Hiperconexión Leibniz 

En 'El mejor de los mundos posibles. Los 7 días que cambiaron la vida de Leibniz' Michael Kempe reconstruye las circunstancias en que nacieron los hitos del pensamiento del filósofo.
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Hace poco, en una conferencia leída en Madrid, José Luis Pardo señaló los límites entre la biografía y la biografía intelectual de los filósofos. La segunda especie, la que nos interesa, atiende solo a aquello de la vida del personaje que juega un papel fundamental y reconocible en la obra imperecedera. Si, por caso, consideramos de la forma y naturaleza de la joroba de Kierkegaard en una auténtica biografía intelectual será porque, en rigor, encontramos que su pensamiento está un poco jorobado. Michael Kempe ha publicado recientemente entre nosotros El mejor de los mundos posibles. Los 7 días que cambiaron la vida de Leibniz, libro que constituye un caso muy cumplido de ese género, de modo que la existencia y el carácter ilustran los hallazgos y los libros.

Así, como el filósofo, matemático, jurista, cortesano, historiador, teólogo, ingeniero, diplomático, filósofo natural, inventor, minero, geógrafo e incluso animador de fiestas (va en serio) alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) sabía de todo y hacía de todo al mismo tiempo, vista en su conjunto, su obra es cósmica, interdisciplinar e inacabada. En efecto, a pesar de las posibles apariencias de caos y desgobierno, Leibniz postuló una “armonía preestablecida” entre las cosas del universo; en este caso hay que decir que orden e interconexión son compatibles con el movimiento y cambio continuos. El estatismo no tiene lugar en el complicado cosmos de Leibniz. Todo se mueve y todo está conectado. Eso es Leibniz. Kempe selecciona 7 días significativos de la vida de este Hércules cogitante entre el siglo XVII y XVIII, y es tan abundoso que casi nos agobia. El propio Leibniz, inquieto hombre soltero, morador de numerosos países y asociado a la Casa de Hannover (como los grandes filósofos modernos del XVII, vivió fuera de la universidad), también se agobiaba a sí mismo con sus proyectos, con sus cosmismos y con sus bocetos. Semejante portento de cabeza llegó a amenazar a veces con la parálisis: ¿qué empresa no sería capaz de acometer Gottfried Wilhelm? En su mente cupieron una máquina de cálculo, la justificación del mal en un mundo creado contra un Dios moralmente bueno o la reforma de las instituciones de la Rusia de Pedro I.

Con rigor y puntualidad, Kempe alumbra las circunstancias en que nacieron el cálculo infinitesimal (¡no se lo copió a Newton!), el inédito Discurso de metafísica, las famosas Monadología y Teodicea, o tal descubrimiento genealógico sobre la Casa de Welf (a la que pertenecían los príncipes de Hannover) gracias a su genio, y, claro, nos agobia. Incluso el lector de esta reseña puede estar abrumado. Además, estas series continuas de proezas heterogéneas nos admiran. Se suele decir que Leibniz fue el último intelectual verdaderamente universal, y a la vista de lo aquí expuesto, no cuesta creerlo. Kempe ha escrito un libro sólido, erudito (desde 2011 dirige el Centro de Investigación de Leibniz de la Academia de Ciencias de Gotinga y el Archivo Leibniz de Hannover), pero también pensante, brillante, zigzagueante, leibniziano. Con él saltamos de las circunstancias del protagonista en París a las de Viena o Hannover. En cada destino, Kempe despliega sus muchos conocimientos. En España contábamos con el clásico biográfico sobre Leibniz de E. J. Aiton, en Alianza: parece apropiado colocar ahora, a su lado, esta reciente monografía de Taurus.

Una de las ideas más curiosas de Leibniz (idea a la que Kempe concede dos capítulos biográficos) es la de la mónada. El término, advierte nuestro especialista, es suyo. Si en el mundo del maestro Descartes, en el que solo tenemos res extensa (el mundo físico) y res cogitans (el mundo espiritual, circunscrito a nuestras almas), y, por tanto, los seres humanos habitamos un páramo de espacio sin vida, en Leibniz el universo es una ensambladura de mónadas, infinitas sustancias simples inextensas. El mundo de Descartes es dual, y solo cabe alma para el ser humano; frente a este yermo, el tropicalismo de Leibniz entiende una gigantesca gama de almas, más o menos despiertas, más o menos intelectuales, desde las moscas a los ángeles. En el mundo de Leibniz, todos los cuerpos inertes son agregados de mónadas, y los cuerpos que poseen alma o conciencia (la mosca, el helecho, el ángel y tú, lector) cuentan con una mónada especial o “dominante”. Según el filósofo, cada una de estas mónadas refleja y resume el universo todo. Bella y ajustadamente, Kempe refiere esta cosmovisión racionalista como una “laberíntica sala de espejos”.

Además, en este barroco panorama micro y macroscópico no solo hay multitud de seres heterogéneos, en diferentes niveles de la divina cadena del ser, también hay numerosas leyes generales. Los escritos, a veces muy breves, de filosofía general de este filósofo (añadamos a los mencionados el Nuevo sistema de la naturaleza y de la comunicación de las sustancias o el posterior Principios de la naturaleza y de la gracia fundados en la razón) postulan el principio de lo mejor, el principio de razón suficiente, el principio de economía, etc… Tras leer a Kempe, en esta multitud de hallazgos veo también el despacho del filósofo, mientras vivió: sus miles de anotaciones sueltas, trozos ellas de un cosmos, que ahora los leibnizianos manipulan con delicadeza arqueológica en el Archivo de Hannover.

En general, los historiadores de la filosofía retratan a este filósofo de las conexiones procurando sintetizar el mundo clásico que quedaba atrás (filosofía greco-latina y escolástica) con la nueva ciencia y la nueva filosofía de los Newton (con él y sus discípulos disputó hasta sus años finales), Huygens y Cartesio. Se trata de un lugar común acertado, por otro lado: Leibniz no renunció a Aristóteles por estar con Descartes, sino que los combinó con personalidad. Pero también llevó este espíritu al campo de la diplomacia, la teología y la política: Leibniz procuró fomentar en las cortes de Europa un ecumenismo cristiano que resolviera las diferencias tras las tremendas guerras de religión que quedaban atrás, entre católicos y no católicos. Este ser incansable se envió innumerables cartas tanto diplomáticas como eruditas. Su doctrina se esparce también en este género dialógico (por ejemplo, en la llamada “Carta sobre los cambios del globo sobre la Tierra”, de 1714, defendió el transformismo o evolución de las especies animales). También podemos destacar su epistolario con su amiga y señora Sophie von Braunschweig-Lüneburg, princesa de Hannover (vean los interesados en esto la antología epistolar de Javier Echeverría Filosofía para princesas).

En definitiva, Kempe logra plasmar en su biografía intelectual la filosofía jorobada, o, mejor dicho, en este caso, la filosofía hiperconectada. También asegura el autor que, por muchos motivos, Leibniz tiene mucho que decirnos a los lectores de nuestro tiempo. Desde luego, no parece un dictamen exagerado.

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Álvaro Cortina Urdampilleta (Bilbao, 1983) es profesor de filosofía en IE University y en el Real Centro Universitario Escorial-María Cristina. Su libro más reciente es 'El espejo y el oráculo' (Guillermo Escolar editor, 2022).


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