Dune: sangre y arena (y melange)

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Como bajo (y sobre) los efectos de un poderoso psicotrópico epifánico-elegíaco, vuelvo a verme a mí mismo, con tantos años menos y tanto más pelo, saliendo de una librería porteña con los tres tomos de la por entonces apenas Trilogía Dune de Frank Herbert (Dune, El mesías de Dune, Hijos de Dune, entre 1964 y 1976) en la edición original española de Acervo Ciencia-Ficción.

Y no: entonces yo no había leído aún los palacios de la memoria o las imperiales ascensos y caídas de Marcel Proust o Edward Gibbon. Pero –lector ya curtido en sci-fi modalidad space-opera con las sublimes Nova de Samuel R. Delany o Las estrellas, mi destino de Alfred Bester– necesitaba algo que me alejase del muy exitoso infantilismo de Star Wars (acaso el fenómeno pop fundante de la Era Infradotada en la que ahora flotamos con gravedad cero). Y, sí, había leído que George Lucas se había nutrido en abundancia con lo de Herbert para luego digerirlo/aligerarlo hacia galaxias más cercanas a Flash Gordon.

Entonces me puse a leer.

Viajé allí, tan lejos pero al alcance de mis manos, ligero y sosteniendo un volumen tan pesado en páginas.

Y, enseguida, mis ojos llenos de arena del planeta Arrakis.

Y ahora, recordando eso y recordándome así, compruebo que mis pupilas no se han vuelto de un azul flúo. Y, sí, el desencadenante de todo ese decadente temps perdu no fue otro que –en los plenos calores del pasado agosto– la visión del definitivo tráiler de la covid-postergada y por fin inminente nueva versión fílmica de Dune a cargo del muy talentoso Denis Villeneuve. Cineasta canadiense que ya probó su talento para el género con emotiva adaptación del muy talentoso Ted Chiang en Arrival y que se arriesgó a la lapidación al entrar para salir ganando con la, para mí, excelente Blade Runner 2049. Y el avance de lo de Villeneuve –tras los pasos del frustrado intento del chileno-extraterrestre Alejando Jodorowsky con música de Pink Floyd que devino en documental sobre esa frustración; de la malograda pero siempre interesante aproximación de David Lynch con música de Toto; de una correcta pero olvidable miniserie; y hasta de un cortometraje de estudiantes españoles que los herederos de Herbert persiguen y extirpan de YouTube– lucía muy bien. Gran casting, formidable dirección de arte y, ah, ese gusano gigante. Y esos pocos minutos de adelanto producían ganas de varias horas y hasta, por un rato, de buscar y encontrar aquellos libros en mi biblioteca.

No están, claro.

Tampoco los otros tres volúmenes de la segunda trilogía (ya en su idioma original: God emperor of Dune, Heretics of Dune y Chapterhouse: Dune, entre 1981 y 1985) que ya leí con menos entusiasmo y más casi inexplicable disciplina del completista. Se los han llevado los mutantes vientos de la historia de mis mudanzas (sí permanecen los tanto mejores y menos conocidos nueve volúmenes componiendo El libro del sol nuevo y El libro del sol largo del muy superior escritor Gene Wolfe). Pero sí está un reciente paperback de la primera Dune (de 1965 y ganadora en su momento de los premios Hugo y Nebula) adquirido el año pasado en plena pandemia para un hijo que, intimidado por espesor, declaró preferir esperar a la película. Filme que, en cualquier caso, parece, apenas se ocupa de la primera mitad de la novela. Se anuncia, además, una complementaria/spin off serie de televisión para atenuar el impacto que produce, advierten los filtradores, un no-final muy abrupto pendiente de segunda parte más o menos inevitable.

Y se cambia el sexo de un personaje clave (el doctor Liet Kynes) para reconvertirlo en empoderada “planetologista”. Y ya no se dice yihad –por razones obvias y distancia de seguridad– sino que opta por una menos inestable cruzada a la hora de narrar el ascenso y divinidad de Paul “Muad’Dib” Atreides. Líder que es una cruza de imperial y épico y liberador de los oprimidos Lawrence de Arabia con salingeriano Holden Caulfield que acaba con todos los phonies y con feroz Chapo Guzmán obsesionado con el control de la “especie” conocida como melange. Ese producto típico y solo conseguible en el árido pero muy explotado y desértico planeta Arrakis por diferentes y enfrentadas Casas/Castas interestelares a quienes no les importan demasiado los nativos y místicos fremen desde siempre a la espera de su profeta liberador.

