La rústica historia del libro moderno

Un recorrido por el trabajo de algunos de los diseñadores que hicieron de la cubierta de los libros una forma distintiva de la estética moderna.
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En 1934, Allen Lane se encontraba en la estación de trenes de Exeter luego de pasar el fin de semana con la escritora Agatha Christie y su marido. Lane, el principal accionista de una editorial con problemas económicos, decidió comprar algo para leer en el viaje de regreso a Londres. En la tienda de la estación solo encontró cigarrillos, golosinas y algún semanario sensacionalista. Inmediatamente, a la manera de Arquímedes, tuvo la idea de una colección económica con buenos títulos que cambiaría para siempre el mercado de la edición: los Penguin Books. 

En honor a la verdad, Lane vio la oportunidad de adaptar al Reino Unido la idea que el sello hamburgués Albatross ya producía desde algunos años antes. Albatross Verlag había lanzado en 1932 una serie de libros en rústica, de formato de bolsillo y con moderna apariencia que abordaba clásicos universales y atendía a contemporáneos como James Joyce, Aldous Huxley o Virginia Woolf. Sin embargo, el éxito de Albatross no era masivo porque carecía de los canales adecuados para llegar al gran público. La visión de Lane combinaba tres aspectos clave: primero, no subestimada a las masas y combinaba títulos de calidad con la narrativa popular; segundo, vendía sus libros al precio de «una cajetilla de cigarros»; y tercero, colocaba sus títulos en lugares cotidianos, como supermercados o puestos de revistas, en lugar de las elitistas y escasas librerías de la época.

La edición en rústica —el libro forrado con una cubierta de papel o de cartón que se pega con cola al lomo cosido— ya se conocía desde finales del siglo XVII. Antes de esa época, los libros se vendían en rama: los pliegos cortados y cosidos pero sin encuadernar. Era el comprador quien lo mandaba encuadernar a su gusto y según los estándares de su biblioteca personal. Los libros encuadernados de manera tradicional, por su delicada elaboración, exquisito cuidado y alto precio resultaban objetos de lujo. 

No fue sino hasta el siglo XVI y durante todo el siglo XVII, que los encuadernadores, impulsados por la creciente producción editorial y el emergente público lector, se vieron en la necesidad de abaratar costos y reducir tiempos. Los libros comenzaron a reducirse en su tamaño para alcanzar a las masas y muchos se encuadernaban en pergamino o papel jaspeado. Personajes notables como el cardenal Carlos de Borbón, preferían sus volúmenes más ligeros con encuadernaciones en tafilete. Ya en el Siglo de las Luces, con la consolidada presencia de los periódicos, los lectores de ediciones baratas fueron en aumento. 

En la época victoriana, las grandes masas urbanas modestamente alfabetizadas destinaban parte de su poder adquisitivo al entretenimiento, hecho que contribuyó a la popularización del género de la novela. La enorme red ferroviaria aumentó el número de lectores viajeros y posibilitó la amplia distribución de grandes tirajes. Estos cambios en la sociedad industrial consolidaron a la lectura como parte de la industria del ocio y para 1830 las primeras novelas baratas vieron la luz. Las penny dreadful, como peyorativamente se conocían, eran ediciones seriales de narrativa de ficción con el accesible precio de un penique. Con coloridas litografías en portadas de papel amarillo rústico y rígido, estas novelas fueron el éxito económico de la industria editorial victoriana. Pronto, la competencia en el rubro se hizo fuerte con las ediciones yellowbacks. De similares características formales, ampliaban los géneros hasta las biografías y manuales.  

Al igual que en el Reino Unido, en los Estados Unidos este estilo de libros económicos se probó en gran escala también dos veces durante el siglo XIX. Pero fue hasta finales de la década de los 30 que se combinó la rústica fresada —cuadernillos encolados al lomo en lugar de cosidos— con un formato reducido y transportable, que ya había introducido Aldo Manucio en 1501 con éxito comercial. 

