1
Mis paseos nocturnos me dejan ver que algunas familias ya empezaron a partir. Se marchan guarecidas por la noche, por la estridencia de los grillos, por los tecolotes y por alguna vaca que muge mientras observa la luna. Los que se van intentan no ser vistos. Sรณlo se escuchan sus pasos apresurados, como si fueran una manada de caballos fantasma. Yo los sigo sin que lo noten.
Primero fueron los Vara. A ellos los escoltรฉ hasta donde los esperaba un camiรณn que pude escuchar pero no ver. Esta noche son los Ortega. Un niรฑo pequeรฑo habla y luego calla de sรบbito, como si la palma de una mano atrincherara sus palabras. Pero no es la voz infantil lo que los delata, sino el choque del metal de las ollas con las que cargan. A ellos ningรบn transporte parece esperarlos. Yo permanezco en el lindero hasta que los pasos se callan.
Saco mi espejo y lo apunto hacia donde escuchรฉ las voces. El cristal me devuelve un reflejo negro, inรบtil. Lo guardo de nuevo.
No sรฉ quรฉ pase con los que se van cuando ya no los veo ni los escucho. A veces creo que en la noche la oscuridad toma cuerpo y castiga a quienes se atreven a cruzar los confines del pueblo. Que esa oscuridad lanza a las familias al fondo de un precipicio y las hace aรฑicos, dejando un arsenal de huesos sin reclamar.
Lo que sรญ sรฉ es lo que sucede cuando una familia se va: amanece una casa vacรญa, una que en dรญas se convierte en cadรกver. Yo he visto cรณmo el adobe se resquebraja y se plaga de grietas que simulan venas sin sangre, rรญos sin caudal. Cรณmo el polvo se vuelve el รบnico habitante y los techos se cuartean y las puertas azotan el suelo. Mรกs de una vez he presenciado cรณmo un temblor manso sacude los muros y รฉstos caen a la tierra.
Temblores pequeรฑos que suceden por aquรญ y por allรก y que algunos percibimos y otros no.
Tal vez temblores que quieren volvernos escombro junto con las casas, sepultarnos.
Hacer de este paraje un cementerio inmenso.
Como si no fuera suficiente con la noticia de que el pueblo va a desaparecer, de que tenemos que partir. Cosa de un aรฑo, dijeron. Yo que prometรญ estar aquรญ hasta mi muerte.
Camino de regreso, descalza, y una piedra me insulta la planta del pie. Quizรก para hacerme ver que este machete oxidado que traigo en la mano no puede protegerme del todo. O para recordarme que esta noche desviรฉ otra vez mi camino.
Llego al pueblo y, en lugar de ir a cuidar del cuerpo moribundo que me espera, camino hacia la casa de alguien mรกs. Me asomo por la ventana y observo a quienes ahรญ viven. No es la primera vez que lo hago, esto de ver cรณmo viven los otros. A veces apenas asomo un ojo; otras, los miro de lleno a travรฉs de cortinas casi transparentes que el viento me unta en el rostro y me vuelven un espanto. Nadie me ve, estoy segura. Ni siquiera cuando rasguรฑo el machete contra el muro y escucho que dentro alguien asevera ยซes una lechuzaยป o ยซlo que sonรณ fue el vientoยป.
Lo que sucede dentro de esta casa es parecido a lo de siempre, a lo que pasa en tantas otras. La mujer hace lo suyo: sirve, cuida, calla. El hombre ni siquiera la ronda. Tal vez estรก atrรกs, en el patio, sentado en una silla mirando al cielo. O en la cantina.
He de decir que hay noches en las que no veo una sola mujer al asomarme por las ventanas, y las imagino ordeรฑando a las vacas, envueltas en la espesura de la madrugada, o baรฑรกndose en soledad en el rรญo. Incluso las sitรบo frente a las tumbas del cementerio, asรญ como yo acostumbro hacerlo.
Marcho de vuelta a mi casa arrastrando el machete, que con su peso deja un surco tras de mรญ. Atravieso la plaza solitaria. Aรบn cuelga del quiosco la lona de la fiesta del Aรฑo Nuevo: feliz 1967.
Al llegar espero ver a alguna mujer asomรกndose hacia dentro del cuarto donde yace mi abuela agonizante, pero no encuentro a nadie. Me recargo sobre el marco de la ventana y observo el cuerpo imaginando que es la casa de alguien mรกs. Como si fuera otra y no yo la que abandona por las noches a esa figura moribunda para perseguir a escondidas a quienes dejan el pueblo.
A los pies de la cama hay una cruz de palma, me pregunto quiรฉn la lanzรณ. Pero es en el pecho de mi abuela, รฉsa con quien comparto el nombre, donde fijo mi mirada en busca de la respiraciรณn fatigosa de los รบltimos dรญas. Por fin estรก inmรณvil.
