encontrar sobre un personaje capital para el entendimiento de nuestra historia. Stendhal repasa las limitaciones de su educación (“no sabía nada de ortografía”), los vaivenes de su carácter (era “arrebatado, resuelto, impetuoso, violento aunque nunca cruel, encantador y lisonjero; sonreía a menudo pero no reía jamás”), sus contradicciones: “El general Bonaparte era sumamente ignorante en el arte de gobernar. Imbuido de ideas militares, la deliberación le ha parecido siempre insubordinación”.
Ahogado entre legajos administrativos, entre disquisiciones de fina política y proyectos constitucionales rescatados a modo de anexos de entre la fecunda obra literaria de Stendhal, Napoleón adquiere rasgos corpóreos y vuelve a la vida con la energía con la que se impuso a sus contemporáneos. La mirada del leal subordinado y del furibundo antimonárquico converge en pinceladas llenas de color: “Lo mismo en una conversación que en la guerra, era fértil, lleno de recursos, rápido en discernir y pronto en atacar el lado débil de su adversario. […] De todas sus cualidades […] la más notable era la pasmosa facilidad de concentrar a voluntad su atención sobre un tema cualquiera, y tenerla fija en él durante varias horas seguidas sin descanso y como amarrado hasta que encontraba el mejor partido que se podía tomar en cada caso”.
Napoleón. Vida y memorias nos descubre que parte del genio del gran corso se basó en el arte de la sosegada reflexión. Ganó Austerlitz por medio de revelar a sus caducos oponentes su estrategia real, que infravaloraron por imposible, y encadenó victorias en Italia a partir de difundir lisonjas zalameras que magnificaron a los mediocres generales que se le enfrentaron. Stendhal nos enseña que Napoleón se adelantó a su tiempo en el arte de la contrainformación. Hoy hubiese sido, sin duda, un maquiavélico y temible estratega electoral.
Joaquín Torán es periodista. Escribe en Dirigido Por y El Confidencial, entre otros.