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Puerto Rico, tan cerca de Latinoamérica y tan lejos de Estados Unidos

Si Puerto Rico ha de ser parte de la definición de lo que significa la latinidad, nosotros también deberíamos comenzar a comprender y sentir empatía con la experiencia puertorriqueña en todas sus facetas.
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En cualquier libro de historia latinoamericana algo extraño pasa a la vuelta del siglo XIX. Entre los grandes cambios que experimentaba nuestra turbulenta región en esos años,  desaparece una isla entera. Como si la hubiese tragado el mar Caribe, se desvanece por completo de las páginas del libro. Ésta fue mi experiencia al leer la excelente obra de Victor Bulmer-Thomas, La historia económica de América Latina desde la Independencia; libro en el que, poco después de 1898, Puerto Rico deja de existir. La Isla no se vio consumida ni por un tsunami ni por alguna laguna mental de parte de Bulmer-Thomas, sino por el huracán de la geopolítica del fin de siglo. Fue en ese entonces, tras la Guerra hispano-estadounidense y la firma del Tratado de Paris, que España perdió sus últimos territorios americanos y Estados Unidos se volvió una potencia mundial e imperial. Entre las convulsiones, Puerto Rico se volvió una colonia estadounidense, pasando de una administración monárquica a una republicana, sin haber nunca probado la autodeterminación y separándose así del camino histórico por el que habían pasado el resto de las naciones ibéricas de América. 

Los puertorriqueños son extraños en dos casas. Ciudadanos de Estados Unidos por nacimiento privados de una voz en su Gobierno federal; poseedores de una cultura e idioma, pero aun así, ausentes de las narrativas históricas de Latinoamérica. Su lugar entre cisma el de dos mundos se resume perfectamente en la frase que determina la posición boricua en ojos de la ley estadounidense: son extranjeros en un sentido doméstico.

Esta posición liminal entre dos identidades es compleja. A veces es conveniente: dota a aquellos nacidos en al Isla de las herramientas legales para perseguir ese ‘sueño americano’ tan elusivo para los demás miembros de la comunidad latinoamericana. A veces, no tanto: a pesar de la insistencia de que “Puerto Rico es parte de Estado Unidos”, los puertorriqueños se enfrentan a la misma discriminación que sus contrapartes latinos sufren en el gabacho. De manera ilustrativa, véase el conflicto nacido a principios de siglo entre nuyorriqueños y chicanos compitiendo por selectos barrios de Nueva York. Rivales por sus diferencias de estatus en el espectro legal estadounidense, condenados a convivir en los mismos espacios por su latinoamericanidad inherente.

Junto con las similitudes culturales y sociales, la condición económica del Territorio No Incorporado también recuerda más de lo que es cómodo admitir a la historia de nuestra región. Desde 2006 —ya sea por predisposición, destino o fuerzas estructurales que pusieron a la Isla en una posición económica similar a la América Latina de los años ochenta— Puerto Rico cayó en una tremenda crisis económica que hasta hoy los atormenta. Su experiencia refleja preocupantemente la crisis de la deuda que afligió a Latinoamérica desde 1982 y que la sumió en lo que después se llamaría su Década perdida. Por desgracia, la medicina que se le recetó a la Isla tampoco se desvió mucho del precedente latinoamericano.

Aun viviendo bajo la protección de la Unión Americana, Puerto Rico no se ha salvado del trato que recibió América Latina en 1989. En ese entonces, la receta consistió en la imposición de ‘paquetes de estabilización’ —un coctel de disciplina fiscal y privatizaciones a cambio de la reestructuración de la monumental deuda nacional—, en un régimen conocido como el Consenso de Washington. Hoy, el consenso en Washington parece considerar al territorio de Puerto Rico 100% estadounidense hasta el momento de verlo en problemas. Entonces, de repente, la Isla se vuelve sinónimo de Argentina. Amenazado con promesa del inminente cierre de escuelas y hospitales, el impotente representante de la Isla, Pedro Pierluisi, declaró en junio que “el Gobierno de Puerto Rico esta a punto de colapsar”. La legislatura estadounidense, encarada con implosión de una parte de su país, se vio obligada a actuar. Lo que siguió tuvo un sabor muy latinoamericano.

La solución fue crear la Junta de Control Fiscal —aprobada bajo el nombre Promesa—, el nuevo Gobierno de facto de Puerto Rico creado en Washington y convenido por primera vez en Nueva York este 30 de septiembre. La palabra ‘Junta’ da escalofríos a lo largo y ancho de Latinoamérica. Sin embargo, las Juntas de hoy en día no se conforman por hombres en uniformes militares sino en suntuosos trajes a la medida. Su misión es clara, de acuerdo al senador Marco Rubio: la Junta debe “arreglar [el] desastre [fiscal], asegura[ndo] que los derechos de los fiadores estén protegidos y que no ocurra un rescate con dinero de los contribuyentes” estadounidenses. Los primeros indicios no son prometedores, pues el plan hasta ahora ha consistido en imponer una estricta austeridad. En 2016 como en 1989, la prioridad ha sido asegurar que inversionistas estadounidenses no estén demasiado expuestos a grandes pérdidas en tierras lejanas, por medio de la imposición de una brutal disciplina sobre los pueblos y los Gobiernos que se sienten también lejanos.

