El proceso de Roberto Lanza (fragmento)

Por cortesía de AdN, un adelanto del más reciente libro del escritor cubano Ronaldo Menéndez.
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Una tarde, cuando Roberto Lanza se dispone a recoger a su hijo de cinco años a la salida de un colegio madrileño, la profesora le pide explicaciones sobre una sospecha de pedofilia que ha provocado algo que ha dicho el niño. Este es el desencadenante de una historia híbrida entre el thriller psicológico, la novela
de corte social y una trama de estirpe kafkiana con un ritmo frenético y alta tensión narrativa.

*

Roberto recuerda aquel día impreciso. Entonces no estaba tenso, ni siquiera le recorre el espinazo ese aire apresurado con que suele andar por el mundo. Cualquiera diría que siempre está cruzando una calle con el semáforo en rojo. Roberto Lanza ríe sobre su hijo mientras intenta colocarle un calzoncillo blanco en cuyo borde superior persiste un pálido círculo decorativo. Le dice «mi hermoso Liam», «mi buen amigo Liam», «el mejor amigo», «el compinchito». Hace un par de minutos lo ha sacado de la bañera envuelto en una toalla. El niño se revuelve y Roberto llega a ver su propio reflejo en el espejo al lado de la ventana, pero también le da tiempo de ver que la vecina de enfrente cierra su ventana y se detiene y tal vez los observa. Él baja la cabeza. Entonces emprende ese gesto. Hace la pedorreta y le pone el calzoncillo. Ya está. Roberto levanta los ojos y alcanza a ver que la vecina de enfrente cierra despacio su ventana, como si no hubiese pasado el tiempo.

Desde hace meses se miran de vez en cuando. Una rutina inevitable de edificios enfrentados. Pero todo empezó porque Roberto la vio una vez duchándose. No fue una visión, sino un descubrimiento indirecto. Un edificio gris se alza en la acera de enfrente. Ambos inmuebles están separados por una calle estrecha de escaso tráfico y muchos árboles. Pero ahora no hay tiempo para la mujer de enfrente porque el niño pide que le pongan el canal Clan. Sabe que su padre le concederá el tiempo de la televisión porque hoy es viernes y además es el día de los compinches, que así les gusta llamarlo.

—Vengaaaa —dice Liam alargando la última vocal todo lo posible—, ponme dibujitos.

—¿No es mejor una peli?

Roberto enumera: El viaje de Arlo, Vox trols, El capitán Calzoncillos. Pero Liam quiere dibujos porque sabe que es la hora de Bob Esponja. Nadie compite con los gritos de un ser cuadrado que habita en el fondo de un océano burbujeante. Otras criaturas también gritan. En el capítulo de hoy una de ellas dirige una enorme burbuja desde una especie de artefacto submarino que amenaza con tragarse a Bob y a toda la feria subacuática. El señor Cangrejo llora desconsolado: va a desaparecer su negocio.

La vecina no está en su baño porque la ventana de cristal traslúcido permanece oscura. La luz está apagada, Roberto Lanza ha aprendido sus horarios frecuentes y no se explica por qué aquella mujer se ducha a deshoras. Liam ríe. Sucede que la enorme burbuja ha adquirido una peligrosa cualidad pegajosa, como un gigantesco Blandi Blub, y si revienta convertirá el mundo de Bob Esponja en un inhabitable ámbito de flecos. Todo un descubrimiento, el día en que cortaron por error el enorme árbol que les tapaba la ventana de la visión del edificio de enfrente. Ese día Roberto Lanza hizo algo inusual, dado su carácter antitelefónico: llamó al Departamento de Ayuda al Ciudadano del Ayuntamiento de Madrid para denunciar el corte de un árbol centenario. ¿Y cómo sabe que es centenario? No se esperaba aquella puntualización, y acto seguido recordó haber leído en un libro infantil que los nudos de un tocón podían indicar la edad de los árboles. Entonces le dijeron que para una denuncia de tal envergadura tenía que personarse en el propio Departamento de Ayuda al Ciudadano, ya que los árboles, sean centenarios o incluso semanarios, no pueden ser cortados sin más. Debe haber una razón de peso. Por supuesto, Lanza también se había informado
acerca de este punto. Liam ríe escandalosamente: Bob Esponja acaba de ser engullido por la enorme burbuja pegajosa. Todos gritan dentro de la pantalla. Se había dado la orden de cortar el árbol de al lado para despejar una entrada de estacionamiento de un apartotel, cuya dueña, es importante este detalle desde un punto de vista planetario, había tenido que donar a cambio otros cien árboles. Otra cosa que define a un buen padre es su amor ramificado por todo tipo de plantas y animales, que debe inculcar al hijo. Pero los trabajadores de tala y urbanismo, los muy imbéciles, se habían confundido talando el árbol equivocado y dejando sin protección la ventana del salón de Roberto y familia, en el número 14 de la calle La Palma. Entonces, a través de la conversación, sin aún haber colgado el teléfono y argumentando que no iba a personarse en ninguna parte, que no tenía tiempo, Lanza vio a la vecina de enfrente duchándose.

