Cuando niño me tocó padecer lo que no deseo a ningún ser humano. Rodeado mi pueblo, Harpert, por las tropas turcas, fue asolada mi casa, como la de todos los armenios. Llevaron a mi madre Tania a la calle y la mataron con arma blanca; desesperado, mi hermano Hagopic se arrojó a sollozar sobre el cuerpo aún tibio de mamá. Un soldado turco lo mató en el acto atravesando su espalda con la bayoneta, contra el cuerpo de mi madre ya muerta, y diciendo burlonamente: “Ahora que vengan los soldados de tu nación a defenderte”. Los soldados de mi nación armenia habían sido enrolados, primero, en el ejército imperial otomano. Luego, fueron arteramente desarmados en su totalidad, ¿quién podía defendernos? Los turcos hacían una matanza cruel e irracional. A mi padre lo condujeron mediante engaños a cruzar el río Éufrates para refugiarse en una tribu kurda amiga de los armenios, y en medio del río lo acribillaron a balazos por la espalda. El río Éufrates guardó su cuerpo agonizante. Mi padre era armenio, pero mi madre era oriunda de Besarabia. ¿Por qué mataron los turcos una mujer así? Porque ella no renegó de su fe religiosa ni la nacionalidad armenia de su esposo y sus hijos. Murió junto a los armenios… siempre llevo en mi memoria el martirio de mi madre. Yo sufrí lo que todos los armenios de Turquía.
Tampoco puedo alejar de mi mente otro recuerdo atroz. Un carro municipal de Harpert, por órdenes de la autoridad turca, juntó de las calles como si fuesen barrenderos, a todos los bebés que habían quedado en el suelo al ser sus madres muertas o arrastradas a las columnas de marchas forzadas para morir en el desierto. Escondiéndome, seguí al carro que lleno de bebitos los descargó en el basural y los empleados municipales comenzaron a matarlos a golpe de palos como si fuesen animalitos. Estos recuerdos se agolpan en mi mente, mi memoria parece desbordar toda posibilidad de imaginación humana. He querido comprender cómo fue posible todo eso. El Estado turco quitaba la vida con una tranquilidad siniestra y un convencimiento que ningún dios arrogó para sí.
Yo fui usurpado por una familia turca que me llevó para criarme en su cuerpo doméstico. Una tarde llegó el hermano del dueño de casa. Era militar turco de alta graduación. Me llamó y dijo “Trae un café para mí que tengo una gran noticia para ti”. Una vez servido me contó: “Con los jefes alemanes hemos decidido que es mejor dar la independencia a la nación armenia para que luche de nuestro lado. Alégrate, pues”. Se refería a los consejeros militares alemanes del Estado Mayor, que de ese modo respondían a la disconformidad de sus subalternos con las masacres que observaban en Turquía. La mentalidad del turco me demostraba que no solo se creía dueño de la vida de los individuos, sino también del destino colectivo de una nación. Esa mentalidad formada lenta y refinadamente era propicia para cometer crímenes de lesa humanidad. Lo que aconteció dolorosamente a los armenios luego se repitió bajo el fascismo y nazismo europeos, y después contra los movimientos de liberación nacional de Asia, África y América. Es una secuela de brutalidad en la historia humana universal que debemos eliminar con una definitiva toma de conciencia. Esa es la razón de volcar en esta revista de armenología todo mi esfuerzo intelectual, moral y material. Por un sentido humanista y por un deber interior: necesito honrar la memoria de mi padre, de mi madre, de mi hermano, de mis compatriotas martirizados. De aquellos bebitos de Harpert, ¡ay, horror imborrable en la retina de mis ojos!
Fue un sobreviviente del genocidio armenio.