Si eso suena un poco a los primeros capítulos del libro de Bulmer-Thomas es que así lo es. “Se trata de una imposición crudamente colonial que no habíamos visto” desde 1898, dice Carlos Ramos González, abogado experto en Derecho Constitucional de la Universidad Interamericana de Puerto Rico. La gran mayoría del pueblo de Puerto Rico está inconforme. El Gobernador de la Isla tampoco está contento, pero eso es menos sorprendente puesto a que es él quien ha perdido su poder ante la Junta y su presidente, un banquero de nombre José Carrión III, metáfora andante que simboliza para muchos la naturaleza virreinal de Promesa.

Bajo el yugo de la crisis los puertorriqueños votan con sus pies al ritmo de 200 personas al día, diezmando así la población de la Isla en una década. Con pasaportes azules en mano, casi todos viajan a los Estados Unidos, en donde —a diferencia de aquellos en la Isla— tendrán la oportunidad de decidir quién será el próximo Presidente de los Estados Unidos. El contraste es aparente. Aquellos que decían quedarse en Puerto Rico —en donde habrá elecciones para Gobernador— sólo estarán decidiendo quién estará sujeto a los deseos de la Junta. Mientras que el éxodo boricua podría ser juez y parte definitoria de la futura relación entre Estados Unidos con los latinoamericanos que habitan dentro y fuera de sus fronteras.

La perpetua triangulación que une a Estados Unidos, América Latina y Puerto Rico significa que hasta el integrante más poderoso del triunvirato se ve afectado. Esto lo entienden muy bien las distintas facciones políticas estadounidenses quienes ven en estas elecciones un parte aguas y, en la ambigüedad de la identidad boricua, una indicación de la dirección en la que va su país.

Por un lado, el periódico conservador The National Review publicó en 2010 una explicación de porqué la incorporación oficial de la Isla a la Unión Americana socavaría el mismísimo concepto de lo que significa ser estadounidense. El autor, con su lógica proto trumpiana, cita la inextricable latinoamericanidad de Puerto Rico como la razón por la que no debería volverse un estado más de su país, concluyendo que “la inmigración está desafiando la dominancia de la cultura angloamericana en partes de los Estados Unidos, pero al otorgarle estadidad a un país latinoamericano entero[…] sería un grave desafío a [nuestra] identidad nacional”. Muchos han atribuido el crecimiento de Donald Trump a estos estertores del nativismo angloamericano, en los que se simplifican las complejidades de la migración latinoamericana a una ola generalizada de ‘mexicanos’.

Pero, la verdadera heterogeneidad latinoamericana se vislumbra en las tácticas electorales al otro lado del espectro. De manera discreta pero deliberada, la campaña de Hilary Clinton ha estado buscando crear una ola electoral boricua en la competida Florida, para así contrarrestar el poderío Republicano del otro gran grupo latino del estado, los cubanos, quienes aún fuertemente respaldan a conservadores acérrimos como Marco Rubio. Florida es un microcosmo de la realidad nacional, en la cual resulta que las grandes batallas políticas en Estados Unidos ya no se tratan de la posibilidad de que su población se vuelva latina, sino de cómo se expresará esa latinidad ya existente en el futuro del país.

Puerto Rico, siendo inextricablemente estadounidense y latino a la vez será, y debería ser, una parte crucial de esta conversación. Por esta razón la indiferencia del Gobierno estadounidense ante su colapso económico es inaceptable. Sin embargo, ignorados por Washington, los puertorriqueños han utilizado la crisis en casa para crear una oportunidad en los Estados Unidos. Los puertorriqueños se han asegurado que, ya sea por medio de su eventual incorporación como estado o un boleto de avión a la vez, ellos serán una parte protagónica del futuro estadounidense y su voz es y será central en la conversación que determine lo que significa ser latino en ese país.

Por lo tanto, el último eslabón del triunvirato debe hacerse presente también en la conversación. Esta voz es la del resto de Latinoamérica, ya sea desde sus propios países o por medio de su diáspora en Estados Unidos. Si Puerto Rico ha de ser parte de la definición de lo que significa la latinidad, nosotros también deberíamos comenzar a comprender y sentir empatía con la experiencia puertorriqueña en todas sus facetas. Se comienza simplemente con hablar de Puerto Rico y hablar de la Isla en términos propios, latinoamericanos. Su crisis económica es y ha sido nuestra crisis, sus experiencias en las calles de Estados Unidos son y serán las nuestras. Por su historia, sus tradiciones y cultura, los puertorriqueños son Latinoamérica. Tenemos que empezar a hablar sobre Puerto Rico de esta manera. Tenemos que empezar a hablar más de Puerto Rico.

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(ciudad de México, 1991) es escritor e historiador.


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