En 1939, se imprimían más de 180 millones de libros en los Estados Unidos, pero sólo existían 2,800 librerías. El best seller de entonces, Las uvas de la ira de John Steinbeck, costaba $2.75 dólares (edición de pasta dura, claro) mientras que un galón de gasolina costaba 10 centavos o un boleto para el cine, 20. Robert De Graff, un ex ejecutivo de publicaciones que orgullosamente se había quemado las pestañas en la renombrada casa editora Doubleday, se acercó a los directores de Simon & Schuster para ofrecerles una idea «americanizada» del concepto de Penguin. Convenció a los accionistas de llevar a las tiendas de cigarros y puestos de revistas de las estaciones del metro de Nueva York, ediciones muy económicas impresas en enormes cantidades, pero a diferencia de Penguin, con llamativas portadas ilustradas, a la sazón del gusto americano. Los Pocket Books, la colección que creó y dirigió De Graff por mucho tiempo para Simon & Schuster, fueron un novedoso producto que enamoró a las masas y les dio grandes beneficios a su creador. 

Tanto Lane como De Graff vieron la oportunidad de innovar en el sistema de distribución. Allí donde antes sólo había periódicos y novelas de folletín, encontraron un medio para alcanzar al mercado masivo de lectores de literatura clásica y contemporánea, poniendo los ejemplares en una red de puntos de venta alejada de las librerías tradicionales. Fue el momento de pensar en un lenguaje de diseño que destacara en los exhibidores de alambre adaptables a cualquier comercio minorista, que optimizara los recursos de producción y que conectara con los valores estéticos de la incipiente multitud lectora.

La portada —o cubierta, para ser correctos con el término— se volvió presentación y anuncio publicitario del libro, un concepto completamente diferente. El propósito del diseño de estos libros no era únicamente llamar la atención en la tienda; también quería adoptar ciertas señales reconocibles del universo hollywoodense o de la música popular norteamericana que tenían valor para los potenciales compradores. La cubierta se convirtió en una forma distintiva de la estética moderna, de la misma manera que lo fueron los carteles para películas o las portadas de discos, otros productos de entretenimiento para el consumo masivo de la sociedad de posguerra. 

A la ventaja económica de la encuadernación rústica se le antepone el problema del grosor del sustrato de la cubierta. Como no puede ser muy rígido, muchas veces tiende a desarmarse y perder solidez. Extender la cubierta a lo ancho y doblar el excedente hacia el interior, resuelve su consistencia. En estas solapas que se forman, el lector neófito pudo descubrir un autor, una reseña seductora que lo persuada de la compra; o bien, que anticipe sus próximas lecturas con un listado de «otros títulos de esta colección». 

 

Pero no todos comulgaban con esta estética. Allen Lane aborrecía el diseño de portadas de las ediciones rústicas estadounidenses. No sólo las consideraba un ejemplo de mal gusto, también creía que eran artilugios para imponer novelas mediocres que empobrecían la percepción de la literatura en general. Prefería la sistematización cromática, minimalista y más conservadora que el diseñador Edward Young le había dado a sus portadas de Penguin —cuyo logotipo también había diseñado—, que recordaban a los clásicos y se impregnaban de su aura y prestigio. 

Para 1947, Penguin Books contrató los servicios del tipógrafo alemán Jan Tschichold, reputado creador de importantes aportaciones a la tipografía moderna. Tshichold crea para Lane uno de los primeros sistemas de diseño editorial: las reglas de composición de Penguin.

 Estiliza el diseño original de Young —incluye ocho nuevas versiones del pingüino del logotipo— y diseña un programa de aplicación gráfica donde establece al detalle medidas, proporciones, colores y características de cada elemento gráfico de las portadas e interiores.

Esta decisión, que trasciende lo estético, le permitió a Penguin asegurar una producción homogénea y sólida en términos de marca y realizar impresiones de un mismo título en distintas imprentas a la vez, aunque se encuentren en diferentes partes del mundo. El diseño de Tschichold se volvió una herramienta estratégica para expandir el negocio de Lane.

 

Del otro lado del Atlántico, muchas editoriales habían imitado el éxito de los Pocket Books y reconsiderado las necesidades del cada vez más heterogéneo mercado de lectores en Estados Unidos. Dos nuevas editoriales fueron claves para la evolución de la edición masiva: New Directions y Grove Press.

