Tony Judt ha sido uno de los historiadores más brillantes de nuestra época. “Tenía la infrecuente habilidad de ver y mostrar una imagen global y, al mismo tiempo, ir al corazón del asunto”, ha dicho Mark Lilla. Poseía un apabullante conocimiento de la historia europea reciente, un gran pulso narrativo y era un polemista formidable. Nació en una familia judía en Londres en 1948, y pasó buena parte de su vida en Estados Unidos, donde daba clases en la Universidad de Nueva York y dirigió el Instituto Remarque.
Vivió en un kibutz en Israel en su juventud, estudió los siglos XIX y XX en Francia, mantuvo un estrecho contacto con los disidentes de los países del bloque soviético y su obra más importante, Posguerra (2005), cuenta la recuperación de Europa occidental tras los desastres de la Segunda Guerra Mundial, y la caída de Europa oriental bajo el comunismo y su liberación.
Murió el 6 de agosto, tras dos años de lucha con la esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad que le había paralizado de cuello para abajo pero no le impidió dictar hermosos ensayos autobiográficos, donde hablaba de su familia y su pasión por las palabras, su experiencia en Israel, la primavera del 68 en París y en Praga o su enfermedad. Recientemente ha publicado Ill fares the land (en septiembre saldrá a la venta su traducción al castellano, Algo va mal).
Judt no creía en una visión determinista de la historia. Pensaba que “las cosas salen de una manera porque la gente toma decisiones y actúa conforme a ellas”, que Europa pudo reconstruirse económica y políticamente tras olvidar su pasado y recordarlo después, y que el Estado de bienestar sirvió para evitar los extremismos que habían sembrado la barbarie en el continente. Dominaba varias lenguas, conocía la historia militar y los datos económicos y sociales, pero prestó una atención especial a las manifestaciones intelectuales: mostraba las dificultades que tuvieron películas como Noche y niebla y Le chagrin et la pitié en Francia como ejemplo de la dificultad del país para enfrentarse a su actuación en el Holocausto y retrató la ceguera de muchos intelectuales occidentales frente a las atrocidades comunistas.
Dedicó algunas de las mejores páginas de Pasado imperfecto, Posguerra o El olvidado siglo XX a algunos de sus héroes: autores como Camus, Koestler, Sperber o Kołakowski. Algunos eran ex comunistas que combatían el totalitarismo soviético y constituían “la República de las letras del siglo XX”. Otros, como Raymond Aron, no habían sido comunistas, pero conocían muy bien el marxismo. Todos habían intentado pensar por sí mismos, habían luchado contra las ideologías totalitarias y habían adoptado posiciones impopulares.
Esa era la tradición en la que se reconocía Judt. “Creo que los intelectuales tienen un deber primario de disentir no solo de la sabiduría convencional de la época (aunque eso también) sino, sobre todo, del consenso de su propia comunidad”, declaró. En sus últimos textos hay cierta perplejidad: esos autores libraron batallas que parecen muy lejanas; los estudiantes de Judt no entendían El pensamiento cautivo de Miłosz porque no lograban imaginar la fascinación del comunismo.1 Judt reivindicaba con razón a esos escritores, y señalaba el peligro de la seducción que el poder y la utopía ejercen sobre los intelectuales, pero hay un elemento que roza la nostalgia por esa época: cuando criticaba a Paul Berman o a Christopher Hitchens les reprochaba que hubieran encontrado en la lucha contra el fundamentalismo islámico un sustituto a los combates contra el fascismo y el comunismo de sus antecesores, pero luego los calificaba de “tontos útiles”, reciclando la taxonomía de Lenin como si él también estuviera buscando un enemigo a la altura de los del pasado.
Participó en muchas polémicas y trataba a sus rivales con displicencia. Era muy crítico con Israel, y en 2003 perdió algunos amigos y un puesto en The New Republic por un artículo2 en el que afirmaba que ese país es “un anacronismo” que perjudica a los judíos en todo el mundo, y abogaba por un Estado binacional, siguiendo a Edward Said y contradiciendo algunas de sus propias tesis.
Judt también pertenecía a una tradición izquierdista clásica y democrática. Criticaba las actuaciones contra la regulación y el Estado de Thatcher, Reagan o Blair, así como la importancia que se concede a los índices económicos. Pero criticaba también el estancamiento de la izquierda tras la caída del comunismo. Era partidario de una socialdemocracia universalista, y pensaba que la izquierda se había encerrado en intereses de grupos particulares. Atacaba el relativismo cultural y buena parte del pensamiento francés de los años sesenta y setenta del siglo pasado (su perfil de Althusser en El olvidado siglo XX es demoledor). Vivía en Estados Unidos, pero defendía con matices el modelo de la Europa continental: aunque señalaba el peligro devorador del Estado, reivindicaba su papel como proveedor de educación, sanidad y transporte, y como corrector de las desigualdades económicas.
Algunas de sus advertencias parecen más urgentes ahora y sus puntos de vista quizá fueran más sorprendentes en Estados Unidos que en otros lugares, donde encajan en las posiciones más extendidas de la izquierda. A menudo, Judt era más convincente cuando trataba asuntos históricos que cuando diagnosticaba los problemas del presente. Pero muchos de los asuntos que le preocupaban son esenciales. Entre ellos están la función del Estado en las democracias, la forma de afrontar el pasado, la superación de los odios entre naciones y grupos étnicos, el respeto a la libertad y los derechos humanos, la superioridad de los modelos perfectibles sobre las utopías, o el papel de los intelectuales. Es una pena quedarnos sin su voz. ~
Notas
1 http://www.nybooks.com/blogs/nyrblog/2010/jul/13/captive-minds-then-and-now
2 “Israel: The Alternative”, The New York Review of Books, octubre 23, 2003, vol. 50, número 16.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).