Algo sobre mi madre

Podía haber sido actriz de cine o televisión, donde le ofrecieron papeles. Pero, hace más de cincuenta años, mi madre eligió un periodismo de sociales digno y meritorio.
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Podía haber sido actriz de cine o televisión, donde le ofrecieron papeles. O una buena y tradicional “madre judía”, obsesivamente preocupada por la comida, la salud, las amistades, los amores, los desamores, los trabajos, los sueños y pesadillas de sus hijos. Podría haber sido una esposa frívola y derrochadora, tendida –como en la canción de Agustín Lara, que de niña escuchaba en “la Hora Azul”– sobre “un blanco diván de tul”, abandonada “a su exquisito abandono de mujer”. Pero, hace más de cincuenta años, mi madre eligió algo distinto, un periodismo de sociales digno y meritorio, sobre todo en aquellas épocas en las que el único escenario reservado a la mujer de clase media era el hogar.

Llegó a México desde su natal Polonia en los años treinta. Por muchos años arrastró la gutural “ere” que denotaba su extranjería. Vivió primero en la calle de 5 de Mayo en Puebla (en los altos del puesto de ropa de sus padres, a una cuadra de la Capilla del Rosario) y luego en el bullicio de Correo Mayor en el centro, donde a veces, además del árabe y el yiddish, se escuchaba el español. Ya en los años cuarenta, se mudó a un edificio en la calle de Aguascalientes en la Condesa. Hija única de José Kleinbort y Eugenia Firman (él un afanoso y nostálgico bonetero de ojos azules; ella una belleza imperiosa y pragmática), estudió primaria en un colegio protestante en Puebla y se graduó en la high school de moda en la capital: la famosa “Academia Maddox”. Allí hizo amistades perdurables, adquirió su perfecto inglés, leyó a Shakespeare y a Francis Bacon, escribió (a mano, con hermosa letra Palmer) una tesis sobre Paradise Lost de Milton, recibió el primer premio de su clase y desfiló gallardamente un 20 de noviembre llevando el estandarte de su escuela.

De niña –según me contó– coleccionaba fotografías de artistas que pegaba en un álbum. Luego de casarse en 1946 con el joven ingeniero químico Moisés Krauze y procrear con él tres hijos (yo nací en 1947, Jaime en 1950 y Perla en 1953), sintió que las celebridades que parecían inalcanzables (no sólo actores y actrices de cine sino artistas plásticos, escritores, profesionistas de toda índole, políticos, etc…) podían estar al alcance de la mano. ¿No había conversado ya, en la calle de Ensenada donde vivía, con el mismísimo Adolfo Ruiz Cortines? ¿No había visto de cerca a María Félix recorriendo los aparadores del centro? ¡Y qué mundo se le había abierto gracias a la amistad de personajes del cine como Tulio Demicheli y Ernesto Alonso! Pero a ella le importaba sobre todo hablar con mujeres que hubieran sobresalido en cualquier esfera de la vida pública, indagar los resortes que las habían impulsado a crecer, a madurar, a apartarse de los papeles convencionales. Así comenzó su camino profesional.

La ayudó su época pero ella se ayudó a sí misma. Los cincuenta y sesenta fueron –hasta el 68– tiempos serenos en los que México fue una capital cosmopolita que visitaban todo tipo de personajes, unos notables, otros estrafalarios. Ella les siguió la pista. Tras incorporarse a Novedades bajo la tutela inicial del gentil Daniel Dueñas y del caballeroso Fernando Gaitán, comenzó a publicar decenas de entrevistas. En algún momento incursionó en la crónica de sociales con una columna muy leída que adoptó el título inicial de “Espejo” y, al paso del tiempo, se llamó “Quién en esta semana”.

De pronto se le ocurrió rematar cada colaboración con un diálogo entre dos imaginarias señoras de sociedad: “La chata y la chiquis”. Una –no recuerdo cuál– era algo desorientada y preguntona, otra era reflexiva y sentenciosa. Ninguna era solemne, superficial o frívola. Hablaban de esto y aquello y se ponían filosóficas. Aportaban una reflexión útil, un consejo amable, un buen deseo. Y por momentos descubrían una verdad de a libra. En familia celebramos mucho cuando Salvador Novo la citó públicamente como una buena escritora epigramática. Yo, que detestaba la socialité y hasta la vida social, la leía poco. Pero ella, con su ejemplo y tesón, secretamente me insinuaba el misterio y el milagro que se esconden tras los rostros y las vidas. Era, sin saberlo, una biógrafa express.Pláticas en el tiempo es el segundo libro de mi madre. El primero, Viajera que vas (Diana, 1997) recoge un bonito recuerdo autobiográfico y una serie de crónicas sobre los mil y un viajes que ha hecho en su vida. Supongo que, fuera de Mozambique, Corea del Norte y el sur de Goa, ha estado en todo el mundo. ¿Cómo lo hizo? No hubo, me consta, financiamiento familiar en ese trajinar que le llevó décadas. Se las arregló para que empresas hoteleras, turísticas o aerolíneas y representaciones de gobiernos costearan sus viajes a cambio de ver publicadas crónicas ilustrativas y reveladoras. Ha sido una precursora de las revistas y suplementos de viajes, pero lo característico de sus textos, más que la naturaleza o la arquitectura, es la presencia de personas.

Una gran señora alentó sus afanes nacionales e internacionales y la puso en contacto con protagonistas de la vida pública que despertaron su interés: la periodista ecuatoriana avecindada en México Hylda Pino Desandoval. Fue la creadora de un temible grupo llamado “Veinte mujeres y un hombre”, que puso su grano de arena en hacer un poco más pública la vida pública de México.

Dividido en cinco décadas, el elenco de personajes incluidos en Pláticas en el tiempo es plural desde cualquier ángulo que se vea: género, profesión, nacionalidad, oficio, religión. Aunque dejó fuera decenas y quizá centenas de entrevistas, en este libro “Doña Helen” –como muchos amigos le dicen– tejió un tapiz hecho con rostros fugaces (como todos), perdurables (como algunos), pero siempre representativos de una época, y aun de varias épocas. El lector podrá acceder al libro en cualquier parte y encontrar confesiones inesperadas, datos curiosos, pinceladas extrañas, destinos raros, momentos entrañables, experiencias de vida. El índice onomástico incluye un Who is who que ayudará a la búsqueda. Para muestra un botón: la plática con Carlos Monsiváis en Londres en 1970 retrata su cotidianidad, su humor, su ánimo, mejor que muchos obituarios.

Quizá porque fue una niña del exilio se dedicó, y se dedica aún, a sus años (secreto de Estado) a viajar. Quizá porque fue una niña del exilio fascinada con los rostros de la nueva patria, se dedicó, y se dedica aún, a escudriñarlos. Sus pláticas son retratos robados al olvido, lecciones modestas pero genuinas, frescas, limpias, honestas, del galano arte de conversar.

 

Una versión de este texto es el prólogo de 'Pláticas en el Tiempo' de Helen Krauze.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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