*
Siempre traigo conmigo un espejo. Lo comprรฉ de niรฑa para regalรกrselo a mi madre, sabiendo que no podrรญa entregรกrselo nunca. Que jamรกs la verรญa reflejarse en ese cristal. Lo comprรฉ porque me di cuenta de que hay un dรญa en el que los hijos obsequian regalos a sus madres y yo quise hacer lo mismo. Es ovalado y cabe en la palma de mi mano. En la parte trasera tiene un sol con ojos, nariz y boca. Su color plateado contrasta con mi piel oscura como tierra mojada. Es pesado.
Con el paso de los aรฑos comprobรฉ su utilidad para reflejar las cosas tal y como son, sin los engaรฑos que me provoco. Por eso siempre lo traigo conmigo. Porque a veces no creo en lo que veo.
2
Tocan la puerta. Intuyo que la muerte de mi abuela ya se sabe. Imagino su alma convertida en un susurro que llegรณ a los oรญdos de la gente del lugar y le dijo: ยซYa dejรฉ de estar aquรญ, ya mi existencia es otraยป. Pero al abrir veo a Antonia, ya enfundada en ropas negras. Ella es una de las tantas mujeres que visitaban a mi abuela cada jueves para rezar el rosario, mรกs por las monedas que les entregaba que por religiosas.
โMi mรกs sentido pรฉsame, Violetita, Dios le abra las puertas del cielo a tu abuela. Anoche me asomรฉ por la ventana para dejarle una cruz de palma y la vi. Ya era otro su descanso.
โGracias, doรฑa Antonia, pero aรบn no estoy lista para visitas.
โTรบ no te preocupes por nada, estarรกs cansada y desconsolada. Nosotras prepararemos todo para el funeral, uno digno para una mujer tan santa como tu abuela
โme advierte al tiempo que me aparta un poco y entraโ. Ya sabรญa yo. Nunca me han gustado los aรฑos que terminan en siete. Asรญ quedarรก รฉste: 1967, el aรฑo en que doรฑa Violeta viuda de Cuesta dejรณ este mundo.
Antonia y su zalamerรญa entran al cuarto donde estรก mi abuela. La mujer suelta el llanto y deja caer su cuerpo sobre el que yace frente a ella.
โPobre doรฑa Violeta, ella que querรญa llegar a los noventa aรฑosโฆ โmientras solloza, Antonia clava su mirada en el anillo de oro con dos manos entrelazadas que mi abuela siempre trajo consigoโ. Tan bella esta argollaโฆ ยฟhas visto que detrรกs de las dos manos hay un corazรณn? Habrรญa yo de cuidarla durante el funeral, no falta un maรฑosoโฆ
โO maรฑosa โle respondo, apartรกndolaโ. Antonia, regrese mรกs tarde. Le repito que no estoy lista para visitas.
โTรบ mandas, Violetita, ahora รฉsta es tu casa.
La mujer sale y yo me dejo caer en una silla al lado del lecho mortuorio. Le retiro el anillo de oro a mi abuela. Queda una marca apretada y blanquรญsima en el dedo anular de su mano derecha. Noto que el anillo estรก formado por tres argollas y que las dos manos entrelazadas en forma de saludo pueden separarse. Al abrirlas aparece detrรกs de ellas el corazรณn del que hablรณ Antonia. Un pequeรฑo corazรณn de oro, no con forma humana, sino รฉse que se dibuja en la tierra cuando se estรก enamorada. Entrelazo de nuevo las manos y regreso la argolla al dedo de la muerta.
Me levanto y observo la figura de la mujer con la que he vivido siempre. Su cuerpo se conservรณ robusto hasta el final. El tiempo no carcomiรณ su carne como suele hacerlo con los cuerpos decadentes. Sus manos arrugadas, รฉsas que tantos billetes contaron, siguen regordetas. Rozando la punta de sus dedos encuentro su larga cabellera blanca, acomodada a ambos lados del cuerpo. La palidez de la melena luce oscura en comparaciรณn con la piel tan clara de sus brazos, de su cuello, de su rostro. Sobre los ojos tiene dos monedas doradas que ella misma se colocรณ hace unos dรญas. Le tomรณ una eternidad alcanzar primero el ojo derecho y luego el izquierdo, y el esfuerzo de la anciana me hizo pensar que no sobrevivirรญa a la faena. Pero su pecho siguiรณ subiendo y bajando.
Me pregunto a quiรฉn habrรกn pertenecido antes esas monedas. A un hombre sin trabajo, a una mujer abandonada. Todos recurrรญan a doรฑa Violeta viuda de Cuesta, la prestamista del pueblo.