Y ahí está el quid de la cuestión. Y más allá del admirable ejercicio de worldbuilding de Herbert y de su innegable y poderosa influencia (el paperback antes mencionado, 50th Anniversary Edition, proclama un “Antes de Matrix, antes de Star Wars, antes de El juego de Ender, antes de Neuromancer y antes de Juego de tronos estuvo Dune”), lo interesante de Dune son sus muy especiales efectos secundarios y, por supuesto, sus no muy puros derivados. Porque más allá de lo que ha hecho (o, según los fans, “perpetrado” añadiendo gusanos marinos y melange mejorada en plan Breaking bad y robots y computadoras y más mapas y árboles genealógicos que no dejan ver ya al bosque) el hijo del creador, Brian Herbert, con más de una ayudita del profesional Kevin J. Anderson (hipertrofiando la saga hasta más de veinte volúmenes yendo mucho más allá y mucho más atrás de las “instrucciones establecidas en cuadernos de notas” de Papi para la conclusión de la proyectada Dune 7 y de las dos novelas paulistas a intercalar entre Dune y El mesías de Dune), lo interesante es su impacto sociológico y su permanencia en el podio de los clásicos del género.

A mediados de los sesenta, Dune –aun así rechazada inicialmente por veinte editoriales, uno de los responsables suspiró un “tal vez esté cometiendo el error de la década”– era el producto perfecto para los tiempos que están cambiando. Todos los acuarianos que ya habían agotado las visiones de la un tanto añeja El señor de los anillos (cuya trama era un trip también exprimido post mortem por otro “dedicado” hijo), Dune se propone como una obra maestra del marketing generacional. Ingredientes: preocupaciones ecológicas, delirios conspira-mesiánicos en algún lugar entre William Burroughs y Charlie Manson, seducción/revancha tercermundista para los hijos del insomne sueño americano, paisajes que anticipan las psicodélicas portadas de Roger Dean para Yes, ideología underground (“Todos los gobiernos sufren de una patología recurrente: el poder atrae a las personalidades patológicas; no es que el poder corrompa sino que resulta magnético para los corruptibles”) y dichos de samurai zen (“Arrakis te enseña la actitud del cuchillo: cortar aquello que está incompleto y entonces poder decir: ‘Ahora sí está completo, porque termina aquí’”) y glosario de resonancia musulmana (“Mahdi: Aquel Que Nos Guiará al Paraíso”), estructura progresiva-sinfónica, apología de la hermandad femenina cortesía de las implacables Bene Gesserit, metáfora inmediatamente invocable de Vietnam, antecedente de Las enseñanzas de don Juan, retrato velado de las primeras escaramuzas entre Occidente y Medio Oriente por el petróleo, una muy recitable y tatuable y posterizable “Letanía contra el miedo”, y acaso lo más importante de todo: no es magdalena en el té lo que induce crono-trip sino que lo que lo produce es un trip en sí mismo. Una heroica droga altamente adictiva y de la que resulta imposible desengancharse. Sí, Dune –aunque no se la entienda de este modo– es una de las más importantes y panegíricas drug novels de su época y así el acceso a la Tierra Prometida solo se consigue previo consumo de melange: la “especia de las especias” y sustancia que provoca prolongación de la vida y aumento de fuerza física, odiseas espacio-temporales, cambio cromático en las pupilas, anticipación del futuro y, posiblemente, la fortaleza para hacer frente a miles y miles de palabras sobre su composición, destilado, tráfico y comercio.

Todo lo anterior, claro, ha derivado en otro tipo de sustancia (in)controlada: el aluvional merchandising que (lejos de haber mermado desde la publicación de Dune con constante relanzamiento de reediciones y cómics y juegos de mesa y de rol y de video y, digámoslo, abundantes tesis doctorales sobre “maquiavelismo en Dune” o “tratamiento de lo racial en el universo de Frank Herbert”) con el estreno de lo de Villeneuve nos expondrá a una nueva tormenta de arena agusanada por triunfales action figures o en versión cabezona by Funko Pop.

Así, ahora, yo vuelvo a abrir Dune. Y ahí, abriendo –antes de mapas y de glosarios– está la “Letanía contra el miedo”. Alguna vez, creo, la supe de memoria. Ahora, olvidada, vuelvo a leerla: “No tendré miedo. El miedo es el asesino de la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado, me valdré de mi ojo interior para escrutar su camino. Allí por donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Solo estaré yo.”

Mientras tanto y hasta entonces, en la pantalla tanto peor dirigida de mi televisor, otro “experto” habla de una nueva mutación de la covid-19, de sus posibles síntomas, de sus cada vez más numerosas secuelas. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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