Un exalumno de Ezra Pound en Columbia, James Laughlin, fundó New Directions Publishing, una editorial interesada en estudios literarios, narrativa de vanguardia y poesía contemporánea. Laughlin buscaba una nueva presentación más acorde a la naturaleza de sus contenidos y contrató al joven diseñador Alvin Lustig para la tarea. Hasta mediados de la década de los cuarenta, el uso de la ilustración en las cubiertas de libro era principalmente figurativo y con ánimo de resumir la obra en una sola imagen. El acercamiento metodológico de Lustig era completamente diferente. Leía la obra buscando las emociones que el autor exploraba, en lugar de centrarse en un pasaje, ejemplo o personaje. Luego, las interpretaba de una manera abstracta y simbólica, según su propio estilo gráfico. Haciendo uso de imágenes fragmentadas o de la ilustración espontánea, Lustig llevó adelante un sistema gráfico coherente y unificador que evitaba la monotonía y se correspondía creativamente con los contenidos. 

En esta misma línea, de reinterpretar los códigos del arte moderno para construir un sistema conceptual de diseño de portadas, destaca el trabajo de Roy Kuhlman para Grove Press. Barney Rosset, propietario de la editorial, describió sus diseños como un intento de «ir entre ser un acto puramente creativo y uno comercial». Las cubiertas de Kuhlman eran primitivas, expresivas, juguetonas y enigmáticas, proporcionando una representación visual de la contracultura y de los textos revolucionarios que fundamentaban la línea editorial de Groove. Su estilo atendía perfectamente las condicionantes de presupuesto y hacía bandera de las limitaciones técnicas. 

La aceptación de las imágenes en las cubiertas de libros se correspondía con la cultura visual de la generación de la televisión. Poco a poco, el conservador diseño de Penguin comenzó a verse anacrónico y ajeno a la escena literaria actual. Lane tuvo que ceder y en 1961, el director de arte de Penguin, Germano Facetti, encargó el rediseño de las portadas de la serie de novelas policiales al polaco Romek Marber, diseñador de The Economist. Su primera decisión fue preservar el color verde para mantener la familiaridad con el público, pero la aproximación funcional y sistémica de la propuesta transformó el diseño editorial desde entonces. Dividió la cubierta en tres partes horizontales: la superior, para el título, nombre de autor y logotipo; los dos tercios inferiores, para el uso iconográfico. La ilustración se condicionó a un estilo sombrío y más metafórico, solo de color negro para usarse sobre el verde de la colección.

 El rediseño ganó en impacto y en aspecto contemporáneo, sin la necesidad de incrementar los costos de producción. El éxito fue inmediato y Facelli no dudó en adaptar a la nueva retícula los otros géneros de la colección e incluso a los títulos de Pelican Books, el sello de no ficción de Penguin. La «retícula Marber», como se la conoce, fue ampliamente imitada por todo el mundo ya que combina de manera elegante los valores de una sistematización sencilla con la frescura del uso de la imagen. Podemos ver cómo su influencia inspira los diseños de Rudolph de Harak  para McGraw-Hill, y se extiende hasta las coloridas cubiertas de Oliver Bevan y James Lowe para la editorial Fontana Modern Masters durante las décadas de los 70 y 80. 

Las condiciones sociales, tecnológicas y económicas que fueron la génesis de las ediciones masivas se consiguieron en Hispanoamérica varias décadas más tarde que en el mundo anglosajón, y de manera dispareja. Las ediciones en rústica, con novelas populares y hasta ensayos políticos o sociales, aparecieron a finales del siglo XIX y fueron creciendo de manera continua hasta la década de los cuarenta.  

 

La caída de la República Española propició un exilio masivo de autores, artistas gráficos y editores que encontraron en Latinoamérica nuevos rumbos donde continuar su obra o iniciar nuevos proyectos editoriales. Es el caso de Losada y Sudamericana, en Argentina; como en México, con el equipo de traductores agrupados en torno al Fondo de Cultura Económica y la empresa editorial Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana (UTEHA); o en Colombia, con Clemente Airó y sus Ediciones Espiral. Pero hubo que esperar una década diferente para que se dieran las condiciones de expandir las posibilidades editoriales a la gran masa de lectores.