Cuรกntas veces la vi sentada en la mesa apilando monedas, contando de diez en diez. Cuรกntas veces aprovechรฉ esos momentos en los que la veรญa tan feliz con su fortuna para preguntarle quiรฉn era mi padre. Cuรกntas veces el ยซotra vez con lo mismo, Violetita, ya me con- fundiste, voy a tener que volver a empezarยป. Luego el golpe del tacรณn en el piso, รฉse que daba siempre al enojarse. ยซYa te dije que algรบn prieto, porque tu mamรก era tan blanca, y mรญrate tรบยป. Recuerdo observar mis brazos morenos, empezarlos a despreciar.
Tomo mi espejo y lo dirijo hacia los ojos de mi abuela. Ahรญ estรกn las monedas sobre sus pรกrpados. La creo capaz de soltar la carcajada, de seรฑalarme con el dedo y reรญr sin abrir los ojos, de decirme que ella jamรกs abandonarรก este mundo y que siempre tendrรฉ que cuidarla.
โHace dรญas desenterrรฉ algunas de tus joyas y las vendรญ. Imagรญnate, alguien ha de estar dando el sรญ con un anillo de segundo uso. O a lo mejor brilla mientras su dueรฑa talla ropa sucia en el rรญo โle digo.
A mi abuela la terminรณ de matar la certeza de que conmigo agoniza el รกrbol de nuestra estirpe, de que soy yo la รบnica heredera de su sangre.
Una sangre que me llegรณ colmada de porquerรญa y que corre por torrentes que no reconozco, por senderos que me son confusos.
Avenidas de existencia que punzan y que puedo tocar sobre mi piel.
Hilos verdosos que ya no podrรกn replicarse.
Permanezco al lado del cuerpo hasta que el rumor de la muchedumbre hace que me asome por la ventana. Las rezadoras piden verla. Entre los rostros veo el de Jesusa. Le hago seรฑas para que entre.
โVioleta โme dice, abrazรกndomeโ, por fin vas a descansar.
โYa no tengo familia viva โrespondo.
Su compaรฑรญa me reconforta. Jesusa se encarga de cambiar de ropa a mi abuela, de peinarla. Yo acondiciono la pequeรฑa estancia, coloco sillas, hago cafรฉ.
Cerca de la noche la gente entra, se hinca al lado del cadรกver. Una cara tras otra. Algunas mujeres lloran. Otras se acercan y la abrazan. Las escucho decir que la piel aรบn se siente tibia y tersa.
Dejo a Jesusa y salgo al patio. Noto que alguien encendiรณ una fogata y de repente siento frรญo. Desabrigada, voy y me siento junto a la mesa que estรก bajo el mezquite, ese รกrbol de corteza rugosa y brazos sombrรญos que luce mรกs muerto que vivo y que me ha cobijado desde mi infancia.
No pasa mucho tiempo hasta que un rostro que no veรญa desde hace aรฑos atraviesa la puerta. Es Fermรญn, quien volviรณ al pueblo despuรฉs de vivir en el Norte. Trae un cigarro sin encender entre los labios. Se acerca.
โVioleta, mi pรฉsame โme habla, al tiempo que jala una silla y se sienta.
โGracias, Fermรญn. Ella ya estaba muy mayor.
โLo digo por tu hijita. Fue hace mucho, pero de todas formas โaclara, mientras se quita el saco y se levanta de la silla para colocรกrmelo sobre los hombros.
โEn unos meses serรกn nueve aรฑos de que muriรณ.
ยฟCรณmo te enteraste?
โTรบ me lo dijiste en un sueรฑo โme respondeโ. Se me olvidรณ cuรกnto mezquite hay aquรญ โrepara, mirando hacia arriba.
Fermรญn enciende el cigarro.
โยฟYa sabes lo que va a pasar con el pueblo? โpregunto, desconcertada por los comentarios de Fermรญn, espantรกndome el humo.
โSรญ, ni quรฉ hacerle โcontesta, al tiempo que se saca una pistola del cinturรณn y la pone sobre la mesa.
Cuando conocรญ a Fermรญn era tรญmido, delgado como รกrbol que apenas crece. El cuerpo quedรณ, la timidez se fue.
โMe dan miedo las armas โhago saber.
โNos sirven a gente como yo.
Fermรญn acerca al lagrimal su dedo medio, lo empuja hacia dentro y se saca el ojo. Doy un pequeรฑo salto en la silla. Luego, pone la pieza sobre la palma de su mano, la muestra por unos segundos y de inmediato la coloca otra vez.
โEs un ojo de vidrio. Me lo pusieron allรก en el Norteโexplica.