Foto: Garret Ziegler, CC BY-NC-ND 2.0

Paz en San Ildefonso

"Nocturno de San Ildefonso", de Octavio Paz, era un acto público de expiación y un llamado que pocos escucharon. Su historia reverbera aún en México y en el mundo.
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Las cenizas de Octavio Paz reposan junto a las de Marie Jo, su esposa, en el memorial creado por Vicente Rojo en el sitio mismo donde transcurre “Nocturno de San Ildefonso”, poema en el que Paz, tras cumplir los sesenta años, recuerda al joven Paz caminando por los claustros venerables de la Escuela Nacional Preparatoria. Su destinatario es todo joven que camine ahora por ellos.

Se trata de un poema muy conocido, pero no bien comprendido. Es un lamento sobre las ilusiones perdidas y el desdichado amor a la Revolución rusa, un mea culpa ante la verdad histórica de la URSS, por mucho tiempo eludida. Y un acto de contrición que lo honra.

Como Paz y sus amigos en 1931, muchos jóvenes arrastrados por “el viento del pensamiento” se inventaron “sinos de relámpago”. Pero pocos fueron capaces de una confesión como la que Paz vertió en ese poema:

                   todos hemos sido,
en el Gran Teatro del Inmundo;
jueces, verdugos, víctimas, testigos
                                                 todos
hemos levantado falso testimonio
                                 contra los otros
y contra nosotros mismos.
                         Y lo más vil: fuimos
el público que aplaude o bosteza
                                     en su butaca.
La culpa que no se sabe culpa,
                                        la inocencia,
fue la culpa mayor.
       Cada año fue monte de huesos.

Conversiones, retractaciones,
                                   excomuniones,
reconciliaciones, apostasías,
                                      abjuraciones,
zig-zag de las demonolatrías
                               y las androlatrías,
los embrujamientos y las desviaciones:
 mi historia,
           ¿son las historias de un error?
La historia es el error.

En su juventud, Paz no preveía que el marxismo, su fe revolucionaria, desembocaría en un régimen como el soviético, una de las encarnaciones de lo que Hannah Arendt llamó el “mal radical” en el siglo XX. Paz es un poeta siempre contenido pero en ese poema el dolor se desborda. Cuando lo leí por primera vez en Plural (septiembre de 1974) me cimbró, pero pensé que el “Gran Teatro del Inmundo” remitía genéricamente a los juicios de Moscú en los años treinta, recreados en la cadena verbal del poema. Me pareció la comprobación de que el régimen soviético se había vuelto una gigantesca réplica de la Santa Inquisición. Esa interpretación era válida, pero incompleta. Paz terminaba con la pregunta y la respuesta sobre el error en la Historia, pero no escribió solo “la Historia”, sino “mi historia”. Y los versos que anteceden señalan claramente a un “nosotros” que lo incluye. El pasaje no es genérico sino específico. Había un nudo en esa culpa. Lo entendí después.

El poema alude al Congreso de Escritores Antifascistas reunido en Valencia, en julio de 1937, en el que participó. Ahí ocurrió el pandemónium que evoca en las primeras líneas. Se discutía el libro Retour de l’URSS, en el que André Gide –antiguo comunista– revelaba, con tristeza, la realidad de ese sistema. José Bergamín propuso una resolución de censura a Gide llamándolo “enemigo del pueblo español” y a sus libros “propaganda fascista”. La delegación mexicana –a la que pertenecía Paz– no la objetó. ¿Por qué? Quizás él mismo no lo dilucidó plenamente. Pero se culpó por ello. En el poema se refiere a esos hechos. La vileza del “aplauso o el bostezo en la butaca” es el silencio que guardó él mismo ante la condena que se hizo al libro de Gide. En el poema Paz asume y purga todos sus silencios. Él sí, a diferencia de Gide, era culpable de la culpa mayor, la de la falsa conciencia de sentirse bueno e inocente mientras en la URSS se acumulaba cada año un monte de huesos.

Quizá esa culpa fue un motor de su pasión crítica. Al leer en 1974 el Archipiélago Gulag, se le vino encima la dimensión del horror en aquel universo penitenciario que había esclavizado a cerca de 18 millones de seres humanos y matado a la cuarta parte. Cierto, en 1950 había denunciado en la revista Sur los campos de trabajo en la URSS. Pero todavía en los sesenta su opinión sobre Lenin, Trotski y la Revolución seguía básicamente intocada. El testimonio de Solzhenitsyn quemó, literalmente, su pasión. El poema era un acto público de expiación. Y un llamado a los jóvenes de mi generación. Pocos lo escucharon.

Esa historia reverbera de muchas formas, en México y en el mundo. También ahora “cada año es un monte de huesos”. Y hay responsables. Ojalá los jóvenes de ahora no cierren los ojos ante la realidad brutal y la vean de frente, ojalá no permanezcan en su butaca, entre el aplauso y el bostezo. Ojalá no incurran en “la culpa mayor, la inocencia que no se sabe culpa”. Ojalá lean a Paz: poeta de la verdad en la historia.

Él ya descansa donde quería y con quien quería:

                    Mujer:
fuente en la noche.
           Yo me fío a su fluir sosegado.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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