—¡Mira, papá! —Liam se ha puesto de pie porque le produce mucho entusiasmo que la criatura perversa suboceánica esté a punto de reventar la enorme burbuja pegajosa.

La vecina se duchaba en el edificio de enfrente, un piso por encima del de Roberto. Serían las cinco de la tarde de un día de invierno. O sea, cinco en sombra: el gris de fuera provocaba que la luz de dentro del baño declarara su efecto pantalla. La silueta de la vecina se dibujaba con una nitidez expresionista tras el cristal traslúcido, con la alcachofa de la ducha dirigida sobre las curvas del pecho, imaginada entre los muslos, sobre la cabeza. El pelo rubio no se percibía rubio, pero Roberto sabía de qué vecina se trataba. Ese pelo moviéndose para sacudirse el agua, pero no con el gesto de una vigilante de la playa recién salida de un rescate de alto riesgo avanzando hacia la cámara, sino de un modo más casero, con esa distracción de las duchas, como si nadie la observara, y luego las manos subían y agarraban el pelo para enjuagarlo.

A Roberto no le gusta esa vecina en particular. Solo le gusta el cuadro expresionista de su silueta duchándose enfrente, tras el cristal traslúcido, de la cintura para arriba, que es lo que puede verse desde el ángulo de su salón. Cuando sus ojos se la encuentran en la tarea del baño, Roberto siente que robara una llave o un diario. Entonces, observa y medita. Y fantasea. Roberto fantasea no con el objeto inalcanzable: una actriz, una presentadora de la tele, una Cicciolina, sino con el objeto probable. Roberto nunca ha podido concebir una fantasía incontaminada de realidad. Por eso sus fantasías corren cierto riesgo, por eso a veces piensa en cruzarse con la vecina de enfrente por la acera para poder mirarla en otro plano, atrapada en la distracción cotidiana, y entonces cotejar su devenir de viandante con ese otro de personaje de un cuadro expresionista. Sabe que para él una circunstancia así, con el personaje observado en sus dos roles, sería levemente erótica. Pero además le gustaría que ella supiera que a él le gusta mirar su silueta expresionista, y ya eso es más atrevido. ¿Cómo conseguirlo?

—¡Mamá…!

—¡Ya estoy aquí, mi garbancito!

Pero acto seguido Liam se abisma otra vez en la pantalla. Es el momento decisivo, ya que Bob Esponja consigue desinflar la enorme burbuja pegajosa sin que reviente.

—¿Cómo estás, amore? —le dice Lorena, y lo besa, y lo llama por su código de pareja, como acercándolo—: Rob…

Al principio Roberto dejaba en penumbra su salón. Le avergonzaba que otro vecino lo descubriera mirando, pero pronto se dio cuenta de que nadie sabría qué miraba. Nadie excepto ella. Y una noche, mientras se recostaba bocarriba al lado del cuerpo tibio de Lorena dormida, empapado de insomnio, tomó la decisión de dejarse ver por la vecina cuando esta terminara de ducharse. Es decir, mirar desde la ventana con la luz encendida. Quería que ella supiera que él miraba, incluso a riesgo de un vergonzante malentendido.

No supo que la vecina lo había visto mirando hasta que un día se la cruzó por la acera y algo se movió dentro de los ojos de la mujer. Una mirada fugaz que lo enfrentó como un reproche. ¿O solo había sido idea suya? Basta la comprobación de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados. Cada vez que la vecina terminaba de ducharse se iba envuelta en la toalla, pero enseguida regresaba semivestida y abría los batientes para airear el baño. Entonces, ¿lo había visto a él, mirándola? Prestó atención a esta idea y tuvo la certeza de que así era.

—Liam —llama la madre—, a comer… Papá te ha hecho pollito a la plancha y hay ensaladilla rusa. Un buen padre hace cosas a la plancha. Y nunca se excede en la ensaladilla rusa.



Esa noche, la noche del gesto, no ocurre nada más. Lorena se ducha por segunda vez en el día y sale desnuda del baño a buscar unas bragas en el cajón del mueble verde de Ikea. El estor de la ventana no está bajado del todo, nota Roberto, le falta un palmo. Alguien, desde un piso superior del edificio de enfrente, podría haber visto la piel fugaz de Lorena mientras se ponía las bragas beis y terminaba de vestirse frente al espejo.

—Rob, el domingo vamos a ver una expo al Museo ABC y luego comemos con Lucía y Pablo. Quieren invitarnos. Algo se traen entre manos. ~

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(La Habana, 1970) es escritor. Ha publicado más de una decena de libros. El proceso de Roberto Lanza (AdN, 2023) es el más reciente.


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