Luego de los excelentes antecedentes del Fondo de Cultura Económica o de Grijalbo, los años sesenta fueron decisivos para la edición mexicana. Una enorme transformación sucede en la industria local que le permite expandirse y consolidarse en la región, teniendo a sellos como Ediciones Era y Siglo XXI Editores, dirigido por el prestigioso Arnaldo Orfila, como referentes. Era contaba con la impecable dirección artística de Vicente Rojo, que le confirió un estilo tan propio como auténtico —quizás por primera vez— al  libro latinoamericano. Rojo, alumno de Miguel Prieto, construyó un lenguaje ecléctico basado en misceláneas tipográficas y un marcado tono lúdico. De manera brillante, el diseñador de origen catalán tradujo a códigos visuales la identidad híbrida y el apasionado mestizaje de todo un continente. Además de las cubiertas para Era, diseñó otras tantas para el FCE, Joaquín Mortiz o la argentina Sudamericana, donde sin duda sienta un precedente gráfico en la segunda edición de Cien años de Soledad

Luego de haber renunciado al FCE por el hostigamiento judicial recibido por la publicación de Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis —una operación de censura del gobierno de Díaz Ordaz—, nace Siglo XXI Editores, de la mano de Arnaldo Orfila y gracias al apoyo de 300 intelectuales que donaron 3 millones de pesos para el emprendimiento.  Con un equipo muy reducido, entre los que figuraba el editor Martí Soler, publicó 30 títulos el primer año y duplicó esa cantidad para el segundo. A semejante demanda de producción responde una línea gráfica muy organizada en sus portadas e interiores, con un esquema claro de jerarquías para título, colección y autor de la obra. La iconografía juega un papel preponderante y está muy bien administrada en un espacio perfectamente delimitado. El discurso visual de Siglo XXI se caracterizó por el equilibrio de la funcionalidad y la retórica inteligente. 

Editorial Sudamericana, desde Argentina, apostó fuertemente por la literatura regional y vio al continente como un potencial mercado. De la mano de Cortázar y García Márquez fue protagonista del boom latinoamericano.

En la segunda mitad de la década del cincuenta, un importante proyecto editorial (organizado por el mismo ex director del Fondo de Cultura y fundador de Siglo XXI, el platense Arnaldo Orfila) se consolida en la principal casa de estudios del país: la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA). 

  Sin embargo, su ambicioso programa editorial y su ejemplar red de distribución comienza a desmembrarse con el nuevo golpe de estado de 1963 y su feroz represión universitaria. José Boris Spivacow y Anibal Ford, integrantes de la editorial, formaron el Centro Editor de América Latina, cuyas ediciones, con cubiertas de un diseño racionalista y modular, tuvieron una importante presencia en la escena de los setenta en Latinoamérica.

Esta tendencia en sistematizar la imagen de las colecciones y apostar a consolidar la identidad de marca de las editoriales se expandió durante los setenta y se basaba visualmente en los cánones definidos una década antes por Romek Marber y, en algunos casos, Roy Kuhlman.

Cambios de magnitud económica, tecnológica y social fueron fundamentales para la transformación del libro en producto cultural de masas, pero gracias a la visión de Lane y de Graff, y al diseño de Marber, Kuhlman, Lustig  y Tschichold, las cubiertas de libros dieron el enorme paso de dejar de ser anuncios publicitarios de títulos aislados para convertirse en la pieza fundamental de un programa de identidad de marca de las editoriales. Este cambio se aleja de la búsqueda de lectores que compran libros impulsivamente —apelación prioritaria de los best sellers o apuestas editoriales de moda— y construye uno de los intangibles más valiosos de la economía: la fidelidad del consumidor. Desde su aportación estética, estos cambios no sólo consolidaron los códigos visuales de lo que hoy entendemos como una cubierta de libro, sino que también expandieron las posibilidades de un producto que durante demasiado tiempo fue rechazado por los grandes nombres del mundo de la edición. Con el diseño como herramienta clave, la menospreciada edición de rústica es hoy el estándar indiscutido del libro impreso.

 

 

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(Posadas, Argentina, 1976) es diseñador gráfico especializado en diseño editorial y tipografía. Ha dictado conferencias, clases de maestría y cursos de formación continua en sus áreas de especialidad en Argentina, Ecuador y México. Dirige su despacho, elcerezo, en la Ciudad de México para atender clientes de diferentes países. Es miembro de ATypI.


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